"El Iraq de Blair, Bush jr y Aznar, una aventura criminal", Tomás Alcoverro

Después de los cientos de miles de civiles muertos, de la devastación y desmembramiento de Iraq que se inició en el 2003, aún se debate sobre la decisión de Tony Blair, entonces primer ministro de Gran Bretaña, de apoyar al presidente norteamericano George W. Bush en la invasión de la antigua tierra de Mesopotamia con el propósito de derrocar al rais Sadam Husein. Desde el ataque de Al Qaeda contra EE.UU. el 11 de septiembre del 2001, soplaban vientos belicistas, y Bush consiguió el apoyo de Blair, Aznar y Berlusconi para atacar Iraq y acabar con Husein. Años antes, el rais había sido visto como el centinela de Occidente contra la amenaza de la revolución iraní. Pero ahora, Bush y Blair creían que estaban legitimados democratizar Iraq y convertirlo en un ejemplo para el resto de países árabes. Con la patraña de que Sadam escondía armas de destrucción masiva, y a pesar de que la ONU no había encontrado nada en sus minuciosas inspecciones, Bush y Blair se embarcaron en una aventura criminal que ha acarreado las mayores hecatombes y destrucciones de la historia contemporánea de Oriente Medio, exceptuando la larga guerra entre Iraq e Iran.

El poeta sirio Adonis, en su magnifico libro Violencia e Islam, asegura que “Occidente se aprovecha del clima de guerras y de conflictos que padece el mundo árabe a fin de enriquecerse, intentando de esta suerte escaparse de su crisis económica y social. Trata a los árabes como si fuesen muñecos o marionetas, y no como dueños de sí mismos”.

A aquella cruzada se opusieron Francia, Alemania, el papa Juan Pablo II y millones de personas que salieron a la calle en todo el mundo, pero Bush y Blair tomaron la decisión de hacer la guerra y la cumplieron contra viento y marea hasta el final.

Los militares británicos volvieron así al Iraq que habían dominado durante unos años a consecuencia de los acuerdos de Sykes-Picot (1916), incluido Mosul y los yacimientos de petróleo adyacentes.

La decisión de ir a la guerra fue impuesta por los gobernantes occidentales en contra de muchos informes de diplomáticos acreditados en Bagdad, que advirtieron en sus despachos sobre las terribles consecuencias de la ocupación y la dificultad de preservar la estabilidad después de Sadam. Washington y Londres, por ejemplo, habían apostado por unos políticos iraquíes exilados, desarraigados de su país, como futuros dirigentes de la república.

Después de que el presidente Bush diera, triunfalmente, por acabada la guerra empezó el infierno para la población. Paul Breemer, alto comisario de EE.UU. en Bagdad, que gustaba calzar altas botas y tocarse con un sombrero cowboy, tuvo la idea de desmantelar, de un plumazo, el ejército, las fuerzas de seguridad, el partido Baas, que había gobernado durante varias décadas, haciendo tabula rasa de lo que había sido la estructura estatal de Iraq.

Con esta decisión abrió la caja de Pandora de todos los conflictos ancestrales, confesionales y étnicos, de una población compuesta por chiíes, suníes, kurdos, turcomanos, cristianos y yazidíes, los mal llamados adoradores del diablo.

Es culpable afirmar ahora que era imposible prever entonces los desastres que provocaría vaciar un Estado, por dictatorial e infernal que fuera, de todas sus vitales instituciones públicas.

Gran Bretraña había sido una potencia colonial en Iraq, en los años iniciales de su monarquía hachemí. Conocía la fuerza de los musulmanes chiíes, los que más combatieron contra sus tropas. No era una advenediza entre este conglomerado de creencias religiosas e identidades étnicas, que caracteriza la región del Levante árabe antaño llamada Bilad el Cham.

Tony Blair, dejándose llevar por la corriente de la hora, haciendo caso omiso a las prudentes advertencias de que una guerra provocaría un engranaje de nefastas consecuencias internas y regionales, alentó la ofensiva y la ocupación militar aliada.

A los que deciden las guerras no les hacen mella las muertes y la devastación de sus pueblos. Oriente Medio se ha convertido en un infierno inextinguible y banal. Sus causas son profundas, se remontan a décadas pasadas, a la división colonial, a la creación del estado de Israel, a la manipulación política del islam, a los frecuentes ataques militares estadounidenses, a la corrupción de sus elites gobernantes, a sus identidades asesinas, a la explosión demográfica y a la pauperización.

Esta es una tierra propicia para los yihadistas que fomentan el caos y ejercen su tenebroso poder en nombre del islam, de un Dios de venganza y de su pasión para aplastar al otro. El proyecto del progreso según esta versión es islamizar al mundo, abandonar la individualidad y disolverse en la comunidad de creyentes.

Sadam Husein fue juzgado, condenado a muerte y ahoracado por orden de un tribunal iraquí, constituido bajo la ocupación militar estadounidense. Que Tony Blair tenga ahora que dar un protocolario mea culpa es lo mínimo que podemos exigirle.

7-VII-16, T. Alcoverro, lavanguardia