"Panfleto antipedagógico" (3/3)

LA BUENA EDUCACIÓN

  Razonar con los niños era la gran máxima de Locke. Es la más en boga hoy día. Pero no me parece que su éxito le dé mucho crédito, y yo no veo nada más tonto que esos niños con quienes tanto se ha razonado. De todas las facultades del hombre, la razón es, por así decirlo, un compuesto de todas las demás, y la que se desarrolla más dificultosamente y más tarde, ¡y es de la que se quieren servir para desarrollar las primeras! La meta de una buena educación es conseguir un hombre razonable, ¡y se pretende educar a un niño mediante la razón! Es comenzar por el final, es confundir el instrumento con el fin. Si los niños atendieran a razones, no tendrían necesidad de ser educados.

(ROUSSEAU)

No hay término medio. Es preciso plegarle a una total obediencia o no exigirle nada en absoluto. La peor educación es dejar flotar las cosas entre tu voluntad y la suya, disputar sin cesar entre los dos quien será el que manda.

(ROUSSEAU)

La primera cita de Rousseau explica muy bien la idea esbozada al final del capítulo anterior. Es inútil razonar con quien se pretende educar porque el conseguir una persona razonable es precisamente la meta de la educación, no el instrumento. Es razonable quien sabe dialogar, lo cual significa que sabe escuchar cuando se le habla en lugar de mirar para otro lado. Es razonable quien respeta el derecho de los demás, y no arma jaleo cuando el profesor atiende a un alumno en dificultades, porque eso complicaría la labor del profesor y conculcaría el derecho de un compañero a recibir ayuda. Es razonable quien no ensucia a propósito el suelo porque comprende que los encargados de la limpieza no son esclavos. Es razonable quien reconoce cuándo se equivoca y sabe cuándo tiene que rectificar y pedir disculpas. Todas estas cosas tienen un origen común que se llama buena educación. Qué le vamos a hacer si los valores, la paz y la tolerancia, en su materialización más cotidiana, tienen un nombre tan prosaico como es el de buena educación. A ver si va a resultar que algunas cosas que se predican hoy como muy novedosas ya se hacían antes, sólo que bajo una nomenclatura más modesta. No está mal que se hable a los niños del día de la paz, y que lo celebren dibujando la paloma de Picasso, pero si al mismo tiempo no se les enseña a comportarse en los lugares públicos y a ceder el asiento a las personas mayores, se ha perdido el tiempo. La buena educación no consiste tan sólo en las muestras de simpatía que reservamos para quienes apreciamos, consiste también (y sobre todo) en los miramientos con que debemos tratar a los que nos caen mal, por la simple razón de que, por encima de sus antipatías, las personas se han de reconocer mutuamente su condición de tales. Es el ejercicio cotidiano de los derechos humanos, el único camino posible para la educación en la tolerancia.

Y es muy preocupante el despiste generalizado que existe sobre este tema. No es insólito ver en el metro o el autobús una madre con un hijo, ella de pie y él sentado. Hace unos años, una labradora analfabeta no habría consentido esto a un hijo. ¿Qué extrañas ideas le habrán metido en la cabeza a esa madre, que de seguro tiene ciertos estudios, para que no comprenda algo que antes se le alcanzaba a la labradora analfabeta? ¿Es el miedo a llevar la contraria, a crear frustraciones? Un niño no se traumatiza ni se frustra tan fácilmente, y aunque así fuera, saber asimilar las frustraciones también forma parte de la educación. Si en el futuro se dedica a la política, unas elecciones las ganará y otras no, si a la abogacía, unos pleitos los ganará y otros no, y cuando se enamore, unas veces será correspondido y otras recibirá calabazas. Y cada vez que pierda unas elecciones, un pleito o un amor, va a quedar muy frustrado. Los fracasos y los sufrimientos no se han de buscar por sí mismos, ni el sacrificio por el sacrificio tiene sentido, pero hay que saber aceptar, sin dramatizar demasiado, los que de todos modos nos va a imponer la vida.

Es cierto que hay puntos en los que un chico nunca debe sentirse fracasado ni inseguro. Por ejemplo, los padres deben procurar que nunca tenga motivos para no sentirse querido. Hay que exigirle que apruebe las asignaturas porque eso es bueno para él, no porque el cariño que le tienen dependa de las notas y de los éxitos. Fuera de esto, si el hijo pone cara larga porque no puede tener pantalones de marca y ha de conformarse con otros más baratos, que se aguante, así de fácil. Y si tiene que levantarse para que se siente su madre o una persona anciana, seguro que superará el trauma en poco tiempo.

Se habla mucho de la colaboración de padres y profesores, pero lo más importante de esa colaboración se suele callar. Consiste en lo que tienen que hacer los padres antes de que el hijo esté en manos de los profesores. Como ya apuntamos en más de una ocasión en las líneas que anteceden, la buena educación no es tan sólo lo más importante que se debe enseñar, es la condición indispensable para que pueda enseñarse cualquier otra cosa. Si un muchacho tiene modales y en su casa le exigen que estudie un rato al día, es justo que el profesor asuma la responsabilidad de que aprenda aquello que los padres no pueden enseñarle. Pero si los padres no han cumplido previamente con su obligación, es imposible que el profesor cumpla con la suya. Pero hay algo todavía más grave. Si el profesor se toma la molestia de exigir al hijo aquello que tendrían que haberle exigido los padres, sucede que no tiene poder alguno para imponerse y en muchos casos la dirección del centro o la inspección termina dando la razón al estudiante. Como consecuencia, éste sigue tan zafio como antes, la autoridad del profesor queda en entredicho, y la posibilidad de impartir una materia en condiciones normales es nula. Aquí viene muy al caso la segunda de las dos citas de Rousseau que encabezan el capítulo. El forcejeo entre educador y educando para ver quién manda hace imposible la educación, y mientras el profesor trate a los estudiantes con la misma buena educación que les exige a ellos, la razón la ha de tener siempre el profesor. Esto no quiere decir que éste no se pueda equivocar, quiere decir que para que una clase funcione ha de haber unas normas, normas que no pueden estar siempre en cuestión (aunque por supuesto siempre pueden ser sustituidas por otras mejores) y vale más seguir unas normas, aunque no sean las mejores posibles, que carecer de ellas. Las normas ponen unos límites, y el reconocimiento de los límites es el camino para la cordura. Recientemente se planteó en un instituto un conflicto porque un profesor exigía a los alumnos que se quitaran la gorra en clase. Uno de ellos protestó ante el consejo escolar, y éste le dio la razón, por lo visto esa obligación de descubrirse en clase era un atentado contra la libertad. El descubrirse bajo techo es una norma convencional, como muchas otras, pero no es un capricho del profesor, está universalmente admitida, y hacerla respetar no es algo tan tiránico. Ha exigido que se quite la gorra, no que se ponga una nariz postiza ni que se despoje de los pantalones. Nadie un poco avispado iría a una entrevista de trabajo o a solicitar un crédito a un banco con la gorra puesta, con una camiseta que enseña todos los pelos del sobaco, mascando chicle y con una lata de coca cola en la mano. Pero de esta guisa sí se puede ir a clase, y el profesor que quiera inculcar un poco de decoro tiene todas las de perder. Se dirá que todo esto son convencionalismos sin mayor importancia. Pero son precisamente los convencionalismos los que dan significado a los cosas. Estrechar la mano a alguien significa una cosa, hacerle un corte de manga significa la cosa contraria. Es un convenio, como lo es todo lo que pone significado a un gesto o a una palabra, pero es bueno saber utilizarlo adecuadamente entre quienes comparten la misma clave, y ahorrarse así muchas e innecesarias meteduras de pata. Sonarse en público esta admitido, orinar en público se considera feo, otro convenio que es desaconsejable violar. En ciertas civilizaciones, el invitado agradece la comida eructando delante del anfitrión, pero entre nosotros debemos acostumbrarnos desde niños a exteriorizar nuestra gratitud de otro modo. Y lo que es más importante, en algún lugar hay que poner límites, por muy convencionales que sean. Si admitimos la camiseta, por qué no despojarse de ella cuando hace mucho calor. Entre enseñar sólo la sobaquera o también la tripa no hay tanta diferencia. De la coca cola se pasa enseguida a la hamburguesa, del chicle al chupa-chup, y del chupa-chup al polo de limón. No, es indispensable poner un límite, y ese límite no puede establecerse después de un tira y afloja entre el profesor y los alumnos ante el consejo escolar. Si una norma la manda el profesor debe ser respetada, precisamente, porque la manda el profesor. Y si a algún alumno no le gusta, que se esfuerce por sobrellevarlo con paciencia. Es un esfuerzo muy sano.

POR QUÉ SE DEBE ESTUDIAR FILOSOFÍA

  La filosofía, sólo la filosofía, esta hermana de la religión, ha desarmado unas manos que la superstición había ensangrentado durante mucho tiempo. Y el espíritu humano, al despertar de su sopor, se ha sorprendido de los excesos a los que le había llevado el fanatismo.

(VOLTAIRE)

No se aprende filosofía, se aprende a filosofar.

(KANT)

Rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podemos reunirnos con los griegos.

(CAMUS)

Nuestra sociedad tiene cosas buenas y cosas malas. Éste es un análisis un poco somero, pero nos va a servir para las reflexiones que vienen a continuación. La mayoría de las cosas buenas proceden de nuestros antepasados griegos. Las luces que nos enseñan el camino para mejorar las cosas buenas y suprimir las malas también vienen de Grecia. Y si queremos seguir progresando debemos seguir siendo griegos. Vamos a ver en que se concreta esto de seguir siendo griegos. ¿Qué es lo que tiene la civilización griega para que nos marque de un modo cualitativamente distinto de lo que nos marcaron las otras? Porque si en Grecia se hicieron cosas bellas, también se hicieron en Egipto y Babilonia. Pero sucede que los griegos, además, reflexionaron sobre la idea de belleza. En Grecia se hizo matemática, lo mismo que en Egipto y Babilonia. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la naturaleza de los conceptos matemáticos. Los griegos se relacionaban entre sí y con los pueblos vecinos, en algunas ocasiones vivían en amistad y en otras estaban en guerra. En la guerra unas veces eran valientes y otras veces eran cobardes. Lo mismo que cualquier otro pueblo. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la amistad y el amor, la paz y la guerra, el valor y la cobardía. Esto es, los griegos no sólo hacían cosas, sino que también reflexionaban sobre las cosas que hacían. Dicho de otro modo, los griegos filosofaron. Explicado de una manera un poco tosca, filosofar es reflexionar sobre lo que hacemos cuando no estamos filosofando. Digamos que el quehacer filosófico consiste en la reflexión sobre el resto de los quehaceres. La ciencia y la técnica por sí solas no significan progreso si no están acompañadas por un pensamiento que marque sus límites y explore sus posibilidades más humanas. Y esta necesidad de pensamiento es lo que nos obliga a seguir reflexionando, a seguir siendo griegos para seguir siendo civilizados.

Siempre que se razona de este modo, sale alguien diciendo, como quien dice algo muy original, que entonces no se ha de enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. Craso error. No se puede filosofar si no se conoce lo que se ha filosofado antes. Ni se debe ni se puede. Vamos a intentar argumentar esto.

No se debe, porque un pensamiento que comenzara desde cero en cada generación nunca avanzaría. Además, es una pedantería. Nada más ridículo (ni más enternecedor) que un adolescente diciendo muy solemnemente, como si antes de nacer él el resto del mundo hubiera vivido en tinieblas, algo que ya se sabe desde Platón. Ésta también es una razón para estudiar filosofía, como una medicina contra la pedantería. Es una razón secundaria, porque la pedantería de la adolescencia, igual que el acné juvenil, se pasa con el tiempo, pero también merece ser tenida en cuenta.

No se puede porque filosofamos a partir del mundo que nos rodea, y este mundo que nos rodea es como es porque en él ya se ha filosofado y se ha filosofado de una cierta manera. Si no se hubiera filosofado, o se hubiera filosofado de una manera distinta, nuestro mundo sería otro y la filosofía que haríamos a partir de él también sería distinta. Es más, aunque estuviéramos honradamente convencidos de que desde Tales hasta nosotros no se han dicho más que tonterías, y que en consecuencia urge empezar a filosofar desde el principio, tendríamos que filosofar a partir de una realidad ya configurada porque en ella no se han dicho más que tonterías. Si no se hubiesen dicho las tonterías que se dijeron, o se hubieran dicho otras tonterías diferentes, el punto de partida sería también diferente. El mismo Descartes, que en cierta medida intenta repensar la filosofía desde su base, retoma la noción del saber que ya fue de los griegos y entra, le guste o no, en diálogo con ellos. No se puede filosofar de otra forma que dialogando con los griegos. También a filosofar, qué le vamos a hacer, se aprende por imitación. Los que sostienen que se ha de enseñar a filosofar y no filosofía pueden esgrimir el conocido dictamen de Kant que encabeza este capítulo, pero los que opinamos lo contrario podemos esgrimir el ejemplo de Kant. El filósofo de Königsberg fue un escritor tardío, que dedicó muchísimo tiempo a estudiar el pensamiento de sus predecesores antes de elaborar su propio sistema. La Crítica de la Razón Pura apareció cuando tenía cincuenta y siete años, y la Crítica de la Razón Práctica cuando tenía sesenta y cuatro. Desoyendo su propio consejo, estudió filosofía antes de filosofar.

Es cierto que la realización de esta idea, la de que es indispensable estudiar cómo pensaron los demás antes de poder pensar por uno mismo, es muy prosaica. Para que los estudiantes la tomen en serio, se ha de materializar mediante una asignatura con libros de texto, exámenes, aprobados y suspensos. Todo ello muy poco filosófico, pero no hay otro remedio. No hay idea, por hermosa que sea, que no resulte algo decepcionante al ser llevada a la práctica. Es cierto que el pensamiento de un filósofo, al convertirlo en un capítulo de un libro, en cierta medida se deforma y se desvirtúa, pero esto sucede con cualquier otra cosa cuando se enseña. Un mapa, con sus colores y signos convencionales, también es una simplificación y deformación de la realidad, y no por esto se va a dejar de enseñar geografía.

También es verdad que es a veces desmoralizador escuchar a los estudiantes hablando de filosofía: Oye, Descartes es el que tenía ideas ¿verdad?, no hombre no, el que tenía ideas era Unamuno, que no, mira, el de las ideas era Platón, Unamuno es el que tenía miedo de morirse, ¿y entonces Descartes no tenía ideas?, que no, Descartes tenía dudas. Oyéndolos, se diría que Unamuno no dudó en su vida, Descartes carecía de ideas y Platón estaba impaciente por morirse. Ya no digamos cuando hablan de exámenes: He suspendido a Aristóteles, tengo que recuperar a Leibniz, en la "selectividad" ha caído Kant. Pues si ha caído, que lo levanten al pobre señor. Sí, uno se pregunta a veces, ante esta sarta de majaderías, si merece la pena el esfuerzo que hacen los profesores de filosofía o si vale más dejarlo. La respuesta es que sí, que a pesar de todo merece la pena, y la prueba de ello está en que las facultades de filosofía no han cerrado. Sigue habiendo muchachos ilusionados por estudiarla y otros que, si bien no quieren dedicarse profesionalmente a ella, tienen un interés que conservan toda su vida. Y ese interés solo puede tener su origen en la asignatura de filosofía, que con sus limitaciones, sus simplificaciones y sus errores, consiguió encender una llama.

POR QUÉ NO SE DEBE ESTUDIAR RELIGIÓN EN LA ESCUELA PÚBLICA

  Una de las más grandes conquistas de la modernidad, en la que Francia estuvo en la vanguardia de la civilización y sirvió de modelo a las demás sociedades democráticas del mundo entero, fue el laicismo. Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas, desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de un espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de la religión en la sociedad civil. La verdad es más bien la contraria, y lo demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje de creyentes y practicantes religiosos -cristianos en su inmensa mayoría, claro está- es uno de los más elevados del mundo. Un Estado laico no es un enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad.

(VARGAS LLOSA)

¿Tiene que hablarse de ética en la enseñanza media? Desde luego, me parece nefasto que haya una asignatura así denominada que se presente como alternativa a la hora de adoctrinamiento religioso. La pobre ética no ha venido al mundo para dedicarse a apuntalar ni a sustituir catecismos...por lo menos no debiera serlo a estas alturas del siglo XX.

(SAVATER)

El problema que se aborda en este capítulo tiene dos facetas distintas. Una, si es bueno educar a los niños en una religión. Otra, si debe el Estado contribuir a ello, caso que la primera sea respondida afirmativamente.

Cuando se educa, inevitablemente se han de tomar decisiones que el educando no puede tomar por sí mismo. Se le obliga a comer, porque en caso contrario nunca llegaría a la edad en que puede tomar decisiones propias. Se le obliga a estudiar y a aprender por idéntica razón. Estudia distintas asignaturas que no ha escogido él, pero que le proporcionarán elementos de juicio cuando haya de decidir a lo que quiere dedicarse, y así su decisión será más libre. El estudio de la historia y la filosofía le pondrán en contacto con distintas corrientes de pensamiento, y de este modo, cuando sea mayor de edad, podrá decantarse políticamente apoyándose en razones en lugar de hacerlo en prejuicios. Su trato con compañeros de ambos sexos durante su etapa educativa le enseñará acerca de la condición humana, y si algún día decide convivir en pareja, podrá escoger ésta más cuerdamente. Nótese que toda la educación consiste en tomar ciertas decisiones por el niño para que de adulto pueda decidir mejor. Esto quiere decir que las decisiones que se adopten en su nombre han de ser las mínimas indispensables, y las que corresponden a posturas personales no se deben tomar por anticipado en lugar de él. No se puede decidir su profesión antes que él esté en condiciones de escogerla, ni se le puede afiliar a las juventudes de un partido político, ni se puede concertar un matrimonio entre los padres a espaldas de los hijos. Todo esto es de sentido común. ¿Por qué entonces admitimos que los padres pueden adscribir a los niños a una cierta religión? ¿No es mejor esperar a que el niño tenga edad para hacerse por sí mismo unas cuantas preguntas antes de contestárselas? ¿No sería mejor que conociera las religiones más importantes antes de decidirse por una de ellas, caso que se decida?

Y no se diga que al no educar a un niño en ninguna religión se le está educando en el agnosticismo o el ateísmo, con lo cual ya se le está educando en una postura religiosa. Esto equivaldría a decir que si no afiliamos a un niño en un partido político desde su nacimiento lo estamos educando en la indiferencia política. Tampoco se debe esgrimir el derecho de los padres a educar a sus hijos en su religión porque este derecho es, precisamente, lo que estamos cuestionando. Los padres tienen derecho a ser tratados por los hijos con los miramientos debidos, pero cuando se habla de lo que se ha de enseñar a los hijos no están en juego los derechos de los padres, si no el bien de los hijos. En nombre de este pretendido derecho, ¿tiene un testigo de Jehová el derecho de inculcar a sus hijos la idea de que las transfusiones de sangre son pecaminosas, idea que en el futuro, si no es capaz de sacudírsela, puede costarle la vida o impedirle salvar la de otro? ¿Tiene derecho un padre musulmán a obligar a su hija a llevar el velo islámico cuando, a lo mejor, sería mucho más feliz vistiendo como sus compañeras occidentales? ¿Tiene derecho un padre católico a educar a sus hijos en la idea de que han nacido culpables de un pecado que no han cometido, o de iniciarlos en la práctica de la confesión, que tanto daño puede hacer en las conciencias neuróticas, o de hacerles creer en la existencia de un infierno eterno, que puede amargarle la infancia? ¿Tiene derecho un padre ateo a prohibir a su hijo que vaya a misa, si eso desea? Si un niño no adoctrinado en ninguna religión pregunta si existe Dios, se le puede contestar sencillamente que, de momento, no se haga un problema de esto, y que ya se lo replanteará de mayor. También se le puede decir, para no trivializar la cuestión, que hay personas inteligentes que creen, personas inteligentes que no creen y personas inteligentes que a ratos creen y a ratos no. Y que tanto si Dios existe como si no, vale más ser buen estudiante, buen hijo y buen compañero que no serlo.

Por otra parte, inculcar unas ideas tan poco fundamentadas, sobre las cuales los hombres nunca estarán de acuerdo, antes de que el niño tenga el bagaje intelectual para examinarlas por sí mismo, es jugar con ventaja. Dicho de un modo más crudo, es manipulación. Cuando vemos a muchachos demasiado jóvenes en una manifestación, se dice en seguida que están manipulados, que es imposible que vayan por convicción propia. En cambio, cuando van a misa, no se habla de manipulación. ¿Por qué no se puede ir a una manifestación política sin convicción propia y a una manifestación religiosa sí?

Esto puede parecer contradictorio con lo defendido más arriba de que un chico tiene que aprender cosas porque se lo mandan, aunque no pueda ver su sentido inmediato, pero en realidad no lo es. Cuando al niño se le obliga a aprender la tabla de multiplicar o las declinaciones latinas se le están enseñando unos contenidos que son los prolegómenos de una ciencia cuyo interés no puede entender todavía, pero cuya veracidad es comprobable. Se puede discutir sobre la oportunidad de enseñar o no matemáticas o latín, pero no dudar de que la tabla de multiplicar es verdadera, así como lo son las declinaciones latinas. Quien olvida algunas cosas que le enseñaron en la escuela puede deplorarlo, puede pensar que ha perdido el tiempo estudiándolas, puede pensar muchas cosas, pero no tiene razón para sentirse engañado. En cambio, quien deja la fe en la que le educaron, sí puede sentir que le han contado mentiras, sí que tiene derecho a sentirse engañado. Ésta es la razón por la cual no es manipulación impartir una ciencia a unos niños y sí lo es impartir una religión.

De todos modos, es un tema sobre el que el Estado no puede legislar, y los padres que privadamente quieran educar religiosamente a sus hijos deben ser respetados. Pero lo que no debe hacer es contribuir a ello en la escuela pública. Por tres razones que serán expuestas a continuación.

La primera, que las religiones imparten normas que en muchos casos contradicen derechos fundamentales a favor de los cuales está trabajando el Estado. Y es absurdo financiar una campaña a favor de una cosa y al mismo tiempo pagar a unos funcionarios para que hablen en contra de esa misma cosa. Es absurdo hacer campañas a favor de la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y pagar a unos profesores de religión musulmana para que expliquen a unos muchachos que la mujer es inferior. Es absurdo hacer campaña a favor de las donaciones de sangre, y pagar a unos profesores para que expliquen a los hijos de los testigos de Jehová que las donaciones de sangre son inmorales. Es absurdo hacer campaña explicando a los jóvenes la importancia de usar preservativos y de evitar embarazos no deseados, y pagar a unos profesores de religión católica para que expliquen que todo método de contracepción es inmoral. Es muy loable que el Estado, por medio de la Seguridad Social, proporcione asistencia psiquiátrica a quien lo necesite, por ejemplo, a un homosexual que encuentre dificultades para asumir alegremente su condición. El Estado paga al psiquiatra, pero también es muy posible que las dificultades del homosexual procedan de lo que escuchó sobre la homosexualidad a su profesor de religión, también pagado por el Estado. Está muy bien que el Estado pague al psiquiatra que cure los traumas, pero sería más rentable que empezara por dejar de pagar al sacerdote que los provoca.

Si unos padres se empeñan en que sus hijos crean que las transfusiones ofenden a Dios, los preservativos o la homosexualidad también le ofenden, o que una mujer sin velo es una indecencia, allá ellos, es una pena por sus hijos. Pero que el estado invierta dinero en financiar la propagación de estos delirios, ya es demasiado. No, si queremos un país plural y tolerante la religión ha de formar parte de la esfera estrictamente privada. Esto está tan bien expuesto por Vargas Llosa en la cita con la que comienza este capítulo, que podemos pasar ya a la siguiente razón.

Es el tema de los profesores de religión. ¿Cómo y quién los va a seleccionar? ¿Las propias confesiones religiosas? Y en este caso ¿cómo se va a pagar con el dinero público unos profesores seleccionados por una asociación privada? En este terreno ya se han producido algunos problemas de tipo laboral. Por otra parte, dentro de todas las iglesias hay corrientes de pensamiento y tendencias, de modo que el Estado, al pagar a unos profesores que no ha nombrado el Ministerio de Educación, se está decantando por la corriente más afín con el poder dentro de cada iglesia. De este modo se involucra y toma partido en unas polémicas en las que no debe tener ninguna vela. Que no se diga que en la Iglesia Católica no hay discusión doctrinal porque la última palabra la tiene el Papa, que tan Papa es el actual, cuando habla de tolerancia, como los que permitieron la inquisición. Es evidente que por lo menos alguno anduvo un poco errado. Del mismo modo, otros predicarán cosas que éste ha criticado, y como los papas tienen tanta capacidad para pedir perdón por los pecados del pasado como poca para reconocer los propios, es más que posible que esta situación se prolongue varios siglos más. De modo que si se quiere respetar el pretendido derecho de los padres y al mismo tiempo mantener la neutralidad del Estado, habrá que poner distintos profesores de una misma religión para que cada padre pueda escoger la tendencia con la que está más de acuerdo. Tanto derecho tiene a educar a los hijos en sus creencias el católico simpatizante con la teología de la liberación como el que lo es de posiciones más conservadoras Con los musulmanes la cosa se complica todavía más, porque la Iglesia Católica, tarde, a destiempo y con mala cara, va asumiendo la Ilustración, aunque todavía le falte un buen trecho, pero al Islam le falta un trecho todavía más largo. Y si se acepta que un musulmán chiíta tiene derecho a que su hijo sea instruido en la religión que él profesa, también lo tiene un musulmán sunní. Y como cada uno de ellos está convencido de poseer la interpretación correcta del Corán, y sobre ello el Estado no puede dictaminar, tendrá que poner tantos profesores de religión musulmana como variantes del Islam estén presentes entre los alumnos del instituto. Esperemos, por lo menos, que sean personas discretas y no armen bronca en los claustros por motivos religiosos.

Es más, si se considera que recibir instrucción religiosa en la escuela pública es un derecho, este derecho pertenece a la persona que profesa una religión, no a la religión misma, que como tal, no es sujeto de derechos. Entonces, si es un derecho individual, de él no se puede excluir a nadie que lo quiera ejercer, y sería injusto que solo lo pudieran disfrutar los que pertenecen a las religiones mayoritarias. De este modo, por minoritaria que sea la religión de los padres, y por rara y estrafalaria que pueda parecer, el Estado ha de pagar a un señor, igualmente raro y estrafalario, para que adoctrine al hijo.

Es cierto que ni el arte ni la literatura occidental se pueden comprender sin conocer los fundamentos del Judaísmo, del Cristianismo y del Islam. No es insólito que en una clase de historia del arte, cuando se explica, por ejemplo, la Piedad de Miguel Ángel, alguien pregunte si la Virgen era la hermana o la novia de Cristo. Y en consecuencia la profesora, a lo mejor militante radical de izquierdas, tiene que dedicar una clase a hablar sobre la Virgen María y su importancia en el pensamiento cristiano. Pero la necesidad de que los alumnos sepan algo de historia de las religiones y de la fenomenología del hecho religioso se cubre con una asignatura de carácter estrictamente profano, impartida por laicos y cuyos contenidos no tienen porque ser negociados con la Conferencia Episcopal. La pertinencia o no de esta asignatura no tiene absolutamente nada que ver con la predicación de una religión en el seno de la enseñanza pública. Y lo que es más importante, no puede ser materia alternativa para los que no quieran recibir la asignatura de religión, como tampoco puede serlo la ética. Y esto nos lleva a la tercera razón. O la alternativa a la religión es una asignatura de interés general, en cuyo caso no hay razón para privar de ella a los que sí reciben instrucción religiosa, o no es más que un comodín sin mayor interés, en cuyo caso no hay razón para hacer perder el tiempo con ella a los que no la reciben. Si alguien responde que lo mismo sucede con cualquier elección entre dos asignaturas, se le puede argumentar que vale, pero que si se ha de considerar la religión como una asignatura cualquiera, que sea una optativa más entre las otras. A ver cuantos padres optan por que el hijo deje de estudiar matemáticas o una lengua moderna para que estudie religión. No, la religión no es una materia como cualquier otra, y la alternativa a impartir una creencia no puede ser la de impartir una ciencia (como lo es la historia de las religiones) ni la de reflexionar sobre aquellos valores que todos debemos compartir para que nuestra convivencia sea más humana (como se hace en la clase de ética). Si la religión se imparte en la enseñanza pública, ha de hacerse a mayores, cuando las demás clases ya se han terminado, y si admitimos (que ya es admitir) que un padre religioso tiene el derecho de exigir clase de religión para su hijo, es evidente que no tiene ningún derecho a decidir lo que han de hacer los hijos de los demás mientras el suyo está siendo adoctrinado. Esto es algo que tendría que discutir el Estado con los padres agnósticos, no con los obispos, y si los padres agnósticos prefieren que el hijo se vaya a su casa a estudiar, nadie tiene razón para protestar. Y si el resultado de esta política es que nadie se quiere quedar una hora más, pues se siente mucho, pero ¿con qué derecho se puede mantener retenidos a unos muchachos con una actividad que no les interesa para que los que reciben religión no les entren ganas de marcharse también? Si los padres creyentes no han sabido inculcar el suficiente fervor a sus hijos para que permanezcan en clase de religión, es su problema, no el problema de los hijos de los no creyentes.

Sí sería en cambio muy conveniente que hubiera facultades de teología, tan subvencionadas por el Estado como las demás, donde estudiaran los aspirantes a pastores de las distintas confesiones religiosas. En ellas tendrían que convivir, en armonía y tolerancia, futuros sacerdotes católicos, futuros pastores protestantes, futuros rabinos, y también ateos interesados en el fenómeno religioso. Todos recibirían clases de profesores de diversas creencias y cada uno de ellos conocería la religiones de los otros.

Esto no contradice en absoluto el carácter laico del Estado. ¿Por qué la formación de los clérigos de todas las religiones ha de correr a cargo de un Estado que no profesa ninguna? Es muy fácil de entender. Si en mi barrio hay una sinagoga, prefiero que el rabino sea un hombre culto y tolerante, y no ignorante y fanático. Todos salimos ganando en el primer caso y perdiendo en el segundo, aunque no pisemos la sinagoga ni tengamos la menor intención de convertirnos al judaísmo. ¿Por qué es esto así? Porque el fanatismo es una enfermedad terriblemente contagiosa, frente a la cual nadie está inmunizado, y vivir rodeado de fanáticos es incómodo también para quien no la ha contraído. Y las únicas medicinas conocidas contra ella, y solo parcialmente eficaces, son el estudio y el trato con personas de diversas costumbres y maneras de pensar. Si una comunidad de cualquier confesión religiosa desea mantener un pastor que la auxilie espiritualmente, vale más, por el bien de todos (incluso para los que no pertenecen a ella) que sea un hombre culto, leído y acostumbrado a convivir con gentes de otras confesiones.

Y si después de cumplir con sus deberes pastorales, el cura católico se toma unas cañas con el rabino de la sinagoga que está a unas manzanas de su parroquia, porque descubren que han sido condiscípulos, el dinero invertido por el Estado en la Facultad de Teología habrá sido sobradamente amortizado.

LA ENSEÑANZA PARTICIPATIVA

 

Artículo 2

1. El sistema educativo tendrá como principio básico la educación permanente. A tal efecto, preparará a los alumnos para aprender por sí mismos y facilitará a las personas adultas su incorporación a las distintas enseñanzas.

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3. La actividad educativa se desarrollará atendiendo a los siguientes principios:

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h) la metodología activa que asegure la participación del alumnado en los procesos de enseñanza y aprendizaje.

(L.O.G.S.E.)

¿Qué significa eso de que los alumnos deben aprender por sí mismos y participar en los procesos de aprendizaje? ¿Que tienen que poner de su parte, atendiendo en clase y haciendo sus tareas escolares? Esto no es ninguna innovación educativa, es cosa de sentido común. ¿Que tienen que descubrir las cosas por ellos mismos? Esto es un disparate. Un profesor que no desmenuza bien los temas en clase porque el alumno ha de aprender por sí mismo establece una injusta diferencia entre el que puede pagarse una clase particular y el que no.

Otra variante de este delirio es sostener que los muchachos no van a la escuela a aprender, sino a aprender a aprender, como si aprendiendo cosas no se estuviera simultáneamente aprendiendo a aprender cosas.

El error fundamental de esta postura es ignorar que para descubrir cosas nuevas es indispensable saber ya muchas otras cosas. Einstein elaboró sus teorías reflexionando sobre las limitaciones de la física de Newton, la cual había aprendido durante su formación universitaria. Mucha atención: la había aprendido porque se la habían enseñado, no porque la hubiera descubierto por sí mismo. Idéntica reflexión puede hacerse sobre Galileo o Newton en relación con la física de Aristóteles. Todos los grandes científicos hicieron sus aportaciones después de estudiar a fondo la ciencia que se había hecho antes. Muchos de ellos, sobre todo los que no fueron precoces o los que no procedían de familias con recursos, se habrían malogrado si se hubieran educado con el sistema de la L.O.G.S.E.

La ciencia, comparada con la danza, la música, la religión y otras manifestaciones humanas, es una recién llegada al mundo, precisamente porque no es tan fácil aprenderla por uno mismo. Si lo fuera, el pitecántropo ya habría descubierto la ley de la gravitación universal y la geometría analítica. Cuando el occidente medieval perdió gran parte de la ciencia griega, sin ella se quedó hasta que la volvió a encontrar gracias a los árabes. La volvió a encontrar, igual que se encuentra una moneda perdida, no fue capaz de reinventarla ni redescubrirla.

La materialización de esta idea, la de que el estudiante ha de aprender a investigar, suele consistir en mandarle hacer trabajos. Estos trabajos son, a veces, alternativa a los exámenes, a los que con frecuencia se les descalifica con el adjetivo de tradicionales, como si la frontera entre lo malo y lo bueno fuera la misma que entre lo antiguo y lo moderno. Sucedía a menudo que con los trabajos del niño pringaba toda la familia, y el resultado no era más que un refrito de algunas enciclopedias. Esto era antes, ahora no hay más que bajar cosas de Internet, recortar y pegar. La presentación del trabajo es más brillante, pero su impacto en la sabiduría del estudiante sigue siendo igual de magro.

Si se quiere que en el futuro puedan los alumnos, cuando ya no están bajo la tutela del profesor, estudiar por sí mismos, hay ejercicios más útiles, si bien menos espectaculares. Cualquier profesor de cualquier asignatura puede hacer el siguiente experimento. Que los alumnos lean un capítulo del libro de texto y hagan un resumen, como mucho de un folio, en el que se destaquen las ideas más importantes de ese capítulo, y razonen por qué consideran estas ideas las más importantes. Tanto si esto se hace en el primer curso de la enseñanza secundaria como en el último del bachillerato, los resultados serán desastrosos. Y quien dude del pronóstico, que haga la experiencia. ¿A que viene este empeño pedante de que los muchachos hagan trabajos y manejen bibliografía, cuando no saben ni resumir un capítulo de un libro? Es mucho mejor proponerse metas modestas, que se pueden llevar a feliz término aunque parezcan un poco prosaicas, que unas metas tan hermosas que son irrealizables. La idea de que los chicos tienen que aprender a investigar es muy sugerente, pero solo se consigue que jueguen un poco a ser investigadores, y además investigadores frívolos. Porque un buen investigador ha de dedicar primero muchas y muchas horas de estudio para tener una formación amplia en la ciencia en la cual desea investigar. Después, acabada la carrera, ha de ponerse bajo la tutela de alguien que sepa más que él, quien le señalará un tema. Y tendrá que volver a dedicar muchas y muchas horas a estudiar para especializarse en ese tema y conocer lo que otros han dicho antes. Y recibirá muchas y amargas lecciones de humildad, al ver que gran parte de las ideas que se le van ocurriendo ya están dichas hace mucho tiempo, porque el mundo comenzó bastante antes de nacer él. Sólo después de este esfuerzo, cuando llegue a la frontera de lo desconocido, estará en condiciones de aportar algo nuevo. Aportación que, probablemente, será modesta y periférica, porque no es frecuente que un investigador se estrene con un descubrimiento espectacular. Esto es la investigación, y sostener lo contrario es disparatar y engañar a los alumnos.

Un profesor de enseñanza secundaria, de historia por ejemplo, no ha de tener como meta principal que el futuro historiador investigue sobre historia, que de eso ya tendrá tiempo. Más bien ha de intentar que el futuro jardinero o el futuro empleado de banca se vayan del instituto con afición por leer libros de historia. Y para esto, para que los muchachos puedan seguir estudiando cosas por su cuenta y puedan entender lo que leen (lo cual está muy bien, pero no es investigar) el ejercicio apuntado antes, los dictados, las redacciones y otras actividades igualmente arcaicas y obsoletas, serán de mucha más utilidad.

LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO

  La pedantería exalta el conocimiento propio por encima de la necesidad docente de comunicarlo, prefiere los ademanes intimidatorios de la sabiduría a la humildad paciente de quien la transmite, se centra puntillosamente en las formalidades académicas -que en el mejor de los casos son rutinas para quien ya sabe- mientras menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito. Es pedantería confundir, deslumbrar o inspirar reverente obsecuencia con la tarea de ilustrar, de informar o incluso de animar al aprendizaje.

(SAVATER)

En el artículo 56 de la L.O.G.S.E. se afirma que la formación permanente es un derecho y un deber del profesorado, que periódicamente deberá realizar actividades de actualización científica, didáctica y profesional en los centros docentes, en instituciones formativas específicas y en las universidades.

Todo esto suena muy bien, pero la actualización científica no tiene nada que ver con actividades realizadas de vez en cuando. Quien quiera seguir aprendiendo deberá seguir estudiando, y esto ha de ser una actividad constante, no esporádica. Y quien no quiera, pues que no siga estudiando, otras aficiones tendrá, pero que no se crea que por hacer unos cursillos está científicamente actualizado. Vamos a intentar dos cosas. La primera, dar las razones por las cuales es bueno que un profesor de instituto siga siendo un estudioso de su materia, y la segunda, aportar algunas ideas sobre lo que podría hacer la administración para fomentarlo.

Lo más importante en la enseñanza es enseñar cosas: ya quedó clara la importancia de los contenidos. Pero si algo más se puede transmitir, es la ilusión por aprender, y esto no se transmite mediante el adoctrinamiento, sino mediante el contagio. Y no se puede contagiar aquello de lo que se carece. Cualquiera que busque bien en su memoria, podrá constatar que los profesores que dejaron mejor recuerdo son aquellos entusiasmados por lo que enseñaban, los que estaban apasionados por su materia, a la cual dedicaban la mayor parte de su tiempo. Aunque el nivel de lo que enseñaran estuviera un poco por debajo del nivel en que investigaban, se notaba que transmitían algo vivo, algo que significaba mucho para ellos. Los alumnos notaban que el profesor daba lo mejor de sí mismo.

Se oye decir, con más frecuencia de la deseable, que al terminar la carrera ya sabe el futuro profesor la materia que ha de impartir, y que la obligación que le queda en adelante es la de formarse pedagógicamente. Esto es un error. En primer lugar, porque quien al terminar la carrera se crea que ya sabe, es un fatuo, y todas las horas que dedicó al estudio, si no le enseñaron ni tan siquiera un poco de modestia intelectual, han sido horas perdidas. El profesor que no estudia porque le interesan otras cosas o simplemente porque no le apetece, es mucho más respetable que el que no estudia porque opina que ya sabe lo suficiente. En segundo lugar, porque las mejores ideas de cómo enseñar suelen presentarse cuando se está estudiando, cuando se enfrenta el profesor con problemas parecidos a los que tendrá que plantear a sus alumnos, aunque vayan unos pasos más adelante. El profesor que sigue aprendiendo tiene más capacidad para ponerse en el lugar de los estudiantes, porque sigue siendo un estudiante. En cambio, el que ha dejado de serlo se olvida con suma rapidez del esfuerzo que supone aprender algunas cosas, porque es un esfuerzo que hace mucho tiempo que él mismo no hace.

En la cita de Savater que aparece unas líneas más arriba hay una lúcida descripción de la pedantería. Procede de su hermoso libro El valor de educar. Pero en este mismo libro, un poco más adelante, dice (haciendo suyo un dictamen de François de Closets) que un origen común del pedantismo es que gran parte de los profesores fueron alumnos demasiado buenos de la asignatura que ahora tienen que enseñar. En este diagnóstico no puedo estar más en desacuerdo con Savater. La pedantería es una enfermedad que ataca con más frecuencia a los ignorantes que a los que no lo son. El ignorante, por serlo, ignora su propia ignorancia y tiene una enorme capacidad para escandalizarse con la ignorancia de los demás. El estudioso está acostumbrado a enfrentarse con su ignorancia, que no en otra cosa consiste el ejercicio de estudiar, y sabe relativizar la del prójimo. El estudioso no "menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito" porque esos tanteos de neófito los hace él mismo a diario. Quien se sabe un aprendiz tiene más posibilidades de convertirse en un buen maestro que quien se cree un sabio.

¿Qué se podría hacer desde la administración para conservar en los profesores de enseñanza secundaria la ilusión por seguir estudiando? Lo primero, dejar el camino más expedito hacia la universidad. Mientras ésta sea tan endogámica, y no se tomen medidas severas para que deje de serlo, hablar de carrera docente es un sinsentido. En otros países existe una preocupación real por recuperar para la universidad a la gente estudiosa. En cambio en España, un profesor de instituto, aunque sea doctor y haya escrito buenos artículos, tiene más posibilidades de entrar en una buena universidad americana que en una española. Sería triste que ese papel de recuperación lo terminaran haciendo las universidades privadas. Es cierto que hay muchos que están a gusto en la enseñanza secundaria, y estudian y publican sin ulteriores miras profesionales, pero la puerta hacia la universidad debe estar siempre abierta.

En segundo lugar, se han de valorar más las publicaciones. Para cobrar un sexenio de formación vale más haber hecho un cursillo de cien horas (no importa que la mayoría de ellas las pase uno durmiendo) que haber escrito un libro. Esto es sencillamente vejatorio. Unas publicaciones, valoradas por una comisión de especialistas, han de tener muchísimo más peso que una montaña de horas de cursillos. No deja de ser contradictorio que la L.O.G.S.E. diga que hay que preparar a los alumnos para que aprendan por sí mismos y luego no valore a los profesores que aprenden por sí mismos.

En tercer lugar, se deberían tener más en cuenta los proyectos de carácter científico. En algunas comunidades muy entusiastas con la reforma es más fácil conseguir un año sabático para el estudio de la integración de niños hiperactivos (antaño revoltosos) que para hacer una tesis doctoral. Es cierto que los años sabáticos no pueden prodigarse en exceso, pero se podrían dar algún otro tipo de facilidades. Por ejemplo, rebajar la carga docente durante cinco años a quien se comprometa a hacer un doctorado u otra licenciatura.

De la actualización pedagógica no voy a hablar mucho. Enseñar se parece más a un arte que a una ciencia, y si bien un compañero más veterano puede indicarte algunos de los errores más habituales en un profesor, el resto depende de la afición del profesor por el saber que se pretende transmitir, de la capacidad de ser claro y ordenado en la exposición, de la de hacerse respetar por los alumnos y comunicar con ellos. Para quien carece de estas habilidades los cursos de formación pedagógica son inútiles, para quien las tiene son superfluos.

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