"Panfleto antipedagógico" (2/3)

LA FALACIA DE LA IGUALDAD

  Artículo 6

Puesto que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, cada cual puede aspirar a todas las dignidades, puestos y cargos públicos, según su capacidad, y sin más distinción que la de sus virtudes y su talento.

(DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO, PROCLAMADA POR LA ASAMBLEA NACIONAL FRANCESA EN EL AÑO 1789)

Casi siempre que se habla de la necesidad de subir el nivel de exigencia en los estudios, sale alguien argumentando que esto atentaría contra la igualdad de oportunidades. Y esto porque siempre tendrían más facilidades los muchachos que provienen de familias donde existe ambiente intelectual. Esto encubre dos falacias, en primer lugar porque no es cierto, y en segundo porque, aunque lo fuera, pedir menos a los estudiantes no nivela las diferencias, antes bien las aumenta.

Empecemos por la segunda. Imaginemos un módulo profesional donde se enseña carpintería. Se supone que mientras dure, hay que hacer trabajar a fondo a los estudiantes para que salgan convertidos en unos buenos artesanos. Esto lo admite cualquiera. Ah, pues no, diría nuestro interlocutor, porque entonces sería ventajoso para el que es hijo de carpintero, que ya conoce algo del oficio y parte con ventaja sobre el resto de sus compañeros. Pues si alguien aprovechó las posibilidades familiares para aprender un oficio, mejor para él, pero si en aras de la igualdad se baja el nivel de trabajo y exigencia, solo se ha conseguido que todos pierdan el tiempo y que el título obtenido al final no sea más que papel mojado. Para que uno no pueda aprovechar ciertas ventajas se perjudica a todos sin beneficiar a nadie. Y lo que es más grave, se acentúan las desigualdades que se pretenden paliar. Porque el hijo del carpintero puede aprender en casa lo que no le enseñaron en el curso, pero los demás han perdido definitivamente la posibilidad de convertirse en un buen profesional de la carpintería. La pequeña diferencia inicial se ha convertido en un abismo insalvable. Pretender igualar, bajando el nivel, a los que proceden de padres con estudios con los que proceden de padres que no los tienen, perjudica más a los segundos que a los primeros. Si los que no tienen ambiente intelectual en su casa tampoco lo encuentran en el instituto, están perdidos para siempre, y por muy listo y trabajador que sea un hijo de padres sin instrucción, y muy tonto y vago que sea un hijo de familia con más posibilidades, siempre quedará el primero por debajo del segundo. Lo que no aprende el pobre en el instituto no lo podrá aprender en ningún sitio, y sólo en un sistema de enseñanza donde se valora el trabajo y la inteligencia pueden competir ambos en igualdad de condiciones.

El argumento, si fuera correcto, habría de extenderse a la universidad. En primer lugar, porque sería injusto enseñar en la universidad suponiendo en los estudiantes la base que proporciona un bachillerato sólido, cuando el propio sistema les ha negado la posibilidad de tenerla. En segundo, porque dar mucho nivel en una facultad de derecho es dar ventajas al que procede de familia de juristas, y darlo en la de medicina, a los que proceden de una de médicos. Los estudiantes de ingeniería cuyo padre sea ingeniero tienen una ayuda de la que carecen la mayoría de sus compañeros, luego hay que enseñar y exigir poco, para que no se note la diferencia. Todo el sistema de enseñanza se convertiría así, se está convirtiendo, en un complicadísimo mecanismo cuya principal función no es enseñar, sino impedir que nadie destaque, no vaya a ser que se caiga en el elitismo. Pero sucede que la sociedad necesita de buenos juristas, buenos médicos y buenos ingenieros, y éstos sólo pueden ser suministrados por buenas universidades. Y una universidad, por buena que sea, poco puede hacer con un estudiante que llega creyéndose con derecho a ser motivado (esto es, intelectualmente infantil), con poca costumbre de estudiar y redactando mal. No hay otra alternativa: o se tiene un bachillerato exigente, donde se inculca a los estudiantes el hábito del trabajo y del esfuerzo, o los juristas, médicos e ingenieros procederán de la enseñanza privada. Y de este modo, por no caer en el elitismo de la inteligencia y la fuerza de voluntad, se cae en el económico.

Pero vamos ahora con la primera falacia: es rigurosamente falso que los hijos de padres menos cultivados sean peores estudiantes que los demás. Mi primer destino, a finales de la década de los setenta, fue un pequeño pueblo costero, y puedo asegurar que la mayoría de mis mejores alumnos procedían de familias de marineros. Y las condiciones en que tenían que estudiar eran bastante peores que las que existen hoy. Los medios que había en las aulas eran más precarios, y algunos de ellos tenían que venir desde veinte o más kilómetros de distancia, porque había menos institutos que en la actualidad. Muchos de ellos son ahora abogados, médicos y profesores. Si hoy día los estudiantes saben menos no es porque estudie todo el mundo, como aseguran los más acérrimos partidarios de la reforma. Antes no estudiaba todo el mundo, cierto, pero era por la escasez de centros, no porque los niveles que en ellos se exigía los hicieran inasequibles a un muchacho corriente y moliente. Los que podían estudiar porque tenían a su alcance un instituto no eran todos, y eso no era bueno. Pero los que sí podían formaban un muestrario estadístico lo suficientemente representativo como para demostrar que no hace falta ser un genio ni vivir rodeado de libros para hacer un buen bachillerato. La idea de que la cantidad ha de estar reñida con la calidad es uno de los errores más crasos de nuestro sistema escolar. Se dice que el presupuesto para la enseñanza es escaso, y puede que lo sea, pero la cantidad que se gasta hoy por alumno nunca fue tan alta en España, como nunca ha sido el curso tan largo, y nunca han terminado el bachillerato siendo tan ignorantes. La reforma ha sido un disparate, y financiar un disparate no lo hace menos disparatado.

Todos hemos conocido alguna de las familias numerosas de antaño en la que había buenos y malos estudiantes, lo cual demuestra que, si la familia influye, lo hace solo en parte. Y aunque no lo parezca, hay circunstancias que importan más en la vida escolar del hijo que la cultura que tengan los progenitores. Un muchacho debe estudiar a ciertas horas, y para que lo haga no necesita que los padres sean muy leídos, basta con que tengan la suficiente sensatez como para exigírselo y la suficiente generosidad para mantener la televisión apagada y la casa en silencio. Y se me concederá que la sensatez y la generosidad no son atributos exclusivos de la burguesía ilustrada. Por otra parte, no es lo mismo el ambiente intelectual que el ambiente de estudio, y más ambiente de estudio tiene quien es hijo de una persona iletrada pero serena que quien lo es de un sabio neurótico. Un muchacho de familia labradora puede no tener mucha ayuda en casa, pero ha vivido más al aire libre que uno de la ciudad, y esto también es bueno para el trabajo mental. Otro no ha disfrutado de las ventajas de la vida campestre, pero en cambio hizo buenos amigos en su curso, lo que le anima a estudiar para no repetir y así no perderlos de vista. El de más allá es retraído y le cuesta relacionarse con los compañeros, pero es listo como una ardilla. Aquél no es tan listo, pero lo compensa con una enorme fuerza de voluntad. El que tiene hermanos está acostumbrado a convivir, pero en su casa hay menos silencio. Al que es hijo único le cuesta más aprender a compartir, pero indudablemente puede estudiar con más tranquilidad. Nadie nace en nuestro primer mundo con todos los vientos en contra. En lugar de lamentarse de lo difícil que lo tiene hoy la juventud (como si en alguna época lo hubiera tenido fácil), hay que saber aprovechar los que soplan a favor.

La idea de que reducir los niveles de exigencia beneficia a las familias más modestas no solo no resiste el más mínimo análisis, tampoco el menor cotejo con la realidad. Se aludió antes a los buenos alumnos hijos de pescadores. Si la discreción no lo vedara, podría citar docenas de malos alumnos hijos de médicos, profesores o arquitectos. Pero no hay razón para no hablar de los ejemplos contrarios, que por otra parte son del dominio público. El padre de Copérnico era panadero, y el de Kepler regentaba una taberna. Ambos, cuando eran niños, tenían que ayudarles en sus tareas. Newton era hijo de un agricultor y Kant de un guarnicionero. H. G. Wells nació en el seno de una familia muy modesta, lo mismo que Charles Dickens, cuyo padre llegó a estar preso por deudas. Antón Chejov era hijo de un modesto comerciante con seis hijos y trabajó para pagarse los estudios y ayudar a su familia. William Saroyan contribuyó al sustento de la suya repartiendo telegramas. Jack London era hijo ilegítimo de un astrólogo ambulante, y no tuvo lo que se dice una infancia cómoda ni feliz. Thomas Edison tuvo poca escuela, y aprendió lo que buenamente le pudieron enseñar en su casa, que no era mucho. Podríamos llenar páginas y páginas con más ejemplos.

Que un muchacho de la España actual, que tiene un instituto a no más de unas cuantas paradas de autobús, instituto mucho mejor dotado de libros y profesores que las escuelas a las que acudieron los ejemplos antes citados, hable de falta de ambiente o de ausencia de estímulos, es un sarcasmo de mal gusto. Jamás hemos estado tan cerca de la igualdad de oportunidades, la única (además de la igualdad ante la ley) por la que tiene sentido luchar políticamente. Que unos las quieran aprovechar y otros no ya es otra cosa. Pero es un fraude no dar lo mejor a los que sí quieren para no generar desigualdades con los que no quieren. Como sería un fraude que no se hiciera medicina preventiva, ni campañas explicando los daños que produce el tabaco y el abuso del alcohol, alegando que quienes carecen de fuerza de voluntad para seguir las recomendaciones de los médicos estarían en condiciones de inferioridad en relación con quienes sí la tienen.

Esto nos lleva a algo muy manido pero también muy olvidado, y que si no se tiene presente, sólo puede conducir a desastres, en el orden educativo y en otros muchos. Es lo siguiente: la libertad y la igualdad son cada una de ellas frontera de la otra. Casi cualquier avance de una de ellas lo hace a costa de un retroceso de la otra. La libertad sexual es algo espléndido, pero produce una terrible diferencia entre quien es atractivo y tiene encanto personal, que se lo pasa muy bien, y quien es feo y aburrido, que no se come una rosca. Una sociedad sexualmente represiva es menos libre, pero indudablemente más igualitaria: cada cual se acuesta con su pareja legal y punto. Durante el franquismo era fácil tener fama de listo, porque no se podía decir lo que se pensaba. Con la libertad de expresión ha salido a la luz la triste desigualdad que hay entre los más inteligentes y los que no lo son tanto. Los intelectuales sólo podían decir las cosas a medias, por culpa de la censura. La supresión de ésta los hizo más libres, cada uno podía decir lo que le pareciera, pero los clasificó en dos grupos muy desiguales: los que de verdad tenían cosas que decir y los que en realidad sólo pensaban a medias. No olvidemos que las dictaduras son grandes igualadoras. La multiplicación de oportunidades nos da más posibilidades para escoger, en consecuencia nos hace más libres, pero también más desiguales, porque unos aprovechan las posibilidades y otros no. Si hay buenos conservatorios todos somos más libres, porque podemos decidir entre aprender a tocar un instrumento o no aprender, pero también crea una frustrante diferencia entre los que tienen buen oído y el tesón necesario para dedicar varias horas a practicar y los que carecen de alguna de ambas cosas. Sería absurdo enseñar poco en los conservatorios para que los segundos no se sientan inferiores a los primeros. No es un argumento decir que el que proviene de familia de músicos está en ventaja porque le educaron el oído de niño. En primer lugar, porque no siempre es así (un buen músico no es necesariamente un buen padre y un buen educador), y en segundo, porque aunque lo fuera, la misión del conservatorio no consiste en impedir que destaque el que tiene aptitudes para la música. No, su misión es exactamente la contraria, por muchas desigualdades que esto pueda generar.

Los colegios que tienen uniforme igualan a los alumnos, no cabe duda, no se puede saber quien gasta más o menos en ropa o quien tiene mejor o peor gusto en el vestir, pero los alumnos carecen de la libertad para ponerse lo que mejor les parezca, y normalmente terminan aborreciendo el uniforme. Los centros privados que esgrimen como blasón el alto porcentaje de aprobados en la selectividad tienen un régimen interior muy severo, que castiga con más horas de estudio a quienes no llevan buenas notas. Los muchachos son menos libres, pero están más igualados en los resultados académicos. En los centros públicos no se impone ningún correctivo al que las lleva malas, existe más libertad para estudiar o no estudiar, pero hay diferencias entre el buen alumno y el malo, porque el esfuerzo lo tiene que poner cada cual. En el colegio privado podemos decir que la fuerza de voluntad la pone la casa, y en consecuencia los alumnos son más iguales pero también menos libres.

¿Dónde está el punto hasta el que hay que luchar por la igualdad, a partir del cual es más importante la libertad? Si aceptamos lo que se ha dicho hasta ahora, la respuesta es clara: hay que luchar tenazmente contra todas las desigualdades que procedan de la desigualdad de oportunidades, pero hay que respetar las que proceden de la posibilidad que tenemos todos los ciudadanos para aceptar o rechazar las oportunidades que se nos brindan. Digamos que todos los alcohólicos que quieran desintoxicarse han de tener un lugar donde recibir ayuda. Pero a partir de allí, ya es más importante la libertad que la igualdad. Hay que aceptar que unos quieran superar su adicción para mejorar su salud y que otros prefieran deteriorar la suya bebiendo cada vez más, aunque unos y otros se vayan haciendo cada vez más desiguales. Sólo tiene sentido reivindicar las igualdades del primer tipo, y sólo en una dirección: hay que dar oportunidades a quien carece de ellas, no quitárselas al que las tiene, quien debe aprovecharlas sin mala conciencia.

Esto nos lleva a que la educación igualitaria tal como la entiende el sistema actual es la igualdad del segundo género, la que se impone a costa de una libertad legítima: la libertad de los que desearían y podrían estudiar un bachillerato de seis años, sólido y riguroso (en donde se diera por sentado que el oficio de los profesores es enseñar porque la motivación la ponen los alumnos), la libertad de los que quieren aprender de verdad, y no simplemente que les entretengan, la libertad de los que quieren desarrollar a fondo sus capacidades intelectuales. Y si no todos están dispuestos a someterse a esa disciplina, no hay razón para privar de ella a los que sí lo están, por la misma razón que no todos estamos dispuestos a hacer ejercicio físico y no por ello se han de suprimir los gimnasios. Pretender igualar a todos impidiendo que los más trabajadores e inteligentes den de sí todo lo que puedan es cometer con ellos una terrible injusticia, pero además también los tontos y los vagos salimos perdiendo. Mi capacidad de trabajo es muy modesta, mis luces más modestas todavía. Ambas limitaciones me impiden ser ingeniero, pero la terrible frustración que esto me produce no me puede llevar a deplorar el alto nivel de las escuelas técnicas, ni considerarlo una injusticia que se comete conmigo. Al contrario, lo celebro, porque gracias a ello puedo cruzar un puente o subirme en un avión con cierta tranquilidad. Tranquilidad que no tendría si, con el fin de no engendrar desigualdades, le dieran el título de ingeniero a gente como yo. Más envidia todavía tengo de los virtuosos de un instrumento. Mi falta de sentido del ritmo y mi oído romo me vedan serlo. Con todo, me parece bien que en los conservatorios sean severos y exigentes con los alumnos. Ello hace que salgan buenos músicos y que, por comparación, mi triste inferioridad quede más en evidencia, pero me da en cambio la posibilidad de escuchar buenos conciertos. Con este consuelo apaciguo la terrible envidia que me atormenta.

LA FALSEDAD DE LA ENSEÑANZA OBLIGATORIA

  -Ahora, señor gobernador-respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos en razón y vengamos al punto. Presuponga vuesa merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?

-No, por cierto-dijo el secretario-; y el hombre ha salido con su intención.

(CERVANTES)

Hablar de enseñanza obligatoria, si el significado de la palabra "obligatoria" se toma en serio, llevaría a pensar en una enseñanza en donde los alumnos son presionados a trabajar en contra de su voluntad. Pero no es así. En nuestra enseñanza obligatoria no es obligatorio estudiar, porque aunque no estudies durante el curso tampoco tendrás que hacerlo en el verano, no es obligatoria la asistencia (es cierto que mandan las faltas a casa, pero no es un delito no ir a clase), no es obligatorio respetar a los profesores, y tampoco lo es respetar el derecho de los compañeros que están interesados en aprender. Algo así como un servicio militar obligatorio donde la deserción no fuera delito, decir groserías a los mandos no estuviera castigado, y se permitiera dormir tranquilamente durante la instrucción a quien no se sintiera motivado. Para eso, vale más que el servicio militar no sea obligatorio, y que solo formen parte del ejército los que así lo deseen. Esta es la solución más sensata, la que respeta más la libertad de los ciudadanos, pero también es la menos igualitaria. Unos corren unos riesgos para proteger a todos. Además, si los que conceden tanto peso al ambiente de la familia tienen razón, un ejército profesional deja en inferioridad de condiciones a los que no somos hijos de militares, que no acabamos de entender las delicias de la profesión castrense. Pero no hay más que estas dos alternativas: o el ejército es un servicio que ha de ser cubierto por todos los ciudadanos por igual, les guste o no, o formar parte del ejército es una decisión libre de cada ciudadano. En el primer caso todos somos más iguales, pero no hay más remedio que imponer una severísima disciplina absolutamente atentatoria contra la libertad individual. En el segundo, somos más libres, pero los que por razones familiares o personales no sienten el menor interés por el oficio de las armas, se pierden la experiencia de la vida cuartelaria. Cualquier intento de salvar a un tiempo la igualdad y la libertad, para no tener que decidir por una de las dos, solo llevaría a un ejército de opereta, como el descrito unas líneas más arriba.

La comparación no es tan exagerada como pudiera parecer. Un muchacho de doce años es ya ingobernable, y si no quiere estudiar, no hay ley de educación obligatoria que pueda conseguir que lo haga, como es imposible hacer dormir en la cárcel a quien se empeña en permanecer despierto. No es cierto que exista enseñanza obligatoria, aunque se llame así, si no se castiga severamente a los que no estudian la lección y alborotan en clase. De esta manera, los que quieren aprender podrían rendir más, sin las molestias procedentes de los compañeros más díscolos, y los que no quieren, también estudiarían más para librarse de unos castigos que, si han de funcionar como tales, les tendrían que resultar más fastidiosos que el propio estudio. Ahora bien, esto supondría instaurar en los institutos un régimen casi cuartelario, en el que la libertad de los muchachos estaría sistemáticamente reprimida. Los que amamos la libertad por encima de la igualdad apoyaríamos más bien la opción contraria: no es necesario que un muchacho cuya ilusión es aprender a arreglar motos tenga que estar, de los doce a los dieciséis años, oyendo hablar de cultura clásica y de otras cosas que le aburren soberanamente.

En la enseñanza actual no se puede expulsar a ningún alumno, por mucho que falte al respeto a los profesores o impida el normal aprendizaje de los compañeros. Eso sería, por lo visto, atentar contra el derecho a la educación del muchacho en cuestión. Pero todo derecho que no lleve aparejado el correspondiente deber es papel mojado. ¿De qué sirve el derecho a la enseñanza del que molesta a los demás cuando lo utiliza para conculcar el mismo derecho a los que está molestando? En muchas ocasiones no es posible aprender en una clase por el jaleo que arman unos pocos, y sucede que en nuestro sistema están más protegidos por la ley esos pocos, que ni quieren ni dejan aprender a los demás, que la mayoría que sí quiere. Y hablar de calidad de la enseñanza cuando el problema de la disciplina no está resuelto es un discurso vacío. Se puede argumentar de muchos modos para demostrar que no se debe expulsar definitivamente a ningún alumno: que eso sería convertirlos en delincuentes, que si se portan mal es por el ambiente que tienen en casa, y que la expulsión no soluciona su problema, antes bien lo agrava. Todo ello es cierto. Pues entonces dejemos de engañar a la ciudadanía hablando del derecho a una enseñanza de calidad. Parecidas razones se podrían exponer para no castigar a los violadores. Por muchas pruebas que tenga un juez para encarcelar a un violador, siempre puede equivocarse y castigar a un inocente. Pues sí, es cierto, la justicia, como toda obra humana, es falible. Quien comete agresiones sexuales, posiblemente no ha recibido una educación adecuada, y a lo mejor hasta las ha sufrido de niño. Pues también es verdad. La justicia nunca es rigurosamente igualitaria, depende de que se tenga o no un buen abogado, lo cual a su vez depende de las posibilidades económicas de cada cual. También es cierto, mire usted. Y muy probablemente, el violador no saldrá de la cárcel siendo mejor persona que cuando entró. Todo esto es cierto. Es una decisión terrible mandar a alguien unos años a la cárcel por algo que hizo en un mal momento. Pero, admitiendo todos estos riesgos y limitaciones, o se castiga severamente a los violadores, o se está mintiendo cuando se habla del derecho a la libertad sexual. La vida nos pone ante alternativas muy difíciles que no se van a resolver ignorándolas. Y esto es lo que se ha hecho en nuestro sistema educativo: ignorar que la calidad de la enseñanza y la ausencia de disciplina son incompatibles entre sí. Tenemos que optar por una de ellas o por la otra, y se pueden escuchar razones en ambos sentidos, pero lo que no se puede es disfrutar de las dos. Si somos comprensivos con los violadores porque un mal paso lo da cualquiera, retrocederá la seguridad pública y quedará en entredicho la libertad sexual. Empeñarse en tener las dos cosas no es dar una solución política, es creer en la magia. Y la magia, que tan bien funciona en la literatura fantástica, aplicada a la política da malísimos resultados.

Y como hay que escoger, por todas las razones aportadas antes, es mejor para todos que exista un bachillerato de los doce a los dieciocho años, para todo el que quiera (y para nadie más) en el que los alumnos, antes de empezar, sean cuidadosamente informados de varias cosas:

La primera, que lo que está en juego es su futuro, y que si ellos no tienen preocupación por su futuro, nadie la va a tener en su lugar. Pedir a los profesores que motiven a los alumnos es tan disparatado como pedir a un médico que motive a los enfermos a tomar la medicación. No, un médico ha de tratar amablemente al enfermo, animarle y, lo que es más importante, llegar a un diagnóstico certero para proporcionarle un tratamiento adecuado. Pero a partir de entonces, la responsabilidad de seguir o no el tratamiento deja de ser del médico y pasa a ser del paciente

La segunda, que todos tenemos derecho a varias oportunidades. Lo que no se aprueba en junio se puede aprobar en septiembre, el curso que no se ha superado se puede repetir. Al fin y al cabo, un mal año lo tiene cualquiera, y hay quien hace una magnífica carrera después de hacer un modesto bachillerato. Pero que no puede haber segundas oportunidades para quien revienta la clase y falta al respeto a sus compañeros y profesores. El que ponga en peligro su propio futuro, allá él, pero no se puede consentir que ponga en peligro el de los demás.

La tercera, que tendrá que estudiar cosas cuyo sentido y utilidad no podrá comprender hasta más tarde. Hay cosas que se han de estudiar porque lo manda el profesor, igual que hay medicamentos que se han de tomar porque lo manda el médico.

¿Y qué hacer con los otros? Sencillamente, proporcionarles un lugar donde puedan aprender el oficio que libremente escojan. Es un disparate que no exista formación profesional antes de los dieciséis años cuando la edad mínima para trabajar es, precisamente, la de dieciséis años. De esta manera, quien tenga claro que quiere trabajar en cuanto se lo permita ley, solo podrá hacerlo como mano de obra barata, no cualificada. El aprendizaje de un oficio ha de ser previo al ejercicio del oficio, y es una contradicción que se permita ejercerlo a partir de una cierta edad antes de la cual está prohibido aprenderlo. Los lugares comunes que se suelen escuchar ante este tipo de razonamientos están ya muy manoseados: que si esto sería discriminar, que si la edad de doce años es demasiado temprana para que un muchacho tome una decisión tan importante, y que nadie debe especializarse antes de poseer una cierta formación global. Con todo, intentaré rebatirlos.

Una opción libre nunca es discriminatoria, y quien usa su libertad para no matricularse en el bachillerato porque prefiere aprender un oficio está tan discriminado como quien la usa para no matricularse en una academia de baile clásico porque prefiere aprender a hacer punto de cruz. Y mucho menos se puede hablar de discriminación económica. Un muchacho que se incorpora al mercado laboral a los dieciséis años para ser fontanero, después de cuatro preparándose para serlo, tiene ante sí un futuro mucho más claro y próspero que el que estudia el bachillerato para ser filólogo clásico o matemático.

Hay quien sostiene que un chico de doce años no puede tomar una decisión de este calibre. Es más realista volver el argumento del revés: ¿Es que hay algún poder humano que consiga hacer estudiar a un chico que se empeña en no hacerlo? Porque si no lo hay, la ley que impone una enseñanza unificada hasta los dieciséis no es una buena ley, aunque lo parezca. Una ley de aplicación imposible es siempre una mala ley, por bien que pueda sonar su enunciado. Pretender negar por decreto que hay muchachos que no quieren estudiar es tan poco realista como suprimir la prostitución por decreto. La prostitución es un hecho dramático, pero vale más aceptar que existe, por doloroso que sea reconocerlo, y regularla para intentar paliar sus peores efectos. Prohibirla no solo no acaba con ella, sino que la convierte en clandestina y la hace mucho más letal. La comparación con un problema de tipo sexual es deliberada, porque éste es el único tema en el que la izquierda es más pragmática que la derecha. Entonces, si los hechos están demostrando claramente que quien no quiera estudiar no va a estudiar, aunque esté por ley matriculado en un instituto, ¿no es más cuerdo reconocer los hechos y dar otras opciones, en lugar de negar la realidad y dejar el problema sin resolver? La alternativa de si a un chico se le debe obligar o no a estudiar hasta los dieciséis años es falsa. La alternativa real es muy otra: si un muchacho de doce años quiere dejar de estudiar para aprender un oficio, ¿se va a respetar su deseo, o se le va a hacer esperar cuatro años durante los cuales vivirá sin estudiar, amargado y amargando la vida a sus profesores y compañeros?

Quien decide a los doce años no estudiar el bachillerato y aprender un oficio, toma una decisión importante siendo muy joven, es cierto, pero la va a tomar diga lo que diga el legislador. Y quedan solo dos opciones. O se le deja que siga sus inclinaciones, o estará durante los siguientes cuatro años en clase como una momia, contando los días que le faltan para acabar la enseñanza secundaria obligatoria, como antaño hacíamos durante el servicio militar. Y esta última opción en el caso más favorable. Estará quieto y sin molestar si tiene la suficiente madurez para respetar el derecho a estudiar de los que sí quieren, pero esto sucede muy raramente. Probablemente se moverá, incordiará a los profesores y será un mal ejemplo para los demás alumnos. Conseguirá que los profesores trabajen peor y con menos ilusión y que los otros chicos aprendan mucho menos. Entonces, por impedir que tome una decisión que en principio solo le afectaría a sí mismo, se le obliga a tomar una actitud que afecta negativamente otros. Y es muy difícil convencerle para que tome la actitud contraria. ¿Por qué razón ha de respetar él la libertad de los que quieren estudiar si la propia ley no respeta la de los que no quieren?

Por otra parte, no es una decisión irreversible, y los que cambien de opinión pueden tener toda clase de facilidades, con convalidaciones y cursos puentes. Es más, puede suceder que un muchacho que desea estudiar quiera primero aprender alguna destreza que le permita independizarse económicamente. Y esto es absolutamente respetable. Hay facultades que imparten enseñanzas muy interesantes pero que carecen de salidas profesionales. Con el tiempo se convertirán en lugares donde estudiará gente que ya se dedica a otra cosa. Y esto no es ni bueno ni malo, simplemente es así, y hay que encararlo como es. Quién sienta una clara vocación por la historia, la filosofía o las lenguas clásicas, hará bien en aprender primero otra cosa que le permita vivir. Vale más estudiar la carrera a ratos libres y en más años pero sin preocupaciones profesionales, que ser un licenciado en historia en paro, sin ninguna expectativa profesional y sin ninguna habilidad especial que ofrecer a una empresa.

El argumento que afirma que quien se decante a los doce años por aprender una profesión carece de una formación global, sencillamente da risa. ¿Qué formación global tienen hoy los estudiantes al acabar la E. S. O.? Sentido de la responsabilidad, ninguno, porque ya se sabe que de sus fracasos tuvo la culpa el sistema, que no supo motivarlo adecuadamente. Buena educación, tampoco, pues ha contemplado cotidianamente el espectáculo de un profesor que tiene que soportar la desobediencia y las groserías de los alumnos. La capacidad de expresarse y redactar con una cierta coherencia es prácticamente nula. Del hábito de trabajo, para que vamos a hablar. Y en cuanto los contenidos del conocimiento, tan solo señalar que muy pocos de los alumnos que acaban hoy la enseñanza obligatoria a los dieciséis años aprobarían el examen de ingreso que pasamos a los diez años las personas de mi generación, y ninguno el de la reválida de los catorce años. Una buena escuela primaria hasta los doce años, cuando los chicos son todavía controlables, donde se desarrollen actividades creativas pero sobre todo se incida en las rutinarias de los dictados y las cuentas, se eduque la memoria y se exija buena educación, puede dar una formación más integral y unos conocimientos mucho mayores que los que da hoy toda la educación obligatoria.

LAS BUENAS INTENCIONES

  Hay pocas cosas imposibles por sí mismas. Más que los medios, nos falta la tenacidad para lograrlas.

(LA ROCHEFOUCAULT)

El espíritu se deja atraer, por pereza y por costumbre, a lo que es fácil y agradable. Este hábito pone límites a nuestro conocimiento, y nadie se toma el trabajo de llevar su espíritu todo lo lejos que podría ir.

(LA ROCHEFOUCAULT)

Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de que cuando se trata a alguien como si fuera idiota es muy probable que si no lo es, llegue muy pronto a serlo.

(SAVATER)

Cierta corriente pedagógica sostiene que hay que exigir a cada estudiante según sus capacidades, que es más importante lo que ponga de su parte que el resultado en sí. Esta corriente olvida algo muy esencial. Tenemos que educar a nuestros alumnos para que vivan en una sociedad en la que van a ser juzgados por los resultados. Y esto no porque nuestro mundo sea un lugar desquiciado y competitivo, sino porque es absolutamente legítimo que quien contrata los servicios de un profesional lo haga buscando resultados correctos. De nada me sirve que un fontanero ponga muy buena voluntad en arreglarme una gotera si al final no la arregla y la deja peor de lo que estaba. Si un médico que me opera de cataratas me deja sin un ojo, a lo mejor lo demando, aunque doy por sentado que no lo hizo a propósito y que sus intenciones eran inmejorables. Cuando pedimos a un conocido referencias de un abogado, dentista o fontanero, le preguntamos sobre su efectividad real, no sobre sus buenas disposiciones. Queremos saber si el abogado gana de verdad los pleitos, el dentista cura de verdad las muelas y el fontanero tapa de verdad las goteras. Y entre un profesional hábil y otro chapucero, siempre acudimos al primero, por muy buena fe que tenga el segundo. Y seamos sinceros, en la vida privada nadie practica la discriminación positiva. Si el profesional chapucero es mujer, emigrante u homosexual, yo apoyo sus reivindicaciones, faltaba más, pero no pongo mi asunto en sus manos. Total, aunque lo hiciera, al final tendría que buscar a otro, para que me resolviera el problema más el desaguisado que provocó el profesional inepto. Puede ser que las buenas intenciones sirvan para salvarse en la otra vida, pero la misión de los educadores es preparar a los chicos para ésta.

Pero, además de preparar mal a los estudiantes para el futuro, apreciar más las intenciones que los resultados hace que los estudiantes no saquen lo mejor de sí mismos, y dejen de valorar la precisión y el trabajo bien hecho. Los grandes maestros, los que de verdad enseñan cosas a sus alumnos y dejan huella en ellos, son los exigentes, porque para contentarlos no solo hay que trabajar, sino que hay que hacerlo bien. Es cierto que todos los profesores redondean hacia arriba las calificaciones de los muchachos que ponen de su parte y atienden, aunque sus notas en los exámenes sean modestas, y que al buen alumno en latín y en literatura, que piensa estudiar humanidades, el profesor de matemáticas procura juzgarlo con benevolencia. Pero una cosa es una costumbre regida por el buen sentido de los docentes, y otra cosa es una teoría pedagógica. Por la misma razón, si un dentista me hace un estropicio en la boca, pero es una buena persona y vecino de mi barrio, puede ser que no lo denuncie, y me limite a buscar otro. Ahora bien, un profesional no puede confiar indefinidamente en la paciencia de sus clientes, y resulta que los alumnos de hoy están tan mal acostumbrados que casi consideran un derecho que la última asignatura se les tiene que aprobar por la cara.

Para que un muchacho dé de sí ha de notar que se confía en su inteligencia y su capacidad de trabajo, y eso lo ha de notar en que el profesor le exige todo lo que razonablemente se le puede exigir dentro de su edad y sus conocimientos. Si se le pide menos porque se considera que el pobre no da para más, el chico lo capta en seguida, y asume definitivamente el papel de tonto. El concepto que de uno tienen los demás influye notablemente en la personalidad, sobre todo si ésta está sin formar, como es el caso de un niño. Si queremos que confíe en sí mismo, ha de notar que se confía en él. Entonces no vale decir "progresa adecuadamente" porque hace lo que puede, no, hay que decir que puede dar más, como cualquier muchacho normalmente constituido, y que tiene que dar más. Varias experiencias en mi vida profesional avalan esto que afirmo. Relataré una de ellas. Al evaluar a un alumno del antiguo C.O.U. encontré que aprobaba todas las materias (eso sí, muy justitas) menos la mía, una asignatura, ya desaparecida, llamada "lenguaje matemático". La asignatura era común, de dos horas a la semana, y no parecía que el chico la fuera a necesitar en el futuro. Con todo, lo suspendí. Vino su familia a verme, me explicó que siempre había aprobado muy raspado porque no era muy listo, pero eso sí, que era muy buen chico y ponía mucho de su parte. Además, no pensaba presentarse a la selectividad. Respondí que no dudaba que fuera muy buen chico, y que solo con verle se comprendía en seguida que lo era, pero que tenía que dar el mismo nivel que habían dado los compañeros que habían aprobado. Y que si no pensaba presentarse a la selectividad, tampoco era tan grave preparar una asignatura para septiembre. Y que si no era listo, que se volviera listo, que para esto también hace falta poner empeño. En septiembre volvió a hacerme un examen desastroso, volví a suspenderle y volví a recibir la visita de su familia. Me dijeron que era una pena que no pudiera presentarse a la selectividad por una asignatura. Este fue el único argumento que varió, por lo demás se repitieron los mismos esgrimidos en junio. Me mantuve más firme que una roca y a él no le quedó otro remedio que estar un año más en el instituto. Durante el curso siguiente llevó muy bien la asignatura y tuvo sobresaliente.

Mi actitud puede ser tenida como demasiado dura. Hacer repetir curso por una asignatura cuya carga lectiva es pequeña parece realmente una crueldad. Pero este muchacho aprendió algo valiosísimo, mucho más valioso que el año que perdió, y que le será útil durante toda su vida: supo que no era tan tonto como él mismo y su familia imaginaban. En cuanto comprobó que los esfuerzos de su familia (que daba la impresión que le protegía demasiado) para ablandar al profesor eran inútiles, porque las entrañas de éste eran de mármol, y que de nada valía su cara de buen muchacho, vio que solo podía confiar en su esfuerzo y descubrió en sí mismo unas posibilidades que ignoraba. Muy posiblemente, el más sorprendido fue él, porque quien está acostumbrado a que se le exija poco porque el pobre no da para más, termina interiorizándolo y creyéndose que, efectivamente, no da para más.

Hay un episodio muy revelador que conocen todos los que hayan visto la película El milagro de Anne Sullivan, que narra la infancia de la escritora americana Helen Keller, ciega y sorda desde muy niña. Esta película debía ser obligatoriamente proyectada varias veces ante cualquiera que piense dedicarse a la enseñanza no universitaria. Como es muy antigua y muchos no la conocen, resumiré muy brevemente el episodio al que me refiero. Anne Sullivan llega a la casa para enseñar a la niña, que tiene ya unos siete años. A la hora de la comida, todos se sientan a la mesa. Helen es sorda y ciega, no se le puede hacer comprender nada porque apenas recibe estímulos exteriores. Ni siquiera se le han enseñado modales, y no sabe estarse quieta en su sitio. Va de un lado a otro, molestando a los demás comensales. Anne se extraña de que los padres no hayan sido más exigentes con ella y la tengan en un estado semisalvaje. Estos se defienden, bastante desgraciada es ya la niña para ponerse serios con ella, pobrecilla, no irá usted a ser muy dura con ella. Anne avisa que, si ella ha de hacerse cargo de la educación de Helen, esto se va acabar. La fuerza a sentarse en su silla y asegura que de allí no se va a mover hasta que termine lo que tiene en el plato y doble la servilleta. La niña se revuelve contra su maestra y ésta le da una bofetada. Hay literalmente una batalla campal, Anne sigue firme mientras mantiene a los padres a raya, nadie se levanta de la mesa hasta varias horas después y la profesora está agotada. Pero Helen ha terminado lo que tiene en el plato y ha doblado su servilleta. Todo ante el asombro de los padres, que nunca habían conseguido nada de su hija porque nunca le habían exigido nada. A partir de allí la tarea siguió siendo muy dura, pero el camino estaba claro. Helen tendría que dar mucho de sí porque podía y porque así se le iba a exigir, por muy sorda y ciega que fuera. Y quien logró sacar a flote sus enormes posibilidades mentales fue la primera persona que, en lugar de compadecerla por su desgracia y sus limitaciones, se dejó de contemplaciones y le soltó una bofetada. Helen tuvo después muchos otros maestros, aprendió muchas otras cosas y llegó a ser una mujer muy culta. Pero de todas las personas de las que fue alumna, a la que recordó con más cariño durante toda su vida fue a la primera, la que la rescató del oscuro pozo en el que vivía, la que le dio la primera bofetada.

Todo lo que se ha dicho en este capítulo se puede resumir así: Si exigimos a cada uno según sus posibilidades, cada uno permanecerá dentro de sus limitaciones. Por el contrario, un muchacho sacará a flote sus posibilidades en la medida en que se le exija. Y el episodio de Hellen Keller nos deja otra enseñanza, quizá menos espectacular, pero no por ello menos instructiva. Consiste en que no se puede enseñar nada a quien previamente no se le han enseñado modales. Y esto es, sobre todo, tarea de los padres. Los padres que no han enseñado a sus hijos a pedir las cosas por favor, a dar las gracias y a no hablar a gritos, a que en clase no se dicen tacos y a que en el metro se ha de ceder el asiento a los ancianos, no pueden pedir a los profesores que les enseñen matemáticas ni latín. No ya porque no tengan fuerza moral para exigirlo (que no la tienen), es que es físicamente imposible enseñar si en la clase no están vigentes unas ciertas normas de educación que los alumnos deben traer puestas desde su casa. Otra cosa muy importante: los modales se imponen, no se pueden dialogar y razonar, porque los modales son precisamente la premisa indispensable que hace posible el diálogo. Y si para imponerlos se hace necesaria una bofetada, pues adelante. Una bofetada dada a tiempo no traumatiza a nadie y puede salvar una vida. Como la de Helen Keller.

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