"El último refugio", Francesc-Marc Álvaro

Soy de la última generación que ha tenido la manía y la voluntad de tener una biblioteca personal. En este sentido (y quizás en algunos más), soy un hombre del pasado. No es ningún mérito ni ningún defecto, es una descripción. Cuando debes hacer frente a una mudanza de vivienda –como es ahora mi caso– te das cuenta de que existir es una acumulación de cosas, entre las cuales hay estos objetos impresos que nos multiplican la vida. Confieso que soy un enfermo de los libros, no sólo de leerlos también de tenerlos, comprarlos, acumularlos, tocarlos. Soy un fetichista del papel encuadernado: no quiero revestirlo de ninguna aureola romántica ni de ninguna mistificación excesiva. Soy de una generación y de una clase social para la cual los libros son –fueron– la clave para acceder a una forma concreta y sólida de libertad y progreso.

Lo tengo algo hablado con alguno de mis amigos, también hijos como yo de la década de los sesenta del siglo XX y de una clase trabajadora que se convirtió en clase media modesta en la última etapa del franquismo y la transición. Nosotros –mujeres y hombres entre los cuarenta y pocos y los cincuenta– somos los últimos ciudadanos que hemos querido tener una biblioteca personal a imitación (a pequeña escala) de las bibliotecas de los sabios y las de algunos ricos. También somos los primeros de muchas familias que hemos tenido los recursos, el tiempo y la formación para rodearnos de libros.

La constatación es iluminadora: mis padres no tuvieron biblioteca y mis hijos tampoco la tendrán, muchos de mis coetáneos y yo somos una extraña excepción. Somos un paréntesis. Somos una reliquia de un afán cultural y vital, entre los libros preciosos que no se podían comprar y los libros invisibles disponibles en la red. Somos la generación biblioteca, unos humanos que aspirábamos a emanciparnos leyendo y llenando el hogar de libros. Entre la precariedad material de nuestros padres y la opulencia tecnológica de nuestros hijos, somos el testigo de una forma de vivir hija de la imprenta de Gutenberg, de la Ilustración y del quiosco del barrio. También somos hijos del cine y la televisión, claro. Pero los libros eran otra cosa: formaban parte indispensable de eso que los expertos y los políticos denominan el ascensor social.

El libro se popularizó y se hizo asequible cuando nosotros íbamos al colegio. Durante nuestra infancia, las cajas de ahorros regalaban libros el día de Sant Jordi, incluso algunos títulos que ahora parecerían “poco comerciales”. La sociedad de consumo hacía posible que la alta cultura fuera vendida en los envases de la cultura de masas. Mis padres se hicieron socios de Círculo de Lectores y eso cambió el comedor de casa. También compraron dos ­enciclopedias a crédito ( Gran Enciclo­pedia Larousse y Gran Enciclopèdia Ca­talana) y nunca me dijeron “no” si pedía dinero para un libro. Tener libros era tener algo de valor.

Mi biblioteca fue creciendo desde los años de adolescencia. Acumular libros era como acumular experiencias. En la casa de una de mis tías, había lo que más se parecía a una biblioteca personal y yo, desde siempre, observaba fascinado aquellos estantes repletos, recorría los títulos leyéndolos en voz alta, como si pronunciara un conjuro. Aquel espacio era la iglesia de una religión a la cual podías apuntarte libremente, pero nadie te explicaba qué mandamientos debías seguir. Bastaba con leer y querer leer siempre más, porque un libro te llevaba a otro libro, y era un enorme placer descubrir los pasillos secretos entre los libros que tenías al alcance. Al igual que era un pasatiempo abrir cualquier volumen de una de las enciclopedias y leer al azar. Todavía no se había inventado Google y tenías que pasar muchas páginas para encontrar lo que buscabas; estaba el placer de perderte y de descubrir cosas inesperadas. La curiosidad podía prolongar la búsqueda mucho rato.

Ortega y Gasset escribió que cada generación tiene su “histórica misión”, a veces incumplida. Desconozco qué misión tenemos (o teníamos) los que vinimos al mundo durante los sesenta, pero –huyendo de las solemnidades del pensador español– es evidente que nosotros fuimos los primeros (en la mayor parte de Europa occidental) en disfrutar un progreso material y moral que pretendía conjurar los males que habían devastado las generaciones precedentes. A pesar del miedo a la destrucción nuclear propia de la guerra fría y la crisis del petróleo de 1973, crecimos mecidos por una idea positiva del futuro, que estaba avalada por las expectativas favorables de crecimiento económico y por el acceso generalizado a los bienes de consumo. En este contexto, el ideal de la biblioteca personal se convirtió en una utopía factible y una manera de construir –proteger– la identidad individual. Una conquista pequeña pero estimable. Un refugio. Un ancla en la civilización.

Estoy condenado a preservar mis libros como el tesoro de un tiempo efímero que pareció eterno. Hasta que fallezca: en­tonces, todos estos papeles –que dan un sentido a mi vida– acabarán en manos del trapero.

18/05/2017, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia