Túnez sigue el -mal- camino de la Transición (Transacción) española

El tiempo de la revolución ha pasado para un grupo de jóvenes que ayer mataba la mañana a base de cigarrillos, chanzas y cafés en la parte alta de la medina de Túnez, a tiro de piedra de la Kasbah, el conjunto de edificios clásicos, con puertas y ventanas de herradura, desde donde se dirige la política de este país que, siete años después de la caída de la dictadura de Ben Ali, sigue en el limbo, sin superar el pasado pero sin alcanzar el futuro.

“La revolución eran sólo palabras –comenta Feres Sabri, estudiante de empresariales–. Ahora tenemos las palabras. Podemos decir lo que queramos, pero la libertad de expresión no sirve para cambiar las cosas. Los jóvenes hicimos la revolución pero los viejos han mantenido el poder. No podemos hacer nada. Los ladrones son los mismos aunque ahora sean demócratas”.

Los amigos de Sabri piensan lo mismo, se sienten impotentes. Saben que, llegado el momento de buscar un empleo, un sueldo que les permita emanciparse, tendrán que utilizar los contactos familiares y si no sirven, deberán pagar un soborno para conseguirlo. La meritocracia sirve de poco en un Túnez que mantiene intactas las redes clientelares que tejió la dictadura.

El Gobierno, bajo la presión del FMI, que exige austeridad a cambio de créditos, ha subido los impuestos y reducido el gasto, medidas que, sin embargo, no sirven para acabar con la corrupción ni para dar oportunidades a la generación de Sabri, veinteañeros que sueñan con irse a Canadá, Ibiza o Amsterdam. “Sueño con fumar marihuana en un café holandés, con bailar en una disco ibicenca, con los 25.000 euros que me permitan estudiar en Canadá”, reconoce Mohamed Bouseta, mientras enciende un cigarrillo con la colilla del otro y provoca las burlas de sus compañeros en este callejón donde la vida pasa tan despacio que parece que no vaya a ninguna parte.

Durante los últimos siete años, en Túnez capital, pero también en otras ciudades como Bizerta, Sfax, Sousa, Kaserin, Gafsa y Sidi Bouzid, cuna de las primaveras árabes, he hablado a muchos jóvenes como ellos, las mismas ambiciones y las mismas frustraciones, problemas vitales que los nueve gobiernos democráticos no han podido resolver.

Los islamistas ganaron las primeras elecciones tras la marcha del dictador pero se olvidaron de gobernar. Ganaron después de repartir mucho dinero entre los más pobres, dinero recibido de las monarquías del Golfo, una beneficencia muy árabe que no sirvió para crear progreso. Luego se olvidaron de gobernar, obsesionados como estaban con aprobar una Constitución basada en la charia. Así perdieron el control del país. La espiral de violencia de los islamistas más radicales se cobró la vida de dos diputados de izquierdas, acribillados por asesinos a los que el Gobierno no persiguió.

Esto sucedió en el 2013 y la democracia tunecina habría acabado como la egipcia, es decir, con un golpe de Estado, si aquí hubiera habido una casta militar igual de poderosa. Pero la dictadura de Ben Ali no era militar sino policial. Los activistas de izquierdas aún gritan “policía asesina” cuando salen a la calle, pero respetan a un ejército que nunca se ha metido en política.

Los islamistas de Enahda, al ver cómo caían aplastados los Hermanos Musulmanes en Egipto, renunciaron a sus principios políticos y aceptaron un gobierno tecnócrata. Esto fue en el 2014. Luego, la derecha de Nidaa Tunis, un partido creado por las caras más presentables del antiguo régimen, ganó las elecciones. Túnez recuperó el equilibrio pero no el pulso.

Los atentados yihadistas del 2015 hundieron la vital industria del turismo, y los turistas todavía no han regresado a pesar de que ahora hay un policía en casi cada esquina. Enahda mantiene un perfil bajo. Apoya al Gobierno laico y conservador, esperando que las urnas lo devuelvan al poder, y tolera que Nidaa Tunis borre lo peor de la dictadura, las torturas y asesinatos de la oposición. Hubo muchos islamistas entre ellos, víctimas que aún deberán esperar que la justicia repare lo que sufrieron. Rachid Ganuchi, líder de Enahda, está por la moderación y el pacto. Puede ser presidente en el 2019. No quiere meter más miedo ni hablar de más revoluciones.

Nadie quiere. Rabie no quiere. Trabaja de camarero en Montplasir, el barrio moderno, de oficinas y apartamentos del este de Túnez, en un restaurante con pantallas gigantes para ver el fútbol europeo, donde los hombres fuman, beben y comen pasta italiana lejos de sus mujeres. “La revolución es cosa de críos y la democracia de verdad nunca funcionará con los árabes. Lo que necesitamos es un dictador, un autócrata que se haga respetar, que meta algo de miedo y que no se olvide de los pobres. Lo que nos hace falta es un Fidel Castro.”

El pasado de Cuba es el futuro de Túnez para este hombre de edad media y clase media, cansado, como los jóvenes de la medina, de las palabras grandilocuentes, los himnos a la libertad que sonaron hace siete años. La suya ya no es una resistencia heroica ante las fuerzas policiales de Ben Ali sino una resistencia de maratoniano pragmático, lejos de forma, condenado a un ritmo lento que le permita respirar y llegar a la meta como sea.

Saif Grolli acaba de cumplir los 21, está en la pandilla de Bouseta y Sabri. El restaurante italiano de Rabie le queda tan lejos como el horizonte de conseguir un empleo y fundar una familia. Le sobran motivos para acudir hoy a la avenida Bourguiba, en el centro de Túnez, y unirse a la manifestación que han convocado las fuerzas de izquierdas para marcar el séptimo aniversario de la revolución con una denuncia de las políticas neoliberales del Gobierno. Pero no piensa ir. “¿Para qué? A mí lo que me hubiera gustado es ir al fútbol, pero han suspendido el partido”.

Grolli se refiere a un amistoso contra Palestina que estaba previsto jugar hoy en Túnez, pero que el ministerio del Interior ha suspendido por razones de seguridad. “Lo han suspendido –puntualiza– porque en las redes sociales ha habido un aluvión de mensajes solidarios con Palestina”.

Al fútbol aquí no se puede ir por las buenas. El acceso a los estadios está restringido a un reducido grupo de aficionados que pueden acreditar su buena conducta. Para el partido amistoso de hoy se iban a vender un millar de entradas, pero ni así las autoridades han querido correr el riesgo de que un alboroto mantenga viva la mecha de la protesta social.

, Túnez
14/01/2018 - lavanguardia