"Democracia y corrupción", Luis Racionero

Para no repetir obviedades prefiero remontarme al origen de la cuestión. En su correspondencia con Mandell Creighton, obispo de Londres, lord Acton acusaba a los anglicanos de muy indulgentes con los inicuos papas de la historia: ahí usó su frase famosa: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Conviene poner al día la frase porque el poder absoluto ya no existe, sólo el poder democrático o mayoritario. ¿Habrá que reformularla: “El poder democrático corrompe democráticamente”?

Acton era un pesimista histórico aristocrático como Alexis de Tocqueville o Jacob Burckardt y se lamentaba: “Nunca tuve contemporáneos”, porque en la era victoriana él criticó la fe incondicional en el dogma del progreso. Ahora sí tiene contemporáneos porque hemos visto que el progreso no es continuo, que democracia no significa necesariamente libertad, que el nacionalismo no es un retoño sano o puramente natural, que el poder corrompe. Tras muchos intentos vanos, y algunos catastróficos, de lograr la libertad por medio del poder, nos damos cuenta de que la libertad es un parto laborioso que no se puede otorgar o garantizar, sino que debe reposar en cimientos orgánicos con los que no puede jugarse. Por eso Acton, que no era un conservador, creía en la necesidad de restricciones tradicionales, pero no de la autoridad real o clerical, sino de la costumbre y la sociedad civil, libertades personales y locales, ese complejo tejido orgánico de filamentos delicados y elásticos que salvan al ciudadano de integrarse precipitadamente a ideas abstractas o poderes arbitrarios y que fomentan el pausado crecimiento del pensamiento racional y la libertad práctica. Acton percibió que las libertades orgánicas de la sociedad se podían debilitar por el crecimiento de “la democracia” y el nacionalismo, y que la sociedad, con sus viejas instituciones atrofiadas o decorativas, quedaría desprotegida y atomizada frente al poder central; y el poder, por naturaleza, no es neutral: es inmoral, destructivo, corrupto. Acton constató este proceso en la Francia de Napoleón III, la Italia de Cavour; en religión lo vio en la Iglesia católica desde el concilio de Trento y bajo Pío IX.

Alexis de Tocqueville Alexis de Tocqueville (Getty)

Liberal es aquel que, creyendo en la libertad y el progreso, se da cuenta de las limitaciones de la democracia. La solución no consiste en rechazarla, sino en aumentarla: para eso ideó Montesquieu la división de poderes, y por lo mismo reclaman los liberales el fortalecimiento de la sociedad civil, los federalistas la descentralización de poderes, los intelectuales la plena libertad de expresión. Una vez cantados los rituales ditirambos a la democracia hay que pensar cómo se ahonda en ella para que el poder –por el bien de todos, naturalmente– no nos haga libres a su manera. El prodigioso, a veces heroico, apego a los cargos de los políticos democráticos es un indicador del peligro inminente.

La idea era que unos ciudadanos son ele­gidos por un tiempo para representar a los demás; cuando se oye “Yo soy político porque no sé ser otra cosa”, la democracia ­flaquea. ¿Cómo lograr que los políticos cambien a ­menudo sin desestabilizar la marcha del país? El camino va, como en Francia, por un sistema de administradores altamente competentes, por limitar los supuestos “cargos de confianza” otorgados a gentes sin titulación ni preparación, de los cuales la experiencia reciente nos inclina a desconfiar. Políticos ha de haberlos, pero menos, y menos tiempo los mismos. La limitación a ocho años de man­dato sería un progreso en ese sentido.

Tocqueville es la contrapartida francesa de Acton; viajó a EE.UU. en 1831 para estudiar la reforma del sistema penal y volvió con un libro más amplio: De la democracia en América. Su conclusión era que una sociedad adecuadamente organizada podía mantener la libertad en un sistema democrático. Esto, que ahora parece evidente, no lo era en 1835; y cuando se torcieron las cosas en la Europa de las dictaduras, Tocqueville volvió a tener relevancia, se le contrapuso a Marx como profeta de cambios sociales. Él creía en la desaparición final de las divisiones de clase y la libertad como valor político último. Las clases no han desaparecido del todo, aunque se han nivelado mucho y sigue el proceso de convergencia; las ideologías han desaparecido prácticamente desde que cayó el comunismo: es el gran momento de la democracia; ¿qué le falta para dar ­satisfacción a las esperanzas depositadas en ella? Le falta profundizarse, matizarse, autocontrolarse. Tocqueville considera que la mejor forma de organización política era el gobierno local y las asociaciones de pequeño tamaño. Acton pensaba que la piedra de toque para comprobar si en un país existe libertad es la cantidad de seguridad que disfrutan las minorías; el sectarismo, la prepotencia, la ocupación sistemática de todos los ámbitos –de la televisión a la Cruz Roja– es el asesinato de la libertad por medio y en medio de la democracia. Tocqueville, en la segunda entrega de su libro en 1840, se dedicó a estudiar la influencia de la seguridad en la sociedad moderna. Tomando Francia como ejemplo, en vez de América, observó la restricción de libertad impuesta por los liberales en 1830, el aumento de la intervención estatal en el desarrollo económico y, lo más inquietante, la creciente apatía política de los ciudadanos y su aquiescencia ante el nuevo paternalismo. Afirmó que el mayor peligro de la democracia es un suave y estancado despotismo. Por eso en su última obra, El antiguo régimen y la revolución, quiso demostrar el continuismo de actitudes que fomentaron la aceptación de un despotismo similar al del antiguo égimen por parte de la Francia posrevolucionaria, que se revela prisionera de su pasado. Volvió a poner como modelo el liberalismo del mundo angloamericano.

23/02/2018 - lavanguardia