"España: sola contra el mal", John Carlin

El fin de semana pasado tuve la osadía de adentrarme en la Catalunya profunda –en el pueblo insurrecto de Olot, ni más ni menos– para hablar en un festival literario sobre “el mal”. Si “el mal” existía. Como no lo tenía muy claro, no siendo muy dado yo al pensamiento abstracto, me centré en mi experiencia como periodista cubriendo guerras y otras vergüenzas de la huma­nidad; hablé de personajes como los generales Videla y Galtieri en Argentina o de jefes de escuadrones de la muerte en El Salvador y Sudáfrica o de asesinos en serie del genocidio ruandés.

Lo que jamás me podría haber imaginado era que apenas cuatro días después tendría la respuesta a la pregunta que no pude contestar en Olot. Vi el mal, el mal hecho carne, ahí en el salón de mi casa en Londres, con mis propios ojos, en la pantalla de televisión, en las noticias de la BBC. Vi el mal y se llama Clara Ponsatí, temible personaje cuyo nombre resonará por los siglos de los siglos como sinónimo de lo peor de lo que es capaz la humanidad.

San Pablo fue el primero en advertirnos que Satanás asume diferentes disfraces. El de Ponsatí es tanto más siniestro por ser tan aparentemente inocente. Se presenta al mundo como una señora mayor, bajita, de pelo blanco, una abuela erudita que enseña economía en la antigua y venerable Universidad de Saint Andrews, en Escocia, el mismísimo lugar (produce escalofríos sólo pensarlo) no sólo donde se educó el heredero al trono británico, el príncipe Guillermo, sino donde conoció a su futura esposa y madre de sus hijos, Kate Middleton.

La macabra realidad es que la profesora Ponsatí es una líder independentista catalana que ejerció el puesto de consellera de Ensenyament, envenenando las mentes de los más vulnerables, en el gobierno del expresidente Carles Puigdemont. Gracias a Dios, el perspicaz y valiente juez español Pablo Llarena, orgullo y emblema del Tribunal Supremo de Madrid, no se dejó engañar. Acusándola de rebelión, la identificó como una mujer extremadamente violenta que había lanzado “un ataque al Estado” de “una gravedad y persistencia inusitada y sin parangón en ninguna democracia”.

No sólo malvada sino cobarde, Ponsatí huyó de España tras conspirar en la organización del diabólico referéndum del 1 de octubre del año pasado sobre la soberanía catalana y se refugió primero en Bélgica, con Lucifer Puigdemont, y luego en su alma mater escocesa. Fue ahí donde esta misma semana la vi en televisión; fue ahí donde, tras una orden de arresto internacional cursada por el juez y fidei defensor Llarena, la policía hizo lo propio: para alivio de los españoles y de gente sensata en Europa y el mundo entero, capturaron a Ponsatí en Edimburgo y la encerraron en una comisaría.

(Oriol Malet)

Igual que Puigdemont, detenido por las autoridades alemanas a petición del infatigable Llarena, su destino depende ahora de un juez extranjero. ¿Extraditar a Ponsatí o no extraditarla?

Lo lógico sería pensar que los británicos querrían expulsarla de sus tierras cuanto antes para que sean los españoles los que se encarguen de encerrarla en la cárcel por los 30 años que, según la justicia española, se merece. Lo curioso es cuántos extranjeros han caído en el engaño de la Ponsatanás y sus infernales compinches catalanes. Editoriales en periódicos supuestamente serios como The Times de Londres, The New York Times y Der Spiegel han delatado su ingenuidad en asuntos de política internacional al criticar lo que consideran una desproporcionada, vengativa, cruel o contraproducente cruzada de parte del Estado español, hoy en manos no de un gobierno electo, sino de un juez al que, según se ve desde fuera, se le han otorgado los poderes de un dictador. Una encuesta esta semana indica que la mayoría de los alemanes se opone a la extradición de Puigdemont; la misma encuesta en Escocia respecto a Ponsatí nos diría lo ­mismo.

Aquí, en Londres, encuentro reacciones similares en la calle, entre amigos y en las altas esferas de la política. El miércoles por la noche me encontré en un gentlemen’s club privado, fundado en el siglo XVIII, codeándome con la flor y nata del establishment inglés. El consenso sobre la cuestión catalana, resumido en las palabras de un lord que conoce España bien, era que el Gobierno español no sólo hacía “un gran ridículo” sino que se había vuelto “loco, loco”.

La diferencia con lo que uno oye en la calle, entre amigos y en las altas esferas políticas en Madrid no podría ser más dramática. Yo ya me he acostumbrado a que haya gente que compare a Ponsatí y compañía con los nazis –y no sólo tuiteros anónimos, sino políticos veteranos con nombre y apellido–. El otro día un amigo madrileño, una de la personas más inteligentes que he conocido en mi vida, me dijo exactamente eso, que los líderes independentistas eran unos nazis y de los de verdad, me aclaró, “los de los años treinta y cuarenta”.

Con lo cual, ¡por supuesto que no hay ninguna desproporción! Si Ponsatí, Puigdemont y los otros 23 in­surrectos catalanes procesados por el juez Llarena son nazis, lo que clama al cielo es la criminal estupidez de aquellos que ­dicen que habría que dejarlos en libertad hasta que los sometan a juicio, como a los cientos de funcionarios o políticos de los principales partidos españoles que caminan tranquilos por las calles tras ser acusados de robar dinero público.

Lo que clama al cielo también es la frívola irresponsabilidad del juez escocés que dejó en libertad bajo fianza a la profesora Ponsatí apenas horas después de su detención. Claro, el juez vio lo que vio: a una señora mayor con carita de abuela dulce y perpleja. No miró debajo de la inocente superficie como esperemos que haga el juez alemán con el führer Puigdemont. No hizo el esfuerzo de ponerse en la piel del Cid Llarena, voz y martillo del pueblo español, y entender el terror que inspira la satánica Clara Ponsatí, la violencia que, en su infinita maldad, es capaz de desatar.

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01/04/2018 - lavanguardia