"Una ausencia intolerable", Francesc-Marc Álvaro
Me acuerdo mucho estos días de Jaime Mayor Oreja, el que fue ministro del Interior de Aznar y que, hace menos de un año, declaró lo siguiente: “El proyecto de ETA, el proyecto de ruptura con España está vivo en Catalunya”. Comparar el conflicto vasco con la situación catalana es la especialidad de este hombre y, hasta ahora, era una excentricidad en la que le acompañaban muy pocos, afortunadamente. Al final, con el tiempo y una caña, la fábula delirante de Mayor Oreja ha sido asumida por los encargados de la maquinaria del Estado. Que el juez acuse a miembros de los CDR (Comitès de Defensa de la República) de terrorismo nos conduce hasta un territorio desconocido, cada día más cercano a Turquía y Rusia que a los estándares propios de los países miembros de la UE.
¿Qué está pasando? Estamos ante la deliberada construcción de una realidad paralela a partir de la convergencia de tres tipos de posverdades: la judicial, la mediática y la política. De los creadores de “El golpe separatista” llega ahora “El terrorismo independentista”. La ausencia de violencia independentista en Catalunya se ha convertido en un factor al parecer intolerable para algunos, porque limita el uso de la fuerza represiva del Estado. Dicho de otro modo: hay medidas policiales y jurídicas para combatir al independentismo que, de momento, no pueden aplicarse porque no serían proporcionales de acuerdo con las reglas de una democracia europea. Por tanto, si la realidad (la Catalunya real) no permite más mano dura, habrá que cambiar la percepción de la realidad (la Catalunya virtual), mediante la interpretación creativa de la ley y la teatralización de unas acciones policiales que recuerden otros escenarios. La reforma del Código Penal del 2015 –acordada por populares y socialistas y pensada para luchar contra el yihadismo– facilita la extensión abusiva del concepto terrorismo. El objetivo es ampliar y consolidar el estado de excepción de facto, con o sin 155.
“En ausencia de violencia puede hablarse de todo”. Así se decía desde Madrid durante décadas, seguramente porque nadie previó que dos millones de catalanes desearían un Estado propio independiente, y que lo reclamarían tranquilamente, sin romper ni una papelera. Quizás también tenemos mala memoria. En 1984, Felipe González ya expresó una idea que ahora se entiende mucho mejor que entonces: “El terrorismo en el País Vasco es una cuestión de orden público, pero el verdadero peligro es el hecho diferencial catalán”. La existencia de ETA convertía el conflicto vasco en un terreno que dejaba manos libres al Estado, tanto que incluso vimos episodios de guerra sucia. El proceso soberanista catalán ha sido y es un fenómeno inequívocamente pacífico, alérgico a cualquier tentación violenta y sabedor de que cualquier error en ese sentido rompería la credibilidad de su discurso; de ahí, por ejemplo, la insistencia en evitar provocaciones.
¿Qué se pretende formateando el proceso catalán como si fuera el conflicto vasco de antaño? Además de intentar provocar miedo entre las bases del soberanismo para reducir el alcance de las protestas en la calle, es fácil adivinar una intencionalidad a medio plazo: ilegalizar a los actores del proceso, especialmente a la ANC y Òmnium, puesto que hacerlo con los partidos independentistas sería más difícil de justificar ante los socios europeos y la opinión pública internacional. No es casual que los informes de la Guardia Civil sobre los CDR se esfuercen por relacionarlos con las mencionadas entidades cívicas, cuyos presidentes –hay que recordarlo– fueron los primeros presos políticos del soberanismo, acusados de unos delitos tan irreales como el terrorismo de los CDR.
El independentismo ha cometido grandes errores, ha leído mal ciertos datos, y ha caído en espejismos y autoengaños considerables, y así lo hemos consignado. Pero ahora es momento de denunciar el intento de meter a la sociedad catalana en una novela orwelliana, protagonizada por criminales y terroristas con estelada. Seamos claros: la única violencia que hemos visto ha sido la policial del día 1 de octubre, y la de grupúsculos de extrema derecha, de caza al acabar las manifestaciones unionistas; los ultras, que comparten ideología (de odio) con los asesinos de Guillem Agulló, preocupan menos al poder que un rapero.
Tal como han enfocado las cosas los guionistas del Madrid político, judicial y mediático parece que están dispuestos a meter en prisión a dos millones de personas. También deben de suponer que las buenas gentes de Cuenca, Santander y Cartagena van a tragarse sin más la película de una Catalunya en la que las calles arden en manos de etarras con barretina. Tal vez las efusivas felicitaciones que recibió de sus colegas el juez Llarena sean –para algunos– la confirmación de lo adecuado de una estrategia, tal vez. Pero esta operación contra la verdad en Catalunya no saldrá gratis, ya nos han avisado desde Alemania. La democracia instaurada en 1977 no saldrá indemne de este incierto viaje a los pantanos.