"Poner o quitar el amarillo", Francesc-Marc Álvaro

Las calles nunca han sido y nunca serán neutrales. La supuesta neutralidad de las calles no existe. Lo que hay, en cualquier democracia más o menos sólida, es pluralidad en las calles, eso es la presencia de varios símbolos y mensajes que expresan el pluralismo de la sociedad. Cualquier demócrata –piense lo que piense sobre Catalunya o la protección de las aves en peligro de extinción– debería tener claro que todo el mundo tiene derecho a utilizar el espacio público para decir lo que quiera. En las calles, hay que poder encontrar mensajes diferentes y también antagónicos. La pretendida neutralidad es una trampa que intenta tender quien dispone del monopolio de la violencia y de la capacidad de coerción.

A raíz del encarcelamiento de políticos y dirigentes so­ciales, el mundo soberanista puso en marcha varias protestas. El lazo amarillo y el color amarillo se han convertido en símbolos de la exigencia de libertad para los presos independentistas. Aparte de las personas que llevan el lazo, el color amarillo ha aparecido de varias maneras en calles, plazas, caminos y carreteras. El soberanismo no ha hecho nada que antes no hubieran hecho otros movimientos, como el ecologismo, el feminismo o los sindicatos obreros. Se llama libertad de expresión. El alcalde de Tarragona, el socialista Ballesteros –nada sospechoso de soberanista–, lo ha dejado claro: “Pienso retirar aquellos símbolos, sean del ámbito que sea, que estén tapando un semáforo, una señal de tráfico o un ­servicio, pero no pienso dedicarme a retirar lacitos ni otras cosas”.

Es normal y legítimo que una parte de la ciudadanía esté indignada porque se aplica la prisión provisional a personas de probado talante pacífico y, además, por un asunto político que nunca debería haber quedado en manos de los tribunales. Como también es normal y legítimo que exista otra parte de ciudadanía que no comparta esta protesta. Debemos asumir esta realidad. Cuando el independentismo no pasaba del 20%, todo parecía armónico; entonces, la disensión estaba bajo control. Ahora que ha llegado al 48%, se habla de profunda división y algunos no se quitan la palabra fractura de la boca. Catalanes a favor y en contra de la independencia.

(ACN)

He escrito muchas veces que el independentismo no puede actuar como si hubiera llegado al 55%, de la misma manera que el Estado no puede actuar como si dos millones de personas fueran un simple problema de orden público. El martes, pude escuchar al filósofo Daniel Innerarity en el CCCB y tomé nota de una de sus interesantes reflexiones sobre la situación catalana: no puedo exigir al otro lo que no me exijo a mí mismo, hay que tener presente el principio de reciprocidad para avanzar. Exacto. No puedo exigir al vecino que no cuelgue la bandera que quiera en su balcón porque yo no quiero que nadie me diga si puedo o no puedo colgar la bandera que me dé la gana. Tenemos que convivir, pues, con banderas distintas, de la manera más civilizada posible. Con algunos límites, obviamente: por ejemplo, la bandera nazi no es un símbolo cualquiera. Su presencia –en un campo de fútbol, una manifestación o un balcón– es un mensaje de odio inequívoco. El pensador navarro añadió otra observación valiosa: pasará un tiempo hasta que se vea que el otro es “irreductible”. Dicho de otro modo: independentistas y constitucionalistas (o republicanos y unionistas) debemos asumir que estamos en un empate. Nadie tiene bastante mayoría social.

Las sociedades contemporáneas viven divididas por docenas de cuestiones y el reto es gestionarlas, no esconderlas. Eslóganes como “Nucleares, no gracias” o el antiabortista “Cada vida importa” no tienen un consenso unánime y generan controversia. Pero no hay que arrancar los carteles que expresan estos lemas, en caso de que no estemos de acuerdo. ¿Por qué los unionistas no ­ponen sus símbolos en vez de “limpiar” (el verbo es suyo) la calle de símbolos amarillos? ¿Tan poco creen en su pro­yecto? No es lo mismo quitar símbolos que ponerlos. Y quitarlos de manera agresiva, amenazadora y violenta (como ha pasado en varios lugares) no es una actitud que genere simpatías por la causa que defienden.

Hay quien dice que los lazos amarillos son una provocación y rompen la convivencia. Seamos serios: lo que rompe la convivencia es poner a gente en prisión y alimentar la mentalidad “a por ellos”, como hacen algunos políticos y medios. Si los que ponen lazos amarillos exhibieran una actitud agresiva idéntica a la de muchos que los quitan, el drama estaría servido. Pero el independentismo no se puede permitir ningún incidente que ponga en duda su condición de movimiento pacífico. Llarena ha comprobado que esta verdad es más fuerte que su fábula.

No me gustan las cruces amarillas en las playas. Prefiero otras formas de protesta para pedir la libertad de los presos independentistas. Dicho esto, y al margen de gustos personales, hay que recordar que la democracia no consiste en dictar silencio para evitar que haya mensajes que nos molesten, sino en hacer posible que el espacio público acoja todas las ideas y sensibilidades.

24/05/2018 - lavanguardia