"La Pasionaria del PP", John Carlin

(Oriol Malet)

Muchos me preguntan si veo a algún político en el panorama internacional a la altura de Nelson Mandela. Suelo decir que no, pero en vísperas de la fecha en que el líder sudafricano hubiera cumplido 100 años (este miércoles 18 de julio), me veo obligado a replantearme la cuestión. Sale una pretendiente al escenario, es de Valladolid y su nombre es Soraya Sáenz de Santamaría, exvicepresidenta de Gobierno y actual candidata al liderazgo del Partido Popular.

Mandela luchó contra el apartheid. Resulta que Sáenz de Santamaría también. Y, como dejó bien clarito en una entrevista esta semana, sigue en la lucha hoy. “En Catalunya –dijo– practican el apartheid”. Los impulsores de esta detestable ideología son los líderes in­dependentistas catalanes, primero entre ellos el presidente de la Generalitat, Quim Torra. “No debe haber ningún apaciguamiento con esta gente”, declaró la Pasionaria del PP.

Bueno. Ya. Perdón. Basta de bromas. ¿Que en Catalunya hay apartheid? ¿Sabe esta señora lo que está diciendo? Evidentemente no, así que le haremos el favor de darle una breve lección de historia.

Apartheid (pronunciado apárteid) es una palabra en afrikaans, lengua derivada del holandés que hablaban los primeros colonos europeos que se instalaron en el Cono Sur de África en el siglo XVII. Se traduce literalmente como separación y define un sistema de leyes impuesto en Sudáfrica en 1948 que forzó a las diferentes razas a vivir aparte en condi­ciones de drástica desigualdad.

El resultado fue que durante casi medio siglo, hasta la llegada de Mandela al poder, la minoría blanca gozó de quizá el mejor nivel medio de vida de la historia de la humanidad mientras que la mayoría negra vivía en la pobreza, condenada a un sistema educativo deliberadamente inferior al de los blancos, a un sistema de salud pública a años luz del que disfrutaban los blancos, a vivir en áridos guetos en las periferias de las ciu­dades, a viajar en cuarta clase en los trenes y, por supuesto, a no tener el derecho al voto. Si se quejaban, los metían presos sin juicio. Si se quejaban más, los torturaban. Si se quejaban ­demasiado, o los condenaban a cadena perpetua o los mataban –a veces por la vía legal (con una soga), a veces con las pistolas de los escuadrones de la ­muerte–.

¿Ve la señora Sáenz de Santamaría algún parecido entre el sistema constitucional del apartheid y la situación actual de Catalunya? El detalle de los políticos encarcelados sin juicio, quizá. Vale. Se lo concedo. ¿Pero algo más? ¿Los catalanes que desean seguir dentro de España no tienen el derecho al voto, van a colegios inferiores, no los atienden en los hospitales, los torturan y los matan?

Supongo que la aspirante a pepera en jefe respondería que estoy siendo demasiado literal, que ella usó la palabra apartheid en sentido metafórico. Pero, en tal caso, ¿no se da cuenta, por el amor de Dios, de la banal ligereza y el increíble mal gusto de su bromita? Mandela definió el apartheid como “un genocidio moral” porque su objetivo fue exterminar la dignidad de todo un pueblo. ¿No entiende esta mujer lo profundamente ofensivo que es comparar semejante crueldad histórica con la situación que se vive hoy en uno de los lugares más prósperos, más libres y (sí) más igualitarios de la tierra?

Por si su limitado juicio le impide entenderlo, se lo explico. Decir que en Catalunya practican apartheid no es un insulto, en primer lugar, a los líderes electos de su gobierno, que de­berían ser lo suficientemente gran­decitos, se supone, como para pasar de semejante tontería. Es ante todo un ­insulto a las decenas de millones de personas que sufrieron los horrores, las miserias y las indignidades del apartheid.

Sólo supera a Sáenz de Santamaría en grosería el exministro de Defensa del PSOE José Bono, con su repetida insistencia en que los líderes independentistas catalanes son unos nazis. No lo ve el pobre hombre, pero cada vez que lo dice se está cagando en las víctimas del nazismo. No lo ve, pero lo que hacen él y Sáenz de Santamaría es delatarse a sí mismos como gente no sólo ignorante, sino mediocre y pueblerina. Hablan de lo que no saben, no han leído, no han salido de sus aldeas mentales. Sensibilidad moral cero.

Sensibilidad política cero también cuando Sáenz de Santa­maría dice que “no debe haber ningún apaciguamiento con esta gente”. Esas ocho palabras resumen la ineptitud po­lítica de un gobierno que no solo fracasó a lo largo de seis años y medio en su ­intento de frenar el independentismo, sino que le dio alas.

Afortunadamente, el nuevo Gobierno español da señales de haber aprendido de los despropósitos del PP. El presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, parece entender el valor de no siempre escupir lo que uno piensa, de medir las palabras, de tratar a los rivales políticos con visibles muestras de respeto, de cambiar la música ambiental. Durante sus pocas semanas en el poder se ha trasladado a los políticos presos de Madrid a Catalunya, que no resuelve la esencial barbaridad cometida contra ellos pero es un gesto de humanidad e inteligencia política ausente en sus predecesores.

Sánchez se ha reunido con Quim Torra sin sucumbir a la tentación de llamarle nazi o racista y después ha comentado el encuentro entre los dos con un tono cordial en un par de tuits escritos en ­catalán. Los sospechosos habituales de la derecha española le han criticado, dejando en evidencia su chiquillez, lo anclado en el pasado que están, lo poco aptos que son para hacer política en una democracia moderna. Todo puede cambiar, pero hoy Sánchez está dando una lección de madurez. Reconoce que lo que le corresponde como presidente de Gobierno es compor­tarse como un adulto, con pragma­tismo, no con berrinches, por el bien común. Ya tocaba un poco de eso en la Moncloa.

Mandela, cuyo legado se celebrará por todo el mundo esta semana, hubiera reaccionado con furia a la necedad del comentario sobre el apartheid de Sáenz de Santamaría y con estupor ante la incompetencia de su gobierno de cara a la crisis catalana. A Sánchez le hubiera dado un pequeño aplauso. Sin saberlo, quizá, Sánchez está siguiendo el manual de Mandela para resolver un problema que, comparado con el que apaciguó en su país el líder nacido hace cien años, es un juego de niños.

15/07/2018 lavanguardia