"La vieja obsesión del Partido Comunista por tener el control absoluto", James Leibold

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MELBOURNE, Australia — China ha creado una amplia red de centros extrajudiciales de confinamiento en la región occidental de Xinjiang, donde se obliga a los uigures y otras minorías musulmanas a renunciar a su cultura y religión, y se les somete a la fuerza a un régimen de reeducación política. Después de mucho tiempo de negar la existencia de este tipo de campos, el gobierno ahora ha decidido referirse a ellos como centros inofensivos de capacitación donde se imparten clases de Derecho, mandarín y destrezas vocacionales, una designación que bien se sabe es un eufemismo falso que emplean con la intención de evitar críticas por los tremendos abusos cometidos en contra de los derechos humanos.

No obstante, estos campos, en especial su ambición de cambiar la mentalidad de las personas, revelan una lógica familiar que ha definido desde hace mucho tiempo la relación del Estado chino con sus ciudadanos: un enfoque paternalista que considera patológicos los pensamientos y las conductas divergentes, por lo que intenta transformarlos por la fuerza. La escala y ritmo de la campaña del gobierno en Xinjiang quizá resulten extraordinarios en la actualidad, pero esta práctica, así como sus métodos, no lo son.

Ya desde el siglo III antes de nuestra era, el filósofo Xunzi argumentó que la humanidad era como “madera torcida” y que las fallas de carácter del individuo debían eliminarse o corregirse para lograr la armonía social. Por su parte Mencio, un pensador rival, creía en la bondad innata de los seres humanos, aunque también resaltaba la importancia de la superación personal.

En un marcado contraste con el liberalismo occidental, el confucianismo (y la cultura política china en general) no se basa en los derechos individuales, sino en la aceptación de la jerarquía social y la creencia de que los humanos son perfectibles. Conforme al pensamiento chino, los seres humanos no son creados iguales, sino que varían en suzhi (素质), o calidad. Por ejemplo, un agricultor uigur pobre del sur de Xinjiang se ubica en la parte baja de la escala evolutiva, mientras que un funcionario de la mayoría étnica han se encuentra hacia la parte alta.

A pesar de lo anterior, los individuos son maleables y, si bien la calidad suzhi es en cierta medida innata, también es producto del ambiente físico y la crianza de cada persona. Al igual que el ambiente equivocado puede corromper, el ambiente correcto puede resultar transformador. De ahí la importancia de aplicar las enseñanzas de personas que se cree tienen un suzhi más elevado, aquellas a las que Confucio llamaba “personas superiores” (君子) y los comunistas llaman ahora “delegados líderes” (领导干部).

Así que, incluso un agricultor uigur que se encuentra al fondo de la clasificación puede mejorar su suzhi con educación, capacitación, entrenamiento físico o, quizá, migración. Además, un gobierno benevolente y culto tiene la responsabilidad moral de ayudar activamente a sus súbditos a mejorar o, en palabras de la académica de China Delia Lin, moldear a las “personas originalmente con defectos para que se transformen en ciudadanos bien desarrollados, competentes y responsables”. Durante sus siete décadas en el poder, el Partido Comunista Chino (PCC) ha intentado en repetidas ocasiones reformar a los estudiantes revoltosos, los opositores políticos, las prostitutas y los campesinos.

Durante los siglos de la China imperial, el orden social se incubaba en la familia: a los padres les correspondía guiar a los hijos, y a los esposos, a sus esposas, según un conjunto rígido de rituales. Si la familia estaba en armonía, toda la comunidad también podría estarlo. Por otro lado, las malas acciones ameritaban castigos como palizas, esclavitud, exilio, o incluso la muerte por estrangulamiento, decapitación o mil cortes.

Actualmente, el sistema educativo de China, al igual que la teoría del encarcelamiento e incluso el trabajo del Frente Unido (la maquinaria de influencia del PCC, cuyos agentes intentan ganarse o integrar a personas que no son miembros del partido y a ciudadanos que viven en el extranjero), se basan en la lógica transformadora de ganhua (感化), que consiste en reformar aspectos repugnantes del carácter a través de ejemplos de superioridad moral.

Por ejemplo, a los presos por lo regular se les mantiene aislados cuando ingresan al sistema penitenciario y se les reintegra gradualmente al grupo. Poco a poco se les obliga a obedecer al personal de la prisión, a encargados de celdas estilo matones y a otros presos reformados. Para lograrlo, se aplican tácticas muy variadas, desde alicientes (como más comida, horas de sueño o contacto humano) hasta castigos (hacerles pasar privaciones, someterlos a tortura, relegarlos o aislarlos). En teoría, experimentar vergüenza, culpabilidad y remordimiento, además de la confesión, producen en la persona en cautiverio una conversión y renovación. Este proceso es intencionalmente destructivo: según explica el filósofo contemporáneo Tu Weiming, se trata de un camino necesario de “dolor y sufrimiento” en busca de una mejoría en el ser humano.

La idea era moderar la severidad del proceso mediante el deseo voluntario de mejorar y la expresión de empatía hacia quienes no lo lograban. Pero los miembros del PCC, con tal de mantener el autoritarismo, han hecho a un lado esos factores mitigantes. Han basado su labor en gran medida en la coerción en vez de la persuasión moral, y sus métodos despiadados han ocasionado la muerte de decenas de millones de ciudadanos chinos desde hace años.

Muchas de las personas que el PCC ha intentado reformar estuvieron sujetas a “sanciones administrativas” (行政处罚) en vez de procesos penales, y las enviaron a centros donde los “reeducan mediante el trabajo” (laojiao, 劳教). El sistema laojiao quedó abolido formalmente en 2013, después de ser blanco de críticas por violaciones a los derechos individuales. Sin embargo, el régimen de reeducación continúa en la actualidad, y no solo en Xinjiang, disfrazado como una especie de capacitación legal y moral obligatoria, o tutelaje. Personas comunes y corrientes o famosas, por igual, pueden quedar sujetas a este proceso, en general en contra de su voluntad y sin ningún tipo de recurso legal.

En 2014, el actor Huang Haibo pasó seis meses en “custodia y educación” por haber solicitado los servicios de una prostituta. La destacada actriz Fan Bingbing desapareció varios meses este año; más tarde, confesó públicamente que había cometido fraude fiscal y elogió al PCC.

También es un esfuerzo popular. En nombre de la “revitalización rural”, los funcionarios del PCC en la provincia Heilongjiang del área noreste han convocado a la “estandarización del pensamiento y el comportamiento campesinos”. El programa es tan solo una parte de un plan de acción nacional a tres años diseñado por el Comité Central del partido con el objetivo de “elevar la suzhi ideológica y moral de los campesinos chinos para refrescar y corregir su carácter sencillo y honesto”.

Cuando se aplica en Xinjiang, el Tíbet u otras zonas fronterizas, ganhua parece equipararse a un “proyecto civilizador”, como lo ha descrito el antropólogo Stevan Harrell, cuyo propósito es crear una población uniforme con la consigna de una sola “nación china” (中华民族). Pero va más allá. En la década de los sesenta, el psiquiatra Robert Jay Lifton designó como “totalismo ideológico” al control del pensamiento al estilo chino, caracterizado por su fe dogmática en la verdad absoluta y su obsesión por reparar lo incorregible.

Lifton subrayó que el totalismo ideológico en China no es un proceso continuo, sino un fenómeno cíclico. Provoca toda una mezcla de emociones. Algunos se someten, otros lo esquivan; unos cuantos quizá hasta se sientan entusiasmados en un principio. No obstante, con el paso del tiempo, la sofocante naturaleza de la represión también tiende a generar resentimiento y resistencia, que a su vez incitan métodos de control todavía más represivos.

Durante la era maoísta, distintas campañas de reformación se fueron consumiendo porque tanto los detenidos como sus vigilantes padecían hambre y agotamiento. En cuanto una ola de represión se abatía, surgía otra, con un objetivo distinto: a los llamados derechistas, liberados en 1959 por órdenes de Mao, se les etiquetó de contrarrevolucionarios y sufrieron persecuciones unos cuantos años después, durante la Revolución cultural.

Desde la década de los ochenta, los objetivos de reforma económica de Deng Xiaoping ayudaron a que la sociedad china regresara a una situación más equilibrada y pragmática, al menos hasta la matanza de Tiananmén. Pero ahora, el presidente Xi Jinping parece estar intensificando de nuevo la represión en contra de grupos como minorías étnicas, intelectuales, abogados, cristianos, activistas laborales e incluso estudiantes maoístas.

Con todo, el totalismo ideológico parece contener las semillas de su propia destrucción. Es muy costoso. Alienta abusos de poder entre los funcionarios locales del partido, que reciben recompensas por mantener la estabilidad. Tales abusos socavan tanto el Estado de derecho como la confianza social.

Con el tiempo, el totalismo ideológico corre el riesgo de corroer la legitimidad del Estado y “en cuanto el público comienza a perder la confianza en el gobierno y deja de identificarse con él, aumenta el pánico y se desata el caos social total”, escribió el académico chino Yu Jianrong.

La inseguridad fundamental del régimen, su temor a la rebelión y la desintegración de China, lo impulsa a invadir cada vez más la vida privada de sus ciudadanos, con lo que solo logra aislarlos. La represión de los uigures en Xinjiang es tan solo la manifestación extrema de esa obsesión virulenta e insostenible que sufre el PCC de tener el control absoluto.