"Ninguna discriminación es positiva", Lorenzo Bernaldo de Quirós

La reciente polémica sobre la revisión de la ley de Violencia de Género en Andalucía trasciende a esa región y a ese tema específico porque pone de relieve una discusión latente y relevante de alcance general: la referida a la progresiva erosión de la igualdad ante la ley en las Españas a través de la expansión de las denominadas leyes de discriminación positiva, o de acción afirmativa en la terminología norteamericana. Estas apelan al deber moral de corregir los agravios históricos sufridos por determinados colectivos como consecuencia de su raza, de su sexo o de su condición. Para ello no basta con la eliminación constitucional de las discriminaciones negativas que aquellos soportaron en el pasado, sino que se requiere otorgarles un trato de favor; esto es, otorgarles beneficios legales y materiales no accesibles al resto de los ciudadanos y, además, garantizados a perpetuidad.

Una de las conquistas de las democracias liberales fue el reconocimiento de derechos iguales para todos los ciudadanos. Conforme a este principio, las leyes son generales, no pueden hacer acepción de persona o grupo y han de ser neutrales respecto a los valores y las preferencias últimas expresadas por los individuos. Este enfoque es incompatible con normativas destinadas a complacer pretensiones de carácter particular o grupal. ¿Por qué es relevante ser mujer, homosexual o inmigrante y no lo es ser heterosexual, blanco o católico? La respuesta a esos interrogantes es fácil: la definición de relevancia es por definición subjetiva y, por tanto, conduce a un conflicto permanente cuya evolución queda al inquietante arbitrio de la fuerza política de cada tribu en cada momento.

Si el Gobierno legisla para sa­tisfacer reivindicaciones grupales, genera incentivos para desatar ­movimientos en la dirección contraria y alimenta una dinámica ­social de ­todos contra todos. Sentado el precedente, no hay límite natural al ­número de grupos que favorecer, y la virulencia potencial del enfrentamiento entre ellos es directamente proporcional a la intensidad con la que unos sectores perciban las legislaciones favo­rables a otros como una agresión o una lesión de sus derechos y de sus valores. El resultado es una sociedad atomi­zada en fragmentos enfrentados entre sí, una forma de guerra civil fría. De esta manera, el concepto de ciuda­danos iguales en derechos y deberes salta en pedazos.

Por otra parte, las legislaciones discriminatorias pro minorías diluyen a los individuos en colectivos de carácter identitario y los adscriben a ellos de manera arbitraria y forzosa. Eso implica atribuir a elementos metaindividuales la pertenencia de las personas a un ente orgánico, con vida y existencia propia que constituyen las raíces únicas o predominantes de su identidad, en detrimento de su autonomía y de su libertad de elección. Esta visión colectivista reproduce en el mejor de los casos los rasgos de la sociedad estamental del antiguo régimen, y en el peor, destila un acusado tufo totalitario. En concreto rompe cuatro de los pilares esenciales sobre los que Occidente avanzó hacia la libertad: la separación entre lo que es de Dios y lo que es del César; la distinción entre la comunidad y el individuo; la diferenciación entre lo público y lo privado, y el imperio de la igualdad ante la ley frente a los privilegios.

En su célebre libro Economics of discrimination, Gary Becker señaló las negativas consecuencias socioeconómicas derivadas de la discriminación positiva. Demostró que el sacrificio de la igualdad ante la ley y, con él, la erosión del marco institucional promotor de una carrera abierta a los talentos son antagónicos con una sociedad basada en el mérito y en el esfuerzo. Ello lastra el dinamismo y la innovación, la productividad de la economía y la movilidad social. Al mismo tiempo, penaliza a los individuos ajenos a las minorías privilegiadas al reducir sus oportunidades de desarrollo personal y profesional. Ese desigual tratamiento no sólo genera graves ineficiencias en el plano de la economía sino que es una fuente de resentimiento y de conflicto porque ofende cualquier criterio elemental de equidad y de justicia.

Aunque resulte para muchos irritante, la fundamentación última de las estrategias de acción afirmativa es similar a la demanda de prebendas regulatorias o financieras desplegada por los sectores económicos o profesionales que buscan en la acción de los poderes públicos protección para sus intereses. Desde un punto de vista conceptual no hay divergencia de naturaleza entre la introducción de un arancel a las importaciones para preservar de la competencia exterior a una determinada industria y el establecimiento de cuotas obligatorias en cualquier actividad pública o privada, reservadas a una comunidad étnica o de género, por citar dos casos emblemáticos. Las mismas razones para oponerse a las primeras, la lesión de los derechos de la mayoría, caben ser esgrimidas para rechazar las segundas.

Cualquier discriminación o restricción legal de los derechos individuales por motivos religiosos, raciales o de género es inaceptable, pero no cabe extender ese criterio a las relaciones privadas. Un miembro de un grupo X no puede ser obligado contra su deseo a asociarse con miembros de un grupo Y; un empresario no tiene por qué ser forzado a contratar a quien no desee sean cuales sean los motivos de su conducta; un florista judío no tiene por qué estar impelido a suministrar la corona mortuoria para el entierro de un nazi, o un hotelero homófobo a servir una boda gay. Algunas de estas prácticas pueden ser y son condenables por causas éticas, pero han de ser combatidas o censuradas por medios ajenos a la coerción estatal; por ejemplo, campañas publicitarias contra quienes realizan actos discriminatorios, boicot a los productos de las empresas que actúan de esa manera, etcétera. Ahora bien, el ejercicio de la libertad incluye el de excluir el acceso de terceros a la esfera privativa del individuo. Este es un axioma que no hay que olvidar.

12/01/2019 lavanguardia