īSin faldasī, Joana Bonet

En la polémica que se originó a propósito del traje que lució Carme Chacón en la Pascua Militar hay una letra pequeña que no debería pasar inadvertida. Sí, estampada en la esquina del asunto y del cartón: "Vestido largo las mujeres". ¿Por qué "vestido"? El interrogante a primera vista parece un pleonasmo, hasta el punto de resultar irrelevante. El dress code,educadamente planteado como un ruego, no se cuestiona, y menos aún se discute que a las mujeres se las requiera con vestido o falda, la prenda más diferenciadora del hábito masculino junto a la ropa interior. También es una pregunta incómoda: ¡qué sería de la solemnidad si el protocolo se actualizara! ¿Acaso tendría sentido el vals bajo la luz de la araña de cristal? Hay tradiciones que se revisan tan sólo con el cuentagotas del tiempo porque su único sentido es mantener la perpetuidad del anacronismo. Las civilizaciones, no obstante, se sacuden constantemente los sustratos heredados a fin de que su testimonio cristalice. Gracias a una suma de pequeñas oscilaciones y un par de cambios radicales cada siglo, no más, la indumentaria ha ido fijando nuevos códigos en su tarea de representar una identidad, una función o un sexo.

En 1918, año en que Inglaterra aprobó el sufragio universal, que una mujer llevara pantalones resultaba un auténtico desafío moral. La institutriz Helen Brion era condenada en un consejo de guerra a seis meses de cárcel por llevar el pelo corto y pantalones de ciclista. Tan sólo una élite se pertrechaba en la coartada del deporte, además de ser atuendo usado por artistas, cabareteras o prostitutas. Aún en los años sesenta, la sombra de Juana de Arco, condenada a la hoguera por vestir como un hombre, entre otras brujerías, permanecía intacta. Nan Kempner, clienta de alta costura de Yves Saint Laurent, entraba en el restaurante Côte Basque de Nueva York con una túnica-pantalón, hecho por el que fue recriminada impidiéndosele el acceso al local. Sin dudarlo, Kempner se quitó el pantalón y se sentó en la mesa con una servilleta encima de sus rodillas. "¿Le parece mejor así?", le preguntó al maître.

Con el prêt-à-porter, el uso del pantalón se normalizó, pero hasta hace tan sólo dos años la mayoría de uniformes femeninos incluía la falda obligatoria. Hubo que esperar al 2006 para que Adolfo Domínguez diseñara los uniformes de Iberia y la empresa ofreciera por primera vez a las azafatas la opción de elegir entre falda y pantalón. Un año más tarde, El Corte Inglés secundaba a Iberia: entre las dos modalidades planteadas, el 97% de las empleadas escogió el pantalón. Un 97% libre de sospecha. Incluso el uniforme de gala del ejército prevé la doble versión, aunque una militar aún debe solicitar autorización para cubrirse las piernas.

Pero en pleno siglo XXI todavía existen empresas que obligan a llevar falda, como en el hospital San Rafael de Cádiz. Según ha corroborado el Tribunal Constitucional - al que también acudió el personal de Renfe antes de llegar a un acuerdo extrajudicial con la empresa-,las enfermeras deben enfundarse esa prenda para recoger gasas y arreglar camas. En algunas entrevistas "con humor" se le ha pedido a algún varón que se calce unos tacones. Que hagan lo mismo con una falda, que se travistan por unos minutos y noten el frío o el sudor entre las piernas, el roce del asiento del coche, que echen a correr… Verán qué divertido resulta.

Asumimos la polémica del velo islámico porque es ajena a nuestras convenciones y no somos capaces de cuestionar la obligatoriedad de la falda en la indumentaria de trabajo o el vestido largo en la etiqueta. ¿Quiénes están legitimados a ejercer de guardianes de la imagen de la mujer, dictando la frontera de la corrección? ¿De verdad es lo mismo un hombre sin corbata que una mujer sin falda?

28-I-09, Joana Bonet, lavanguardia