´TC y ´tiranía de la mayoría´´, Ferran Requejo

Las relaciones entre el liberalismo político y la democracia han sido conflictivas desde los mismos inicios de la modernidad. Ello resulta bastante explicable ya que ambas concepciones apuntan a objetivos distintos y se basan en diferentes valores. Mientras el liberalismo se mueve impulsado por dos objetivos básicos, proteger una esfera de derechos y organizar un tipo de poder político que sea limitado, sea quien sea el que lo ejerza, la democracia refiere a la igualdad de ciudadanía, la participación y al control popular de las decisiones colectivas. A través de procesos históricos convulsos, la práctica ha acabado produciendo estos sistemas políticos a los que llamamos democracias liberales, un nombre híbrido que indica la yuxtaposición de dos lógicas distintas, cada una con sus partidarios y detractores. Se trata de un tema clásico analizado desde los tiempos de las revoluciones francesa y americana (Madison, Jefferson, Tocqueville, Stuart Mill, Berlin, Dahl, Wolin...).

Una concreción constitucional de las tensiones entre liberalismo y democracia la constituye la de las denominadas instituciones antimayoritarias.El liberalismo ha tratado de combatir el riesgo de la tiranía de la mayoría a partir de un conjunto de instituciones (derechos, separación de poderes, elecciones competitivas, federalismo...) que garanticen los derechos de las minorías y evite las versiones autoritarias (no liberales) de la democracia. Pero cuando la tradición liberal habla de minorías normalmente se ha referido a las de carácter transitorio, es decir, aquellas que lo son de momento pero tienen opciones de convertirse en mayoría en el futuro (por ejemplo, los partidos de la oposición). En cambio, el tema de las minorías permanentes de las democracias no ha empezado a tratarse de manera solvente hasta finales del siglo XX (minorías nacionales, culturales, étnicas...).

Los Tribunales Constitucionales (TC) son una concreción, en principio conveniente, de las instituciones antimayoritarias. Pero, como casi todo en la vida, depende de cómo se regulen. Y ello remite al tipo de sociedad y de Estado concreto de que se trate. En el caso español, una sociedad con una importante presencia de minorías nacionales permanentes y un Estado con autonomías políticas. Sin embargo, la regulación constitucional y legislativa actual del TC en relación con ambos aspectos presenta graves deficiencias, especialmente en tres aspectos: su composición, sus procedimientos y la relación que propicia con los partidos.

1. Composición. El TC está formado por doce magistrados, todos ellos nombrados por instituciones del poder central (Parlamento, Gobierno y una organización judicial centralizada). Las autonomías no desempeñan aquí ningún papel relevante, pese a que es el TC quien falla los casos de conflicto entre los dos niveles de gobierno. El supuesto árbitro sólo lo nombra uno de los equipos (la actual regulación a través del Senado de cuatro magistrados es una simple tomadura de pelo).

2. Procedimientos. El caso de las reformas de los Estatutos aprobados por referéndum supone un sinsentido en términos procedimentales. No es de recibo que el TC pueda actuar después de la aprobación del texto por parte de dos parlamentos (autonómico y central) ydeun referéndum de los ciudadanos implicados. Este es un procedimiento que enfrenta la legitimidad democrática y representativa con la legitimidad judicial. Si el TC ha de actuar, ello debería producirse antes del referéndum, no después. La última palabra deberían tenerla los ciudadanos.

3. Dependencia de los partidos. En los últimos años la lucha entre PSOE y PP ha sumido al TC en un profundo desprestigio. Hasta el punto de que hoy puede decirse que es una institución con un poder político importante, pero con casi nula autoridad moral. Ello representa un problema para el conjunto del sistema, especialmente en un Estado plurinacional y con un doble nivel de gobierno.

La experiencia del TC hasta ahora ha mostrado diversas fases de actuación que han ido de mejor a peor.

Hoy predomina un legalismo de corto alcance y de bajo contenido intelectual, muy alejado, por ejemplo, de las sentencias de otros tribunales europeos o americanos cuando se enfrentan a casos de pluralismo nacional o sobre la organización territorial del Estado. El tema mal regulado es de fondo.

En las democracias plurinacionales, las fórmulas antimayoritarias pueden asegurar una regulación solvente del pluralismo interno que proteja el reconocimiento y autogobierno de las minorías nacionales. Pero en este caso dicha protección debe ser explícita y contundente en el texto constitucional. En caso contrario, si se establecen regulaciones constitucionales ambiguas y procedimientos legales de dudosa legitimidad que no impiden la tiranía de la mayoría,como aquí ocurre, es la misma democracia liberal la que se resiente. La Constitución actual se estableció antes que las teorías liberal-democráticas actuales aclararan cómo proceder a un reconocimiento y a una acomodación eficiente de las minorías nacionales. El progreso siempre llega tarde. Pero una de las virtudes de las democracias es la rectificación de lo que está mal regulado. Y, más allá de la nefasta situación en caída libre actual del TC en términos de prestigio y de legitimidad, la deficiente regulación legal de los tres aspectos anteriores debería ser cambiada de raíz.

Ferran Requejo, catedrático de Ciencia Política en la UPF y autor de ´Las democracias´ (Ariel, 2008), 28-I-09, lavanguardia