´Sostenibilidad débil contra fuerte´, Andrea Noferini

El concepto de desarrollo sostenible cumple más de treinta años y, como uno de esos modernos treintañeros que habitan nuestras convulsas metrópolis, no piensa abandonar el techo materno. Su padre, la ecología, y su madre, la economía, no han dialogado casi nunca. Lo suyo fue un claro matrimonio de interés, firmemente dominado por la parte materna, en aquel momento la más influyente y la que cubría todos los gastos. Cabe decir que el niño tuvo suerte genética (y mediática), ya que inmediatamente a su nacimiento tuvo que enfrentarse en la guerra fratricida que lo opuso al término ecodesarrollo.Cuenta Ignacy Sachs, consultor de las Naciones Unidas para el medio ambiente en los años setenta, que fue el propio Henry Kissinger, jefe entonces de la diplomacia estadounidense, quien vetó en los foros internacionales la palabra ecodesarrollo en favor del término, algo más opaco, de desarrollo sostenible.

Surgido como respuesta a una avalancha de críticas contra el capitalismo, la idea de desarrollo sostenible nació por la vía negativa, es decir, como resultado de la toma de conciencia de la insostenibilidad de los patrones de industrialización y de las graves amenazas que se cernían (y siguen cerniéndose) sobre el futuro de la humanidad. Genéricamente, solemos referirnos a él con la sobrevalorada fórmula: satisfacer las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. Un eslogan promovido por la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas, el cual debe su éxito más a su opacidad y ambigüedad que a su carácter novedoso. De hecho, la idea no es nueva. Aparecen indicios de su existencia en varias civilizaciones antiguas. Yya en el siglo XVIII, los economistas "fisiócratas" franceses recomendaban conservar cuidadosamente la tierra, única y verdadera fuente de riqueza real.

Básicamente, existen dos ideas de sostenibilidad, establecidas desde cada uno de los dos padres putativos del concepto. La primera, propicia una definición de sostenibilidad débil, que se apoya en la racionalidad económica. Aquí, los mecanismos clave de la acumulación capitalista siguen vigentes, y no se habla en ningún caso de reconvertir la sociedad industrial hacia modelos de producción alternativos. Se afirma que a mayor crecimiento económico corresponderá una mayor sensibilidad ambiental, y que en virtud de los avances tecnológicos tendremos tiempo y recursos suficientes para reparar los daños provocados sobre nuestros ecosistemas. Desde esta perspectiva, el crecimiento económico es considerado una meta en sí mismo, en la medida en que nos hace más ricos, más sanos, más longevos y en que mitiga nuestras angustias respecto del porvenir. De lo que se trata es, simplemente, de hacer más sostenible este crecimiento.

Por el contrario, apoyándose en las leyes de la termodinámica, la lógica sistémica y la ecología, los partidarios de una sostenibilidad fuerte propugnan un verdadero cambio de paradigma, desafiando incluso el mismo concepto de desarrollo económico como objetivo último de nuestras civilizaciones. Los autores pertenecientes a la que se conoce como Ecological Economics afirman que la sostenibilidad no es fruto ni del crecimiento de la producción ni de la eficiencia económica. Sólo puede alcanzarse mediante decisiones que tomen en cuenta, en primer lugar, el impacto de las actividades industriales (y humanas en general) sobre el medio ambiente y, en segundo lugar, consideren las cuestiones intergeneracionales y de equidad social. Hace ya tiempo, uno de sus mayores exponentes, el profesor norteamericano Herman Daly, explicó sin temor alguno que el desarrollo sostenible es desarrollo sin crecimiento. En 1848, John Stuart Mill ya se declaraba escéptico sobre la idea de un progreso económico en tanto que aumento puro y simple de la producción. De hecho, valoraba más un escenario de estado estacionario que otro donde los seres humanos compartieran una "lucha incesante por avanzar y aplastar, dar codazos y pisar los talones al que va delante".

Actualmente, nos hemos acostumbrado a convivir con el concepto de sostenibilidad (débil) y, a pesar de su incertidumbre y ambigüedad, tenemos la esperanza colectiva de haber interiorizado el hecho de que los recursos naturales no son ilimitados y que urge preocuparse por el deterioro de las condiciones de habitabilidad del planeta.

Lamentablemente, la grave imprecisión del término sigue siendo una excusa habitual que impide establecer un consenso político suficiente, con lo cual, las buenas intenciones contenidas en las declaraciones internacionales se quedan en unos meros gestos formales que no sirven para repensar la sociedad industrializada a partir de bases más "sostenibles".

1-II-09, Andrea Nofereini, doctor en Política y Economía, Institut Universitari d´Estudis Europeus, lavanguardia