´Irán, una revolución envejecida´, Tomás Alcoverro

"Que los mártires resuciten, Jomeini ha llegado!". "En el inmenso cementerio de Behset Zahara, al sur de Teherán -escribí aquel 1 de febrero de 1979-, una muchedumbre enfebrecida, sentada o de pie, sobre las humildes losas del camposanto, ha alabado mil veces el nombre de Dios, ha entonado versículos del Corán, ha celebrado con pasión, con entusiasmo, con histeria, el retorno del ayatolá después de un exilio de quince años". Su llegada fue el apogeo de aquella revolución que había movilizado a muchas fuerzas políticas contra el régimen del Sha, desde los comunistas del Tudeh a los liberales de Mahdi Bezargan.

Día tras día, con Manuel Leguineche y Félix Bayón, nos acercábamos al aeropuerto, tomado por el ejército a las órdenes del jefe del Gobierno, Chapur Baktiar, nombrado antes de la salida del Sha Reza Pahlevi, para indagar sobre su tan anhelada llegada.

Teherán era una capital excitada, conmovida por un movimiento popular de rebelión iniciada meses antes en otras localidades del sur, en cuyas céntricas calles, sobre todo en los aledaños de la universidad, se derramaba la sangre de los estudiantes, mártires de la represión policial. Eran aquellas jornadas de inmensas manifestaciones de mujeres cubiertas con chador gritando "Muerte al Sha, Allah u Akbar" (Dios es grande). Los que se exponían a las balas clamaban el regreso del gran ayatolá de Qom.

La fe en el imán era ilimitada. En su primer discurso, en el vasto cementerio chií de la capital, acusó al Sha de la destrucción de la economía, elevó su voz contra la sistemática corrupción que convirtió las ganancias del petróleo en falsos planes de desarrollo y en costosas compras de armas para el ejército. "Construiré con el pueblo un gobierno nacional. Es un deber para todos los creyentes continuar el movimiento islámico".

Durante el reinado del sha, la modernización se hizo a menudo de forma anárquica, sin tener en cuenta las tradiciones de su pueblo. Los iraníes soportaron mal la imposición de esquemas económicos extranjeros. Los problemas de cultura y civilización fueron por lo menos tan importantes al estallar la revolución como el fracaso de la estrategia del desarrollo agrícola e industrial del sha, denominado el gendarme de Occidente.

Fue el 1 de abril, tras un referéndum popular, cuando se proclamó la nueva República, y fue el 4 de noviembre del mismo año cuando un grupo de estudiantes islámicos, entre los que se encontraba el actual presidente, Mahmud Ahmadineyad, ocuparon la embajada de EE. UU., el principio del grave enfrentamiento de ambos

Estados que tanto ha repercutido en Oriente Medio.

Sólo un año después, en 1980, el rais Sadam Husein de Iraq, entonces aliado de Occidente y con el apoyo de los regímenes árabes, inició la guerra contra Irán para frenar las pregonadas amenazas de exportación de la revolución islámica, especialmente al diminuto Bahrein y al frágil Líbano.

Como todas las revoluciones, la del imán Jomeini devoró a muchos de sus protagonistas, empezando por los comunistas del Tudeh o de las organizaciones de tendencia laica y marxista, o los liberales del Frente Nacional. Su primer presidente, Abdelhassan Bnisadre, político laico, que tuvo que exiliarse en París.

Desde el comienzo, al establecerse en la Constitución, el principio básico del Vilayat el faqui, por el que prevalece la autoridad del guía espiritual por encima de la del presidente de la República, se reconoció que el poder de origen divino es superior al que emana de la voluntad popular. Este texto de derecho positivo está sometido a una creencia mística según la cual y mientras no aparezca el imán oculto el máximo poder recaerá en el guía designado por un colegio de notables jurisconsultos. Las fuerzas armadas, la justicia, los Guardianes de la Revolucion, las influyentes y potentes fundaciones dependen del guía y no del presidente elegido cada cuatro años por sufragio universal. El actual guía, que sucedió al ayatolá Jomeini, había sido antes presidente de la República.

Tras la muerte de Jomeini y del final de la cruenta guerra de ocho años con Iraq, en 1988, el régimen islámico comenzó una época de menos exaltación ideológica y rigidez de costumbres, como durante la presidencia de Rafsanyani y, sobre todo, con la elección del reformista Jatami. Recuerdo la ilusión de las mujeres y de los jóvenes de Teherán el día de su escrutinio. Una de las consecuencias de su gobierno fue la llamada primavera de Teherán,con la floración de muchos diarios y revistas. Fue liberada la palabra, se creyó en una reforma imposible del régimen, pero la fuerza de los conservadores que dominaban las instituciones del Estado, fieles dio al traste con sus esfuerzos. El sucesor de Jatami es el presidente Mahmud Ahmadineyad, un ultraconservador que ganó las elecciones en el 2006 y que ha impulsado su polémico programa de energía atómica.

A los treinta años de la llegada de Jomeini a Teherán, la población iraní se ha duplicado, alcanzando los 66 millones de habitantes, la mayoría jóvenes nacidos con el nuevo régimen. El fin de las ilusiones de la utopía islámica se debe a la degradación económica, al paro, al radicalismo religioso, al aislamiento del mundo, al enquistamiento del régimen.

"Yo tenía veinte años -escribió Paul Nizan- y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida". Muchos jóvenes de Teherán, con un alto porcentaje de suicidios femeninos, muy afectados por los estragos de la droga, estos hijos fatigados e incrédulos de la Revolución, encuentran su efímera evasión en las vecinas montañas de la ciudad. Pero es indiscutible que Irán es una gran nación - la antigua Persia-y una potencia regional con la que hay que contar.

Ahora, el metro construido para aliviar el tráfico exasperante de la capital, conduce hasta el mausoleo donde está enterrado el imán Jomeini, cabe al vasto cementerio de Behest Zahara donde pronunció su primer discurso en el histórico regreso de su exilio de París.

3-II-09, Tomás Alcoverro, lavanguardia