´Tras la borrachera, la resaca´, Manel Pérez

Supongamos por un momento, y va a ser mucho suponer, que todo lo que está pasando es sólo el estallido de una burbuja financiera, ciertamente enorme, pero que no estamos, además, atrapados en un precipitado descenso al infierno de una gran depresión.Es difícil asumir esta idea por cuanto es cada vez más evidente que el desarrollo de esta crisis reincide en las etapas que marcaron la enorme debacle de los años 30 del siglo XX. Y aún nadie ha descubierto la manera de ponerle freno.

Sea una cosa o la otra, incluye también el estallido de una burbuja, independientemente de que además tengamos otras cosas peores en el horizonte. Y cuando las manías especulativas se desintegran, siempre dejan al descubierto las vergüenzas de los que durante algún tiempo pasaron por ser los más listos, es decir, los que hacían mucho más dinero que el común de los mortales, más rápido y de forma más fácil e inverosímil. Cuanto más rutilante es la burbuja, más pirotécnico es el escándalo que acompaña a su estallido. Como señalaba Galbraith al analizar El crash de 1929,"el derrumbe (de la especulación) precipita la tasa de descubrimiento" (de los comportamientos ilegales o reprochables).

En eso, entre otras cosas, andamos precisamente ahora en España. Hasta hace dos años hubo en el país dos grandes burbujas. Una, mayoritaria, que atrapó las voluntades y los ahorros de muchos: la inmobiliaria. La segunda, la bursátil, más selecta, pero que cimentó igualmente grandes fortunas y dejó a muchos damnificados sin sus ahorros. Ahora tiene a buen número de empresas sometidas al macabro baile de la depresión de sus cotizaciones.

Es parte de la tradición española que los protagonistas de los pelotazos bursátiles nunca paguen la factura. El regulador de los mercados está siempre tan preocupado en rellenar formularios que nunca es capaz de cazar a los que trincan gracias al manido recurso de echar mano de la información privilegiada. Ni tan sólo cuando se les ha advertido con antelación en las portadas de los diarios. La mediocridad en general y la del regulador en particular sigue gozando de gran indulgencia moral en España. Tan tolerante con unos, y tan intransigente con otros.

Pero la que ahora está en el centro de atención es la otra burbuja, la inmobiliaria. Esa que creó tanto dinero que adormeció las alarmas de todo el circuito económico, desde la banca a la de las grandes empresas, y que también ablandó el rigor moral de muchos responsables políticos.

Como que la borrachera del ladrillo fue en España colosal, del mismo calibre está siendo el terremoto que está causando su descomposición.

La enumeración del rosario de corporaciones locales afectadas por la corrupción urbanística desborda ampliamente las posibilidades de este espacio. Estos días está de actualidad una de ellas, la que investiga el juez Garzón. La red que encabezaba supuestamente el ahora famoso Francisco Correa comenzó contratando la organización de actos con el PP y gracias a esas credenciales dio el gran salto al que era el verdadero negocio, las recalificaciones de terreno en los ayuntamientos de su órbita. Un clásico de la historia pícara de la economía española.

Centrada sobre todo en ámbitos de poder local, municipios y algunas comunidades autónomas, es otro episodio en el que el dinero oscuro de la avaricia inmobiliaria acaba remansado en bolsillos en los que no debería.

Aún no sabemos si lo que ha aflorado hasta ahora, en este caso y en todos los anteriores, como el de Marbella, colmará nuestra capacidad de asombro e indignación o todavía nos queda mucho más por ver. El salario del pecado que sigue tras las épocas de abuso continuará pasando su factura.

Podemos intentar imaginar próximos episodios. Esta misma semana, la prensa anglosajona ponía la lupa sobre los problemas de algunos clubs de fútbol españoles que gracias a las grúas de la construcción que crecieron como setas en sus zonas de influencia se encaramaron a la cima europea y ahora apenas si pueden pagar las nóminas de sus estrellas.

Probablemente, algunas empresas habrán hecho cosas inconfesables que aflorarán cuando no les quede más remedio que llevar los libros a los juzgados... o les reclamen sus acreedores. En fin, tiempos convulsos.

22-II-09, Manel Pérez, lavanguardia