´El pingüino y las cigüeñas´, Joan de Sagarra

"Un golfo se cuela en el paraninfo", titulaba en portada, el pasado jueves, 23 de abril, el Diario de Alcalá,primer diario local de la Comunidad de Madrid. Y debajo: "El gran Juan Marsé será coronado rey de las letras por don Juan Carlos". Pues no está mal, nada mal, ese titular. Yo no sé si Juan Marsé se coló en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Yo diría que no, porque su nombre llevaba años, demasiados, según algunos, sonando como futuro premio Cervantes, el mayor galardón de las letras españolas, hispánicas; pero cuando le vi, el jueves, poco después del mediodía, trepar por la escalerilla que conduce al púlpito, a la cátedra del cardenal Cisneros, disfrazado de pingüino, era evidente que quien subía, menos trabajosamente que lo habitual, por aquella reliquia del Renacimiento español, era el golfo de Juanito Marsé, al que siempre le gustó disfrazarse, ya sea de ángel en los Pastorets de Gràcia,o de dimoni de L´Arboç.Todos sabíamos, y él mejor que nadie, que el chaqué era una obligada penitencia impuesta por el protocolo, pero yo juraría que el golfo de Juanito Marsé hizo de aquella penitencia diversión, y cuando hubo alcanzado el púlpito, antes de largarnos su discurso, nos hizo un guiño a los amigos, como diciéndonos: "Qué, qué os parece mi disfraz?". Y es que, como les decía, a Marsé, al golfo de Juanito Marsé, siempre le gustó disfrazarse.

Coincidí en Alcalá con mi viejo colega Josep Martí Gómez, pobre criatura angustiada hasta que supo que el Espanyol le había metido nada menos que tres goles al Sporting en el Molinón. Pues bien, me decía Josep, que es un buen amigo y conocedor de Marsé -compartieron mesa en la redacción de Por Favor-, que el flamante premio Cervantes es antes un hombre de tertulia, de tertulia ramoniana, de café, o de madrugada, apurando el último culo de whisky en el piso de Jaime Gil de Biedma, que un hombre de discurso. En otras palabras, que el golfo de Juanito Marsé se había disfrazado de pingüino, con gran regocijo propio y de sus compinches, pero, una vez en el terrorífico púlpito, había que dar la cara con un discurso. Y con eso, en Alcalá, no se juega.

Ese discurso, hace un par de meses que ya me lo sabía de memoria, porque Marsé me lo había pasado en una de esas tardes de tertulia cinematográfica en la que compartimos un Jameson en el bar del Majestic con Javier Coma, incondicional del Jack Daniel´s. Cuando lo leí me quedé sorprendido por la rara habilidad que tenía mi amigo para decir lo que siempre había dicho, con una copa en la mano y una carcajada, de la manera más delicada y a la vez más impactante. Les pondré un ejemplo. Hará cosa de ocho años me encontraba con Marsé en Andorra. El autor de Un día volveré había sido invitado a hablar de su obra con alumnos de los colegios andorranos. En uno de esos encuentros (huelga decir que Marsé con los colegiales se siente la mar de cómodo), una chica le preguntó por la desgraciada frase de aquel discurso del Rey, cuando este dijo, refiriéndose a los catalanes, que "a nadie se le obligó nunca a hablar castellano". Y Marsé, sin pensárselo un solo instante, le respondió: "Pues a mí me obligaron a hablarlo a base de hostias".

Está claro que Marsé, por muy disfrazado que fuera de pingüino y por más parapetado que se hallara tras la cátedra-púlpito de Francisco Jiménez de Cisneros, no podía hablar ante el Rey de las hostias que le dieron por no recitar correctamente la lista de los reyes godos, pero se lo dijo de otra manera, de una manera que un Borbón, de lágrima fácil, pudiese entender. "Yo debía de tener siete años -dijo Marsé mirando al Rey-, pero recuerdo muy bien la fogata en medio del pequeño y sombrío jardín, los libros abriéndose como flores rojas (...) sobre todo porque acabé pillando un gran berrinche al ver allí, de pronto, devorado por el fuego, mi primer ejemplar de las hazañas del piloto Bill Barnes, el aventurero del aire,una novelita dequiosco de 60 céntimos". ¿Qué libros se quemaban en la fogata? En su mayoría, libros en catalán ode títulos engañosos que pudieran perjudicar al padre, a Pep Marsé, un rojo separatista y republicano recién salido de las cárceles franquistas.

Marsé, ante el Rey, sustituyó las hostias por la fogata, y al recordar a aquel aventurero del aire abría una ventana a la imaginación -a la imaginación y a la memoria: la de la fogata y de las hostias, del flit, el cilicio y la alabarda-, mientras el señor Zapatero y la señora Esperanza Aguirre ponían cara de póquer.

El pasado jueves había libros, pocos, en Alcalá -la librería Diógenes mostraba un bonito escaparate con libros de Marsé-, y no había rosas. Pero sí cigüeñas. Cigüeñas que mientras Marsé, su familia (los nietos de Juan han sido la gran atracción de este Cervantes) y sus amigos nos tomábamos una copita en una terraza de la calle Mayor, volaban, estupendas, sobre nuestras cabezas, abriendo, también, una ventana a la imaginación.

Jamás había asistido a una entrega del premio Cervantes en Alcalá de Henares y es muy posible que no vuelva a asistir a ninguna otra. Pero siempre me acordaré de aquel jueves, 23 de abril, en que se lo dieron a Juan Marsé. Y me acordaré del discurso de un escritor que se siente catalán, se sabe catalán y escribe en castellano como la cosa más normal del mundo, y que habló, como raras veces se ha hablado aquí, en la Gran Encisera, del oficio, de la imaginación, de la memoria, y de ese algo "que nunca -dice Marsé- he sabido definir, pero que tiene que ver con alguna forma de belleza". Como el vuelo de las cigüeñas, aventureras del aire.

26-IV-09, Joan de Sagarra, lavanguardia