´Xinjiang y la nueva China´, Carlos Nadal

De vez en cuando, China -temido o encomiado coloso emergente- muestra resquebrajaduras. Algo no encaja en la doctrina oficial de la sociedad armoniosa de acentos confucianos. Ha ocurrido en los últimos días en las revueltas de Xinjiang, con un balance de 184 muertos, 1.680 heridos y más de mil detenidos. No es la primera vez que incidentes de este tipo ocurren en esta extensa región del noroeste donde hay un conflicto nacional, étnico y religioso no resuelto ni en vías de resolverse porque el Gobierno de Pekín no tiene otra respuesta que imponer por la fuerza su autoridad.

En otros asuntos, el Gobierno y el Partido Comunista pueden más o menos atenerse a los consabidos aforismos pragmáticos de Deng Xiaoping. Aquello de "una nación y varios sistemas". O lo de "poco importa que el gato sea blanco o negro mientras cace ratones". Valen para la extraña mixtura de comunismo y economía de mercado; para el estatus especial de Hong Kong sin ceder en lo esencial; hasta para mantener la sutil bipolaridad de acercamiento-distanciamiento con Taiwán. Pero esto no reza en lo que afecta a los países conquistados en el siglo pasado, ocupados militarmente y sucesivamente colonizados de la manera más directa que es enviando oleadas masivas de chinos de la etnia han hasta dejar en minoría a la originaria. En esta situación está Xinjiang; está Tíbet.

Y es que existe una realidad sobre la cual se pasa ligeramente con demasiada frecuencia. China es el único Estado imperial que queda. Fue durante siglos el llamado gran imperio del centro.Y hoy vuelve a tener vocación de serlo. Los imperios de Rusia, de la Europa central, el británico, el francés han desaparecido. Y a Estados Unidos, calificado y acusado de detentar un poder imperial, no le corresponde en propiedad llamarle imperialista como conquistador y dominador de naciones, de poblaciones extraterritoriales. A China, sí.

Xinjiang y Tíbet lo evidencian. Para el poder chino, seguramente para la inmensa mayoría de la población china, no se trata de algo anormal, injusto, sino todo lo contrario. Por unas causas según ellos irrecusables. La de que China necesita asegurarse una posición geoestratégica en el continente, asunto de primordial seguridad; precisa de ámbitos de expansión para una población que desborda los mil millones trescientos mil habitantes; que necesita sin falta tener acceso a las materias primas y recursos de las regiones ocupadas. Y súmese la razón justificativa de que la ocupación china de estos territorios aporta la modernidad frente al atraso, el dinamismo económico y social a sociedades ancladas en el inmovilismo de viejas costumbres, tradiciones y creencias. Desde tal punto de vista, cuenta poco que esta modernización, esta actualización se produzca en beneficio de la población ocupante y en detrimento de la indígena, que va quedando en estado de marginación y crecientemente minoritaria en la proporción de habitantes. Es la pura lógica de la colonización.

Y ocurre así en el marco más amplio de un régimen como el chino, que tiene su principio fundamental en la idea de que el objetivo prioritario de crecer económicamente exige la estabilidad política de un sistema institucional autoritario de partido único fuertemente centralizado y jerarquizado en el cual las libertades de reunión, asociación y expresión estén totalmente excluidas. El "enriquecerse es bueno" de Deng Xiaoping conlleva la contrapartida de esta imposición política: nada de democracia, nada de derechos fundamentales. Si esta es la idea básica para toda China, ¿no ha de valer rigurosamente lo mismo para Xinjiang y Tíbet?

Es la lógica de la represión que prevaleció contra los jóvenes manifestantes que el 4 de junio de 1989 pedían libertad y democracia en la plaza de Tiananmen. Ocasión a propósito de la cual hay que volver a citar a Deng Xiaoping: su criterio de que había que cortar por lo sano, emplear la violencia extrema contra la juventud concentrada en la gran plaza pekinesa contra la opinión del entonces secretario general del Partido Comunista, Zhao Ziyang, que fue destituido y sometido a residencia vigilada.

La suerte estaba echada para China. También para Tíbet, para Xinjiang.

Una suerte que veinte años después sigue plenamente vigente. Sobre todo cuando la economía china está en fase de superar con éxito la crisis mundial. En marzo, el primer ministro, Wen Jiabao, hablaba ante la Asamblea Nacional de "dificultades y desfases sin precedentes". Y el presidente Hu Jintao se refirió posteriormente a que la situación era "muy sombría". Eran sin duda toques de alarma para fijar la atención del país en lo considerado esencial: salvar el bache y recuperar los altos niveles de crecimiento económico, el empleo, la inversión, el consumo, e impedir el cierre de empresas. Un empeño prioritario que abona la premisa del régimen: a fin de que el crecimiento siga, ante todo, asegurar el principio de autoridad, no aflojar las riendas del poder.

Fue así con ocasión de la gran muestra de vitalidad de los Juegos Olímpicos de Pekín del 2008 que la revuelta de los tibetanos quiso aprovechar para contraponer a la falta de justicia, y fue aplastada sin contemplaciones. Más aún ahora, cuando los incidentes de Xinjiang reafirman al poder en el convencimiento expresado por Hu Jintao en el 2008: "No hay vuelta atrás; sólo el desarrollo tiene sentido".

19-VII-09, Carlos Nadal, lavanguardia