histórico maridaje entre el Tour de Francia y las drogas

En cuanto al dopaje, soy de la opinión de que siempre lo ha habido y siempre lo habrá (aunque bien está que se le combata). Mi primer Tour, el de 1947 (veraneaba en un pueblecito de la Alta Saboya, no lejos de Annecy), lo ganó un bretón que se llamaba Robic. En aquel Tour, el equipo de los bretones, que era el más fuerte, se dopaba con dos kilos al día de mantequilla, tres cestas de huevos y diez docenas de ostras. A los que Robic añadía una buena ración de champán o de calvados y unas pastillitas de anfetamina que los pilotos de la RAF habían puesto de moda (se las tomaban para aguantar durante los bombardeos con Alemania).

Luego vino Coppi con su bomba (mientras su rival, Bartali, se dopaba con agua bendita); en los setenta triunfaba la mezcla de anfetaminas con cortisona, las piperidinas, la pemolina (con el famoso affaire Festina de 1974). En los ochenta llegaron los esteroides anabolizantes, y luego el famoso EPO, que multiplicaba los glóbulos rojos, y ahora las autotransfusiones…

26-VII-09, Joan de Sagarra, lavanguardia

Comiendo polvo y barro, como los ciclistas. Sudando mientras anotaba en su libreta las interioridades de los corredores, algunos de los cuales le abrieron su corazón... e incluso su zurrón repleto de drogas de la época. Tal vez a muchos de ustedes no les suene el nombre de Albert Londres (1884-1932), pero fue un periodista de los que ennoblecen el oficio.

Por primera vez en España se publica Los forzados de la carretera (Melusina), libro breve y con un cierto aroma antiguo, que recoge las crónicas que Londres fue publicando en Le Petit Parisien en 1924 mientras acompañaba a los pioneros del Tour, una carrera que había empezado en 1903 como campaña publicitaria para vender periódicos (algunos ciclistas corrían con seudónimo, pues no se trataba de una actividad bien vista).

Londres no es un periodista como los de hoy (de hecho, hay alguna etapa que ni siquiera comenta), pero su olfato está fuera de duda. El 27 de junio, tras conversar en un bar con los hermanos Henri y Francis Péllissier y un tercer corredor, escribe que el primero se lamenta de que la carrera "es un calvario. (...) Sufrimos desde la salida hasta la meta. ¿Quiere comprobar cómo funcionamos? Mire...", y, tras sacar un frasco, le dice al atónito reportero: "Esto es cocaína para los ojos, esto otro cloroformo para las encías...". Al lado, el tercer ciclista, Ville, se anima: "Esto - dice, vaciando también su morral-es pomada para calentarme las rodillas.

"-¿Y píldoras? ¿Quiere ver píldoras? Aquí tiene píldoras. Sacan tres botes cada uno".

Aunque los controles antidopaje no se introdujeron hasta 1967, el libro deja claro que no se trata de un problema exclusivo de hoy. Justamente en 1924 se celebró la etapa más larga de la historia: 482 kilómetros. El ganador tardó 19 horas y 40 minutos. Nuestro cronista escribe: "Esto no es ciclismo, es una sesión de gimnasia sueca".

Londres habla de los inicios, pero apunta elementos de la modernización del Tour, como la exasperante presencia de automóviles o el fanatismo de la afición: "La gente pataleaba, bailaba y gritaba encima de sus coches. Nadie tenía forma humana; esos locos parecían salidos de un saco de harina", afirma, para pedir luego sosiego al respetable: "Los corredores no son toreros, no debe haber un intento de asesinato al final del espectáculo".

El autor se sirve de tonos épicos para referirse a los ciclistas pero a la vez les reserva el papel de víctimas, ya sea del patrón -que los exprime con falsas promesas de gloria- o del esfuerzo -como cuando describe cómo se les ve el trasero al rompérseles el pantalón, o cómo sufren heridas que no pueden curarse hasta acabar la etapa-. Entonces poco remunerados, incluso hay uno que le suplica un empleo como repartidor de su periódico. Todos los ciclistas aparecen muy humanos, desde el que se guarda las numerosas cartas de amor que recibe hasta el que se esfuerza por usar un lenguaje correcto incluso en circunstancias muy adversas.

No en vano Londres dedicó su carrera profesional a hablar de los oprimidos, que aparecían en sus relatos periodísticos sufriendo los rigores de la esclavitud colonial, de la trata de blancas o del incipiente fascismo. Murió en 1932, en el naufragio de un paquebote que algunos atribuyeron a un sabotaje de la mafia indochina, preocupada por un reportaje que preparaba. Verdad o no, todo contribuye a ensanchar su leyenda.

27-VII-09, X. Ayén, lavanguardia