´El nuevo Reina Sofía´, Xavier Antich

Cuando Joaquim Jordà presentó en Italia su película Dante no es únicamente severo,en 1967, fue premiado por Fraga Iribarne, entonces ministro franquista, con una multa de doscientas mil pesetas. De regreso a España, Jordà pronunció una frase de bandera que, con el tiempo, alcanzaría la altura de lema para los creadores, y no sólo cineastas, que han visto en él un modelo de coherencia ideológica, inteligencia artística y radicalidad estética. La frase sonó entonces como un relámpago: "Como no podemos hacer Victor Hugo, hacemos Mallarmé". En su contexto, la afirmación pretendía diferenciar entre el cine de Madrid y Barcelona. Hugo representaba lo decimonónico, premoderno y clasicista, seguro y convencional, políticamente conformista. Mallarmé era la experimentación, el riesgo, la vanguardia y, sobre todo, la intuición de un vínculo esencial entre lo poético y lo político.

Hugo podía ser modelo para una capitalidad, ya inviable, al modo del antiguo régimen. Mallarmé, en cambio, sintonizaba con una periferia que ya sabía que la diferencia entre centro y periferia era obsoleta.

No es un azar que Manuel Borja-Villel convirtiera a Mallarmé en la inspiración de las aventuras más radicales de su época como director del Macba, cuando el museo alcanzó el reconocimiento unánime de la crítica internacional. Muchos pensaron que, con su marcha como director al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, Borja cambiaría el registro, abandonaría ciertas radicalidades modernas y adecuaría su mensaje a un museo con la ambición, los metros y la responsabilidad histórica del Reina. Un centro este -hasta su llegada, debe recordarse- errático, triste, megalomaníaco y, sin duda, irrelevante en la escena internacional, a no ser por la presencia del Gernika. Fueron muchos los que pensaron y esperaban que Borja, en el Reina, hiciera Hugo. Pero se equivocaron. Se cambió la escala, pero no el concepto: Mallarmé iba a entrar en Madrid. Borja lo explica a su modo cuando dice que no ha querido hacer Guerra y Paz,sino Las mil y una noches:no la novela del arte español del XX, sino una multiplicidad de microrelatos que expliquen sueños y utopías diversas.

No es, por ello, extraño que una muy pequeña parte, aunque ruidosa, del lobby capitalino de los historiadores del arte, conservadores museísticos y críticos más localistas, que soñaban con los aires de grandeza de Hugo, hayan arremetido con la primera presentación de la colección del Reina que ha firmado Borja. La crítica inteligente, sin embargo, ha sabido ver una apuesta de gran calado. Igual que los públicos, que están encantados: nunca había visto tanta gente, con tanto interés y atención, como en la visita que hice la semana pasada al Reina, una tarde corriente de finales de agosto. Y nunca, tampoco, ha habido tanta gente por el mundo, entre los críticos internacionales más exigentes, hablando maravillas de lo que han visto en Madrid.

La verdad es que no extraña. Borja ha firmado una presentación de la colección del Reina deslumbrante, abrumadora y estimulante. Por fin es posible asistir a una lectura inteligente, crítica, compleja y sutil de lo que ha pasado en el arte español del siglo XX sin hacer lo que era habitual: salas monográficas de grandes maestros, muestrario simplificado de categorías historiográficas escolares, pretensión de una historia lineal en supuesto progreso hacia delante y, como el relleno del pavo, mucha morralla de lo que supuestamente tenía que haber.

Frente a esto, cómodo y complaciente pero a la postre, como mostraba la historia del Reina, estéril, Borja ha optado por algo sólo en apariencia muy sencillo: poner el museo al día. Así, frente a los intentos de escribir una historia lineal, pretenciosamente total y definitiva, del arte español del XX, Borja ha apostado por la retícula, las constelaciones, los recorridos cruzados. En suma, por la complejidad. Él lo llama "archipiélago de islas", pero también lo piensa como una "ciudad": una heterogeneidad a veces contradictoria y, por momentos, antagónica, con sus modernidades particulares y sus anacronismos, grietas en el tiempo y umbrales críticos. Así, claro, ya no sirven las viejas categorías, con las que cualquier bachiller piensa los avatares del arte de nuestro tiempo, como si dispusiera de un mapa simplificador en el que sólo hace falta ir poniendo las obras. Y eso ha incomodado a algunos pocos, esos que le han recriminado que se haya cargado la historia o que falta no se sabe qué porcentaje de mujeres artistas, cuando nunca estas han estado mejor representadas y explicadas en el Reina. Además, el estímulo que la colección regala ahora al visitante es descomunal, sugerente y, por fortuna, provisional.

Varios ejes permiten acercarse al rigor y la ejemplaridad de una propuesta que se ha tomado muy en serio eso de que el arte es una vía de conocimiento. La apuesta por el arte y sus obras antes que por la Historia del Arte, sus clasificaciones banales y su tipología ya obsoleta. La reescritura del lugar del arte atendiendo a las aportaciones del cine, la fotografía, la cultura visual y sus documentos. La voluntad de mostrar las obras de arte de modo que hagan visible su naturaleza social y política y, de paso, su pertenencia a tiempos diversos. Y, por dejarlo aquí, la absoluta convicción de que las obras sólo tienen sentido en su diálogo con los públicos que las hacen suyas.

Que nadie se piense que esto puede interesar sólo a los aficionados al arte. Lo que ofrece el nuevo Reina es material de alto voltaje para pensar nuestra historia reciente en común, el sentido de la cultura hoy y, sobre todo, una lucidísima apuesta por eso que casi es utopía: la posibilidad de una auténtica pedagogía popular crítica, alejada por igual del aristocratismo elitista y de la cultura fast food para consumo masivo.

Más que un museo para un Reina que, hasta hace poco, ni a simple museo llegaba.

1-IX-09, Xavier Antich, lavanguardia