īGafasī, Clara Sanchis Mira

Este verano he perdido las gafas. Los miopes necesitamos gafas para encontrar gafas, así que la cosa tiene difícil solución. Palpo muebles, escarbo en esquinas borrosas, deambulo agachada buscándolas en mi penumbra. Ha sido inútil. Si estaban por ahí, no las he visto. Los primeros días sufría un poco pensando en ellas. Llevo muchos años viviendo con esas gafas de montura azul marino y no había reparado en el cariño que les tengo. Se puede sentir ternura por un objeto. Las imagino abandonadas en un rincón polvoriento o en una calle oscura, con una pata retorcida o un cristal roto, y siento lástima por ellas. Pobrecillas, digo, dónde estarán.

El caso es que no me quedó más remedio que adaptarme a una visión imprecisa durante todo agosto. Así mis vacaciones han sido más impresionistas que reales. Manchas coloreadas y cosas así. He visto muchas vacas difusas, por ejemplo, incluso puntillistas, según lo que hubiera comido. He visto las olas del mar de Monet, flores de Renoir y hasta alguna bailarina de Degas en algún chiringuito. Pero este verano había muchas razones para observar el cielo nocturno. La primera fue la lluvia de estrellas. Debió de ser precioso porque mis amigos, tumbados en el suelo, iban contando las que veían caer con gran aspaviento. Es que son gordas como huevos gritaban, un poco exagerados. Pero debió de ser muy bonito, sí; a mí el cielo también me parecía hermoso, tan vago, con esa móvil apariencia espolvoreada de chispitas imprecisas. No huevos.

Luego llegó lo de Marte y las dos lunas. Y ahí la cosa se dio la vuelta. Mis amigos no vieron las dos lunas que se anunciaban para la noche del día 27 en internet. No las vieron por más que recorrieron las calles del pueblo y hasta cruzaron campos en comitiva con algunos lugareños buscando la mejor visibilidad a esa hora tan redonda, las 00.30. Demasiado perfecta para ser real, había dicho alguien al analizar los correos contradictorios que llegaban sobre el supuesto fenómeno astronómico. Ellos no las vieron, pero yo, que los seguía cucando los ojos, sí que las vi. Una tras otra, muy juntas, casi rozándose, maravillosas, con esa zozobra impresionista que produce la miopía cuando capta la luz y el instante que perciben los sentidos, sin concretar lo que ve. Ahí están, dije, ya os podéis bajar del pino, se han cumplido los cálculos de los mayas y lo que se tenga que cumplir.

Lo malo del verano sucedió un día que crucé el comedor buscando las gafas y el televisor me mordió. Ahí estaba la secretaria general de la oposición con lo de las escuchas telefónicas y la nueva conspiración. Para un verano suavemente miope, fue una dentellada. Pegué la cara a la pantalla y me pareció que sus palabras eran tan difusas como mis vacas, pero mucho más dañinas. Sentí ultrajado mi espacio impresionista con la porquería de la peor realidad. Al ver cubrir la basura con más basura y tratar de hacer de los hábitos de espionaje de su clan una enfermedad común (que como nos descuidemos podríamos acabar padeciendo todos) casi recuperé la visión. ¿Pretenden borrar las líneas que separan lo cierto de lo incierto para que tengamos la impresión de que chapoteamos todos en su mismo barro? En el mundo de lo concreto, la falta de concreción es venenosa. Pero el delirio siguió expandiéndose. Y en el fuego de agosto vimos al resto de los miembros del grupo popular cerrar filas con la teoría conspirativa, más unidos que nunca, caldeando el ambiente con nuevas declaraciones que echaban más leña al humo.

Después alguien me leyó una cita del filósofo Slavoj Zizek. Ahí les dejo esta frase turbadora que en mi opinión explica unas cuantas cosas y augura otras tantas para que, si quieren, la observen: "Una mentira compartida es un lazo incomparablemente más efectivo para un grupo que la verdad".

4-IX-09, Clara Sanchis Mira, lavanguardia