´La ciudad inexistente´, Anton M. Espadaler

Antes de la conversión del viajero en turista y de que este dejara de ser más o menos individual para ser siempre de masas, era relativamente fácil hacerse una idea cabal de las ciudades que se visitaban. En el fondo, cumplidos los pasos más perentorios, y efectuado el recorrido ineludible, bastaba con pasearse por sus calles y estar atento a la manera de conducirse de sus habitantes. Si la arquitectura ya constituía por sí sola un importante y fiable indicio, no lo era menos el bullicio y animación que se observaba en la vía pública, y, cómo no, las actividades que se apreciaban en los distintos comercios.

Nivel de vida, desarrollo del gusto, cosmopolitismo o apego a la vida provinciana eran aspectos que podían deducirse fácilmente al ir descubriendo la naturaleza de los oficios y ocupaciones, el orden callejero y el vestir, y de tal conjunto uno podía hacerse, especulando algo -aunque sin faltar- una configuración vívida del carácter de la ciudad. Y luego, subiendo un poco el listón, de la conexión entre su actualidad y su pasado, y de su lugar en el mundo.

Los escritos de los viajeros de todos los tiempos confirman a grandes rasgos el carácter espontáneo de esta manera de proceder.

Ahora bien, la masificación del turismo ha tenido una consecuencia sin duda inevitable que ha comportado la total alteración de este tipo de discursos y de este tipo de procederes. El turismo de masas ha impuesto la creación de algo que en principio no tenía por qué ser desastroso, pero que ha resultado serlo universalmente y sin paliativos: el comercio para turistas, ya sea un quitahambres, una tienda de souvenirs o de objetos de regalo. Con la consecuencia añadida de que en numerosas ocasiones ha supuesto la conversión de notables áreas urbanas en zonas especializadas al servicio de estos visitantes.

El resultado que este proceso tiene para el antiguo viajero no es solamente que las ciudades se van igualando, puesto que lo que ofrece el comercio al turismo globalizado y de masas es lo mismo en cualquier parte del mundo; ni tampoco que sus productos en cualquiera de sus vertientes sean de un mal gusto espantoso, así en la pizza como en el sombrero mexicano. Lo verdaderamente grave es que estas actividades y su estética enmascaran la ciudad que uno pretendía conocer, la cubren con un velo tan extraño, a veces tan alógeno, que uno se ve obligado a ver prescindiendo de ello. Uno se ve forzado a hacer un ejercicio de abstracción brutal, como si no existiera nada de lo que es evidente, para dar con lo que pudo haber debajo, en una anterioridad en la que la ciudad que uno visita se había expresado como era.

16-IX-09, Anton M. Espadaler, lavanguardia