´Maltratadores y empatía´, Francesc-Marc Álvaro

Una mujer, la vamos a llamar María, está muy preocupada. Ha sabido a través de los medios que Instituciones Penitenciarias está estudiando la posibilidad de que los condenados por maltratos contra las mujeres cumplan condena asistiendo a talleres de sensibilización en los que entrarán en contacto con varias víctimas de la violencia machista en vez de dedicarse a trabajos como barrer las calles o limpiar bosques. Un responsable de la administración ha explicado que en estos talleres se enseñarán habilidades comunicativas para evitar la violencia y se dará un papel a entidades que apoyan a las afectadas para -se apunta- intentar crear empatía en el maltratador. Perseguir el delito y rehabilitar al delincuente es la filosofía marco que inspira esta iniciativa, coherente con los criterios generales del Estado de derecho. María piensa que no será tan fácil.

Las autoridades reconocen que hay algo muy complicado de acometer: el maltratador casi nunca es consciente de que lo es. Antes de intentar generar una empatía hacia la víctima, se debe proceder a desmontar completamente la escala de valores del agresor y ahí es cuando a María le atacan muchas dudas sobre este proyecto. ¿Es posible que 15 o20 sesiones basten para que un individuo que se considera injustamente condenado deje de ver a la mujer como un ser inferior o un mero objeto? Los promotores de esta solución invocan como precedente los talleres a los que asisten los causantes de delitos graves de tráfico, que de este modo se libran de estar entre rejas. Es una muy mala analogía, puesto que se trata de fenómenos radicalmente distintos en todos los sentidos.

María está inquieta. Me dice, recordando escenas muy dolorosas, que habría que saber hasta qué punto la asistencia a estas sesiones de sensibilización no se acabará convirtiendo en un mero trámite que no alterará la visión que el victimario tiene de sí mismo, de los demás y de los hechos que le han llevado a ese punto. María no quiere venganza, pero desconfía claramente de un proceso que, en su opinión, exige muy poco esfuerzo al maltratador, dado que este puede asistir al taller de sensibilización sin implicarse ni comprometerse de verdad.

Si esto sólo fuera el enésimo debate entre la mirada optimista de Rousseau y la pesimista de Hobbes, María y nosotros podríamos estar relativamente tranquilos. Pero no es así. El problema es práctico y urgente, no se trata de una especulación filosófica. Si yo fuera una mujer maltratada como María, mi escepticismo ante estas terapias seguramente también sería superlativo. El que maltrata ya sabe qué efectos terribles tienen sus acciones. Lo comprueba día a día, hasta que la policía y el juez intervienen. María se pregunta: ¿por qué debería acercarse él a la verdad precisamente cuando más odia a la mujer y al sistema que la protege?

9-X-09, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia