´Un tiempo nuevo´, Francesc-Marc Álvaro

Ante los últimos casos de presunta corrupción, los partidos anuncian, a bombo y platillo, la creación o la actualización de solemnes códigos éticos para impedir que ciertas cosas se repitan en el futuro. Tal manera de proceder confunde la urgencia con la importancia y responde a la necesidad que tienen todas las siglas de representar, a marchas forzadas, un propósito de enmienda que aminore y ponga sordina a la indignación popular que determinados hechos provocan. Pero este protagonismo inmediato de la deontología apresurada y de los discursos angelistas no hace más que señalar una evidencia muy cruda: nadie se atreve a abordar seriamente la reforma concienzuda del conjunto de leyes, reglas y controles que tienen algo que ver con este tipo de situaciones, desde la legislación sobre partidos, hasta el verdadero alcance de organismos fiscalizadores como la Sindicatura de Comptes, pasando por las normas que organizan la venta y recalificación del suelo o el paso de los jueces por la vida partidista. Sin duda, una empresa de tal envergadura no es fácil, pero es ya indispensable.

El problema de fiarlo todo a los códigos éticos es el mismo que el de las comisiones parlamentarias de investigación: se trata de cosmética aplicada a un cuerpo que precisa cirugía. Son respuestas que alimentan unas expectativas que, luego, no pueden materializarse de manera suficiente. De este modo, el círculo de la desconfianza se ensancha en lugar de reducirse, y el remedio acaba siendo peor que la enfermedad. El pensador Daniel Innerarity, en una de sus primeras obras, La transformación de la política,explica muy lúcidamente que la voluntad de saneamiento general o las llamadas a la honestidad no bastan: "Las comisiones de investigación y las sanciones a la corrupción no son una garantía suficiente de buena política. Lo que va en contra de la política no es la inmoralidad, sino la mala política. Pero todavía hay quien piensa que la ética política se agota en impedir la delincuencia de los políticos". En estos momentos, cuando el relato sobre la corrupción en Catalunya se debate entre el relativismo cínico y la histeria moralizante, la reflexión de Innerarity nos ayuda a mantener la cabeza fría. También son palabras recomendables para aquellos que sostienen satisfechos que "ahora queda claro que todo apesta" y para aquellos que, en el extremo contrario, aseguran airados que "somos víctimas de una conspiración de Madrid". Ciertas opiniones confunden el paisaje exterior con la agitación interior, dicho lo cual tampoco debe perderse de vista algo que se solapa con la operación Pretoria: el juez Garzón tiene por delante unos meses complicados, en los que el personaje necesitará demostrar su arrojo más que nunca.

Habíamos quedado que, en realidad, estamos faltos de "buena política", por decirlo a la manera de Innerarity. ¿Qué es, pues, la mala política? Cada lector tendrá sus ejemplos al respecto. Vuelvo a las palabras del profesor vasco, que resumen muchos comportamientos negativos: "La actual pérdida de credibilidad de los políticos corresponde menos a la corrupción que atenta contra las reglas de la moral privada que a la vetustez de los usos políticos en unos escenarios que están determinados por tareas históricas nuevas. El problema no es la carencia de virtudes, sino el saber escaso, la pobre iniciativa e imaginación, la indecisión y la rutina, la falta de conciencia de las nuevas responsabilidades que llevan consigo los cambios sociales y políticos". La primera corrupción del político es la irresponsabilidad y la inconsistencia, algo que, en un momento de crisis económica, se hace más patente. La segunda corrupción, la más conocida, es la que implica el aprovechamiento de un cargo público en beneficio personal o de un grupo particular.

"Tareas históricas nuevas", retengan la expresión. Estamos en el comienzo de un tiempo nuevo que unos verán venir y otros no. Si algo ha convertido al presidente Obama en un líder capaz de transmitir ilusión es esta apuesta por escapar de un mundo que toca a su fin. Algunas actitudes tóxicas, que en Catalunya se han convertido en parte del ruido diario, están quedando ya tan obsoletas que sus practicantes semejan tristes parodias de sí mismos. Más allá de la operación Pretoria, deberíamos extraer una lección de este momento: la mala política y sus abanderados no pueden tener lugar en el futuro, han agotado ya todas las dosis de sectarismo, de incuria, de resentimiento, de mala fe. Los cuchillos se clavan fácilmente y el veneno se distribuye con generosidad por muchas mesas. No faltan quienes, aprovechando la confusión reinante, ajustan cuentas con furia desabrida. El fuego amigo y el fuego enemigo ejecutan una danza perversa en la que sólo están a salvo los mutantes, ya saben: el cínico revestido de fanático y el vendedor de saldos.

El reencuentro con la política depende de una regeneración que no pasa únicamente por las leyes ni, como hemos dicho, por códigos de buenas maneras. Está en el cambio de mentalidad de quienes ofrezcan proyectos a la ciudadanía, escuchando a la gente y respondiendo preguntas, más que gastando fortunas en marketing, aceptando que el adversario es alguien con quien construir, no un objeto que destruir. Lo demás, lo ya visto, es como el cuento del hombre del saco: una fábula del pasado que ponía el miedo en el centro del mundo.

6-XI-09, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia