ŽEl peor es BlairŽ, Xavier Batalla

Tony Blair, primer ministro británico entre 1997 y 2007, cuenta con el voto de Nicolas Sarkozy, presidente francés,quien así cree ver un escenario europeo ideal: un británico bendecido por un francés.

Jan Peter Balkenende, primer ministro de Holanda desde el 2002, es "un buen candidato" para la canciller alemana, Angela Merkel, quien, sin embargo, no pone pegas a Blair como presidente europeo.

Paavo Lipponen, primer ministro de Finlandia de 1995 al 2003, es apoyado por quienes no pueden ver a Blair. Europeísta y socialdemócrata, cuenta con la ya larga lista de finlandeses en cargos internacionales.

Felipe González, presidente del Gobierno español entre 1982 y 1996, es "un muy buen candidato" para Chris Patten, ex comisario europeo de Relaciones Exteriores. Preside el grupo de sabios de la UE.

Jean-Claude Junker, primer ministro de Luxemburgo desde 1995, es el decano de los jefes de Gobierno de la UE. Socialcristiano, su talante federalista hace que no sea el favorito de muchos gobiernos.

Mary Robinson, presidenta de Irlanda entre 1990 y 1997, tiene en su contra el que no tiene experiencia alguna en el Consejo Europeo, órgano que tendría que presidir permanentemente si es elegida.

Debe presidir la Unión Europea un político  que contribuyó a dividir Europa a propósito de la guerra de Iraq? ¿Debe el ex primer ministro de un país que no se ha unido al euro ser el presidente europeo? Una vez que el tratado de Lisboa parece haber superado el obstáculo checo, los dirigentes europeos elegirán la próxima semana al primer presidente permanente europeo o aplazarán su veredicto hasta diciembre. Tony Blair, ex primer ministro de Reino Unido, no es precisamente el único candidato a presidir la comunidad, pero parece ser el favorito.

Hay muchos candidatos. Circulan los nombres de antiguos dirigentes, como Paavo Lipponen, ex primer ministro de Finlandia; Felipe González, ex jefe de Gobierno español, y Mary Robinson, ex presidenta de Irlanda. Pero también se habla de políticos en activo y en el poder, como Jan Peter Balkenende, de Holanda; François Fillon, de Francia, y Jean-Claude Juncker, de Luxemburgo. Pero la mayoría parece preferir a Tony Blair. ¿Qué tiene Blair que no tengan los otros nombres? Pues parece que eso: precisamente un nombre conocido internacionalmente, capaz de ser reconocido en Washington, Moscú o Pekín.

Blair es británico, lo que para los europeístas es sinónimo de euroescéptico. Pero hay que ser justo: Blair no es euroescéptico. Es proeuropeo, sobre todo si lo comparamos con el paisanaje conservador británico. El ex primer ministro debe ser considerado, según marca la tradición churchilliana, como un proestadounidense inequívoco y un ambiguo proeuropeo. Es decir, los euroescépticos pueden acusarle de haberles traicionado, y los europeístas, lamentarse de que no hay para tanto.

El aparente equilibrio de Blair parece satisfacer a Nicolas Sarkozy, presidente francés, y a Angela Merkel, canciller alemana, mucho más atlantistas que sus respectivos antecesores, Jacques Chirac y Gerhard Schröder, que en su día se opusieron, al contrario que Blair, a la invasión de Iraq. Pero la posición de Blair sobre la Constitución europea tampoco dejó de tener algún que otro aspecto pérfido, en la mejor tradición de lord Palmerston, quien dijo aquello de que Inglaterra no tiene amigos, sino intereses permanentes. El líder laborista hizo campaña a favor del tratado constitucional con la intención de que Gran Bretaña, que se subió tarde y mal al tren comunitario, dijera de una vez por todas si quiere o no pertenecer a la Unión Europea. Pero si el propósito de Blair era sacar adelante la Carta Magna, ¿por qué apostó por ser de los últimos en decidirse?

Es inevitable suponer que no descartaba que algún socio comunitario le evitaría tener que pronunciarse.

En 1960, Londres impulsó la EFTA, un club de libre comercio, para rivalizar con la Comunidad Económica Europea, aunque pronto comprobó que la competencia tenía más éxito, y se tragó el sapo. Una vez dentro, sin embargo, se ha esforzado en diluir la integración política del organismo, lo que ha logrado con la ampliación del club por el este.

Francia dirigió la Unión Europea durante decenios gracias a su posición intermedia entre Alemania, inicialmente partidaria de una Europa federal que no comparten muchos, y Gran Bretaña, incondicionalmente euroescéptica. Por eso, navegando entre unos y otros, y con la idea de una Europa de las patrias, París se movió por el continente como por su casa. Pero Blair cambió este escenario. Los euroescépticos británicos, primero con Margaret Thatcher y ahora con David Cameron, están obsesionados con Bruselas. Blair, más sutil, comprendió que la cuestión europea tiene más que ver con París y Berlín que con Bruselas y, al contrario que Thatcher, obstruccionista, el laborista entendió que para influir había que participar, no ir a la contra. Yel resultado ha sido revelador. Blair logró reducir la influencia francesa. La prueba es la ampliación por el este europeo, donde dominan los gobiernos atlantistas. ¿Qué Europa querría entonces Blair como presidente?

El primer Blair fue un rey Midas político: todo lo que tocaba se transformaba en éxito. Si Isabel II y el príncipe heredero Carlos discutían sobre el funeral de Diana de Gales, Blair los ponía de acuerdo. Si proponía un plan de paz para el Ulster, el IRA anunciaba un alto el fuego. Y si organizaba referéndums autonómicos en Escocia y Gales, los ganaba. Pero el último Blair parece haber perdido la magia, desde Iraq hasta Gaza. No faltan, sin embargo, los que opinan que el liderazgo de Blair involucraría más a Gran Bretaña. Puede que fuera así. Pero la posible elección de Blair como presidente europeo también podría interpretarse como una prueba de que Francia (¡pobre De Gaulle!) y Alemania están perdiendo interés en el proceso que pusieron en marcha. No es fácil decidir qué interpretación es la peor.

24-X-09, Xavier Batalla, lavanguardia