en Quetta Pakistán se asoma al abismo

"Welcome to Tijuana, tequila, sexo y marihuana", cantaba Manu Chao sobre la violenta frontera mexicana.

Pero si en México hay chamanes, en Chaman hay talibanes. Bastantes como para llenar a rebosar, diariamente, varias decenas de camionetas de vuelta a la guerra afgana. El vocalista altermundista Manu Chao sólo podría aspirar aquí a un trago de té con leche o Coca-Cola. Por lo que respecta a las mujeres, quizá pudiera adivinar a alguna enjaulada dentro de una burka celeste.

Marihuana no falta, y lo que sobra es heroína. Hay bastante como para esclavizar al 90% de los yonquis del mundo. El caballo afgano cabalga libre por la carretera que va de Chaman a Quetta y de allí al puerto de Karachi.

El camino de Quetta a Chaman - 125 kilómetros, tres horas-es un viaje alucinante a la retaguardia talibán. Una evidencia que a Pakistán le será más difícil negar desde que ayer Barack Obama aseverara: "No podemos tolerar un refugio para terroristas cuya ubicación es conocida y cuyas intenciones están claras".

Este páramo entre Quetta y Kandahar produce poco más que ladrillos para escuelas coránicas. Escuelas que, a su vez, han producido talibanes a mansalva: tres mil cada año. Es en estos campos de refugiados - cuya historia se remonta a la invasión de la URSS y continúa con la de EE. UU.-donde los talibanes empezaron hace quince años su camino.

Varios campos salpican la carretera. En lugares como Panjpiri, los talibanes se reagrupan, se entrenan, se adoctrinan y reciben órdenes. Muchos jerarcas talibanes viven en Chaman, como el ex viceministro de Prevención del Vicio y Promoción de la Virtud. O la mano derecha del mulá Omar, el mulá Brather, oel ex ministro del Interior mulá Abdul Razzaq, actual jefe de recaudación y reclutamiento.

Un auténtico cuartel de invierno desde el que lanzan las ofensivas contra EE. UU. bajo la discreta protección de la inteligencia pakistaní y al abrigo - hasta ahora-de los ataques de aviones no tripulados. Como contrapartida, las armas apenas se ven en este lado de la frontera. Ni las cometas. Pero abundan los partidos de fútbol en mitad del secarral.

No hay agua a menos de 300 metros de profundidad, y las cabras y camellos se disputan los rastrojos. Un paisaje lunar hecho a medida para la versión más desértica y rocosa del islam importada de Arabia. Una pobreza que no genera ni basura y una pureza de líneas que ya querría para su cine el iraní Abbas Kiarostami.

Ni rastro de agricultura. El dinero viene de otra parte. De la heroína o, en Karachi, de secuestros y atracos a bancos. Además de donaciones de hombres de negocios piadosos.

El ocre del paisaje va haciéndose más polvoriento y pálido a medida que nos acercamos a Afganistán. Se suceden casas de adobe, cementerios pobretones, furgonetas con cualquier bandera excepto la de Pakistán, camionetas repletas de talibanes de expresión ausente. Y motos, coches, taxis o autobuses, todos cargados de hombres en edad militar al límite de su capacidad, como obedeciendo a la rotación ordenada por un estado mayor. Mundo salwar kamiz.Un pantalón tejano o una camisa están aquí tan fuera de lugar como una chilaba en Santes Creus.

"Es una mala carretera", le digo al chófer, Jan, un viejo afgano de gran estatura que perdió a un hijo en la guerra y que me presta su turbante, a juego con mi barba de tres semanas. "Sí, es mala... Aquí mataron a unos americanos", replica. De vez en cuando, hay una tanqueta azul de policía y un agente a la deriva que se esfuerza en mirar hacia otro lado. En otros poblados, "la policía son los talibanes", dice Jan.

Pasamos por delante de una fortaleza que no llama demasiado la atención entre la arquitectura defensiva propia de la zona. "Saara talib" (totalmente talibán), exclama Jan. Luego aparece una espectacular mezquita en construcción. Y, en otro enclave, otro recinto amurallado con otra madrasa recién construida.

Un guardia hace un gesto para que paremos, pero, con otro gesto con la mano, el chófer lo rechaza y seguimos adelante. Está claro que la autoridad de la policía pakistaní está aquí por los suelos.

Pakistán, como las banderas de sus puestos policiales, se deshilacha junto a la frontera afgana. Y de Quetta para abajo, en el Beluchistán profundo, lo que hay es un roto. La doctrina militar pakistaní cree que Afganistán les da profundidad estratégica para aguantar una larga guerra con India. En realidad, aquí queda claro que es Pakistán quien da profundidad al movimiento talibán, al que nunca ha podido manipular a su antojo. Sin embargo, el ejército pakistaní guarda al mulá Omar en la nevera como una botella de champán gran reserva que desde ayer, con el calendario de retirada de Obama, tiene más claro cuándo podrá destapar. Quizá antes de 18 meses.

Llegamos a Chaman. Hay muchos niños, y uno, con un kalashnikov de juguete, se pasea serio por los puestos de granadas y kebabs. Aquí los afganos ya superan a los pakistaníes, aunque todos sean pastunes. Y los matrimonios de las últimas décadas han aumentado la interdependencia. Los afganos de a pie cruzan la frontera sin necesidad de pasaporte. No digamos los talibanes, a los que el cuerpo fronterizo pakistaní ha llegado a cubrir la retirada. La paradoja es que también muchos oficiales del ejército afgano viven en este lado.

Antes del anochecer hay que estar de vuelta en Quetta. Desde que el mulá Omar hizo un llamamiento a matar occidentales en su particular mensaje navideño (el Id al Adha musulmán), se ha instaurado el toque de queda para extranjeros desde las seis de la tarde. Porque si Chaman es Tijuana, Quetta es Ciudad Juárez.

 

Si quiere hacer amigos en Quetta, no vaya preguntando por el mulá Omar, antiguo jefe talibán en Afganistán. Ni por las redes pastunes que controlan la mayor ruta de contrabando del mundo: Karachi-Afganistán-Karachi. Ni por el floreciente tráfico de armas y heroína. No se interese por los omnipresentes talibanes, ni por los secesionistas baluchis, ni por los miles de desaparecidos, ni por las operaciones militares, ni por la corrupción. No pregunte por qué ondean tantas banderas de tantos partidos y por qué las enseñas de Pakistán necesitan protección armada. Coja un diario y vea como todas esas inquietudes deben ser producto de su imaginación. Porque ni siquiera los pakistaníes están al corriente de lo que se cuece en Quetta. Además, la vida es corta y en Quetta no vale nada. La nómina de gente empeñada en que no rija el imperio de la ley, en la capital de Beluchistán, es infinita. Y a nadie le apetece terminar en una furgoneta de los ubicuos servicios secretos (ISI) con rumbo desconocido. O con un tiro en la nuca, en una ciudad donde los asesinatos políticos son diarios y los secuestros de activistas por parte de las fuerzas de seguridad, semanales. En Quetta (se pronuncia qüeta)Pakistán se encamina al abismo.

Sin embargo, desde esta localidad provinciana en mitad de un páramo se mantiene en jaque a la alianza militar más poderosa de la historia. Hombres semianalfabetos que se cepillan los dientes con ramitas de miswak han forzado a EE. UU. a destinar 30.000 soldados más y otros tantos millones de dólares a Afganistán.

Quetta es la capital en el exilio de los talibanes que gobernaron la mayor parte de Afganistán desde mediados de los noventa hasta que les cayó encima la destrucción de las Torres Gemelas, urdida por sus protegidos de Al Qaeda. Prácticamente desde entonces, la llamada shura de Quetta, agrupada alrededor del mulá Omar, se ha ocultado en la ciudad y los campos de refugiados que se extienden hasta la frontera afgana, bajo la protección de la inteligencia militar pakistaní.

Mientras el general Musharraf, antiguo hombre fuerte de Pakistán, se aplicaba a detener árabes y uzbekos de Al Qaeda con una mano, con la otra aseguraba su baza afgana haciendo la vista gorda a los santuarios talibanes.

Hoy, la perspectiva de una derrota en toda regla ha forzado a los norteamericanos a prestar atención a una Quetta que el establishment pakistaní se esfuerza por mantener fuera de los focos, amplificando otros escenarios contiguos a la guerra afgana, como Swat y Waziristán.

Quetta está a casi dos mil metros de altura, pero la presión perceptible nada más llegar no tiene nada que ver con el nivel de oxígeno ni con las bellas cordilleras que la rodean, sino por los cercanos campamentos de refugiados afganos - un millón-que han reforzado el carácter pastún de la ciudad.

La talibanización es muy patente. La purdah, el enclaustramiento femenino, por ejemplo, es muy estricto y ya no se ven mujeres en los bazares. Un instituto de chicas recibió recientemente una carta exigiéndole cerrar las puertas o atenerse a las consecuencias. Asimismo, los asesinatos sectarios se han multiplicado. Varios cientos de hazaras (chiíes mongoloides apoyados por Irán, pero que a su vez trabajan a menudo como intérpretes de la OTAN) han sido asesinados por el grupo suní Lashkar-e-Jhangvi.

Durante siete años, EE. UU. se ha contentado con las evasivas pakistaníes sobre el paradero del mulá Omar. Hace un mes, sin embargo, en paralelo con un reguero de visitas del máximo nivel, el cónsul en Karachi se plantó en la capital del Beluchistán para dar un puñetazo en la mesa: "El mulá Omar está en Quetta y vamos a por él", dijo. Anteayer, de una forma diplomática y elíptica, Barak Obama vino a decir lo mismo. El cónsul hizo sus declaraciones en el bellísimo hotel Serena, cuya arquitectura indígena recuerda a los recintos fortificados en los que se parapetan los talibanes, libres de cualquier acoso, a lo largo de la carretera entre Quetta y la frontera de Chamán.

Uno de los rumores más persistentes es que el mulá Omar se encontraría en una casa segura de Cantonment, barrio original de una ciudad que nació como acantonamiento militar. El ISI controla el acceso a la zona - situada a unos cientos de metros del Serena-y protegería a Omar.

En el hotel Serena he sido, durante dos días, el único huésped, señal del deterioro de la situación. Me atendía un pequeño ejército de seguridad y empleados. El recepcionista informaba a dos conspicuos espías cuándo salía y a quién veía.

El toque de queda afecta a los extranjeros a partir de las seis de la tarde. La tarde del Id Al Kabir (la fiesta del sacrificio), hacia las ocho y media, me uno a un grupo de jóvenes que charlan mientras esperan a la hora de darse el atracón del cordero. Son pastunes, uzbekos, punyabíes y estudiantes de madraza. Me presentan al mulá. Son carne de talibán. Para ellos me llamo Yusuf y soy marroquí. Insisten en invitarme a cenar. Pero mis preguntas denotan demasiada información. Ahora los que preguntan son ellos. cuchichean. Critican a los medios. Bromeo con que algunos diarios hasta se atreven a asegurar que el mulá Omar se encuentra en Quetta. Se hace el silencio. Espeso. El punyabí que primero me había dirigido la palabra me coge del brazo. Me lleva aparte. Yalos cincuenta metros me espeta: "Problema. Regresa al hotel".

El establecimiento es pequeño y discreto y los dueños me aseguran que tienen todo tipo de drogas en cantidad y calidad. Les digo que me voy, que me cambio de hotel, pero no me dejan. Hay que esperar al ISI, que insiste en llevarse mi pasaporte para fotocopiarlo. Me niego a separarme de él. Dicen que puedo acompañarlos en su vehículo a la comisaría. Recuerdo los secuestros y vuelvo a negarme, pero no hay opción. Es noche cerrada. Formalizado el trámite, los agentes me conducen, entre la niebla, por la carretera desierta, hasta el hotel Serena. Los coches de policía son un blanco terroristas y tal vez por eso el agente pastún de la Special Branch ha preferido seguirnos en moto y de paisano.

3/5-XII-09, J.J. Baños, lavanguardia