´Apoteosis de un nuevo clericalismo´, Juan José López Burniol

Tras su indiferencia inicial, el Imperio Romano persiguió a la Iglesia durante 250 años, hasta que acabó aceptándola. Esto tuvo lugar el año 313 con el Edicto de Milán, dictado por el emperador Constantino, que legalizó la religión cristiana. Pero fue en el año 380 cuando, siendo emperador Teodosio, se hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio. Inmediatamente, se suprimieron, con la fuerza secular de la ley, diversas herejías surgidas por doquier. Y, a partir de este momento, la utilización de la ley civil –del brazo secular– por la Iglesia ha sido constante mientras ha podido –lo que en algunos casos ha sucedido hasta ayer mismo– para mantener su hegemonía sobre la sociedad, básicamente mediante el control de la educación y del derecho de familia (matrimonio y divorcio).

Pero una tradición tan larga –15 siglos– de aprovechamiento de los resortes del poder civil para imponer una determinada concepción de la vida –un sistema de ideas y creencias– no se diluye como si nada. Su influjo perdura no solo en los fieles que perseveran en la fe, sino también en aquellos que, habiendo roto con ella, siguen considerando a la ley –respaldada por la fuerza coactiva del Estado– como el medio adecuado para hacer prevalecer su concepción del mundo y su escala de valores. De lo que resulta que, siendo distintos y contrapuestos los idearios de ambos grupos, idénticas son sus actitudes a la hora de imponer sus ideas usando, cuando pueden, la fuerza de la ley.

De ninguno de ambos grupos puede decirse que sea laico. Porque la laicidad significa –escribe Claudio Magris– «tolerancia, duda también respecto de las propias certezas, autoironía, desmitificación de todos los ídolos», por lo que «no solo el clericalismo injerente e intolerante es lo contrario de esta laicidad, sino también la cultura o pseudocultura radicaloiode y secularizada dominante, en la medida que está caracterizada por un narcisismo petulante, ansioso por revestirse de una aureola ideológica y por declamar nobles batallas. El respeto laico de la razón no está garantizado de antemano ni por la fe ni por su rechazo».

13-XII-09, Juan José López Burniol, elperiodico