´Democracia sin demócratas´, Ralf Dahrendorf.

Democracia sin demócratas

Ralf Dahrendorf
, miembro de la Cámara de los Lores, ex rector de la Escuela de Economía de Londres y ex director del St. Antony's College de Oxford
LV, 30-I-2004.


El filósofo Karl Popper tenía buenas razones para proponer una definición precisa del concepto “democracia”. La democracia, decía, es un modo de sacar a quienes están en el poder sin derramamiento de sangre. El método preferido de Karl Popper era, por supuesto, depositar los votos en las urnas.

La definición de Karl Popper evita disputas teológicas acerca del “gobierno del pueblo” y si una cosa así puede existir realmente. También permite ahorrarnos el intento de pegar en la definición toda clase de objetivos deseables, como la igualdad en términos sociales y técnicos, una teoría general del proceso efectivo de la “democratización” o incluso un conjunto de virtudes cívicas relacionadas con la participación.

Pero la definición que Popper da de la democracia no es útil cuando se plantea una pregunta que se ha convertido en tema recurrente en varias partes del mundo: ¿qué pasa si quienes salen del poder creen en la democracia, mientras que quienes los reemplazan no? En otras palabras, ¿qué pasa si la gente errada resulta electa?

No faltan ejemplos. En Europa, partidos de dudosos antecedentes democráticos han tenido buenos resultados en los últimos años: Jörg Haider en Austria, Christoph Blocher en Suiza, Umberto Bossi en Italia, Jean-Marie Le Pen en Francia... La lista es larga. En el mejor de los casos, las victorias electorales de estos grupos hacen difícil la formación de gobiernos responsables; en el peor de los casos, son el preludio de movimientos activamente antidemocráticos capaces de obtener una mayoría en las elecciones.

Esto es lo que ha ocurrido o está ocurriendo en varias partes del mundo. Hay dos ejemplos recientes que destacan. Uno se encuentra en los países poscomunistas de Europa del este y del sudeste, de los cuales una sorprendente cantidad ha elegido a miembros de la vieja “nomenklatura” bajo una nueva apariencia.

El caso más extremo es Serbia, donde una gran parte del electorado dio sus votos a hombres con juicios pendientes en La Haya por crímenes de guerra.

El otro ejemplo es Iraq. ¿Qué pasa si el sueño americano de llevar la democracia a ese problemático país termina en una situación en que los ciudadanos eligen que los gobierne un movimiento fundamentalista?

El solo pensar en ejemplos como éstos nos lleva a la clara conclusión de que la democracia no se trata meramente de elecciones. De hecho, por supuesto, los primeros partidarios de la democracia tenían todo tipo de cosas en mente. Por ejemplo, John Stuart Mill consideraba la “nacionalidad”, una sociedad cohesiva dentro de fronteras nacionales, como una precondición para la democracia.

Otra precondición para Stuart Mill era la capacidad y el deseo de los ciudadanos de elegir de manera informada y ponderada. Hoy ya no damos por hecho la existencia de tales virtudes. Probablemente eran ejercidas por una minoría, incluso en la época en que Stuart Mill escribió acerca del gobierno representativo.

Hoy la democracia tiene que significar “democracia más algo”, pero ¿qué es ese algo? Hay algunas medidas técnicas que se pueden llegar a tomar, como prohibir a los partidos y candidatos que hacen campaña contra la democracia o cuyos antecedentes democráticos sean insuficientes.

Esto funcionó en la Alemania de posguerra, pero en ese caso fue con la ayuda de los traumáticos recuerdos del nazismo y la relativa debilidad de los movimientos antidemocráticos. Un ejemplo más relevante bien puede ser Turquía, donde los movimientos islamistas fueron disueltos por las cortes y, cuando reaparecieron con otro disfraz, tuvieron que pasar por severas pruebas.

Sin embargo, es fácil ver los problemas: ¿quién juzga la idoneidad de los candidatos y cómo se hacen cumplir tales juicios? ¿Qué ocurre si la base de apoyo de un movimiento antidemocrático es tan fuerte que la supresión de su organización genera violencia?

En cierto sentido, sería mejor dejar que tales movimientos lleguen al Gobierno y esperar que fracasen, como ha ocurrido con la mayoría de los actuales grupos europeos de raigrambre antidemocrática. Pero eso es demasiado arriesgado.

Cuando Hitler llegó al poder en enero de 1933, muchos (si no todos) los demócratas alemanes pensaron: “¡Dejémosle hacer! Pronto quedará al descubierto por lo que es y, sobre todo, por lo que no es”. Pero el tiempo es relativo: “pronto” llegó a significar doce años que incluyeron una guerra salvaje y el holocausto.

Por tanto, los ciudadanos activos que defienden el orden liberal deben ser su salvaguarda. Pero hay otro y más importante elemento que proteger: el imperio de la ley.

Imperio de la ley no es lo mismo que democracia, ni son elementos que necesariamente se garanticen mutuamente. El imperio de la ley es la aceptación de que las leyes dictadas no por alguna autoridad suprema, sino por la ciudadanía, rigen para todos: quienes están en el poder, los que están en la oposición y quienes están fuera del juego del poder.

El imperio de la ley es la característica más sólida de Turquía en la actualidad. Con razón ha sido el principal objetivo del Alto Representante para Bosnia, Paddy Ashdown. Es algo que se debe defender; las así llamadas “leyes de excepción” que suspenden el imperio de la ley son la primera arma de los dictadores. Pero es más difícil usar el imperio de la ley para socavar la ley que usar las elecciones populares contra la democracia.

“Elecciones más algo” significa, por lo tanto, democracia más imperio de la ley. A riesgo de ofender a varios amigos que son demócratas convencidos, he llegado a la conclusión de que el imperio de la ley viene primero cuando un país anteriormente regido por una dictadura se dota de una constitución y la obedece, y después viene la democracia.

Los jueces independientes e incorruptos son aún más influyentes que los políticos elegidos con grandes mayorías. ¡Afortunados los países que poseen ambas autoridades, y que las estimulan y protegen!