´Vivir con inseguridad´, Ralf Dahrendorf

Vivir con inseguridad

R. Dahrendorf, miembro de la Cámara de los Lores, ex rector de la Escuela de Economía de Londres y ex director del St. Antony's College de Oxford
LV, 16/04/2004

Con frecuencia me he preguntado por qué Karl Popper acabó su dramática perorata del primer volumen de “La sociedad abierta y sus enemigos” con esta oración: “Debemos seguir y entrar en lo desconocido, lo incierto y lo inseguro, utilizando la razón de que disponemos para planificar con vistas a mantener tanto la seguridad como la libertad”. ¿No es suficiente la libertad? ¿Por qué situar la seguridad en el mismo nivel que ese valor supremo?

Después recordamos que Popper lo escribió en los años finales de la Segunda Guerra Mundial. Al echar un vistazo al panorama del mundo en el 2004, empezamos a entender el motivo de Popper: la libertad siempre significa vivir con riesgo, pero sin seguridad el riesgo sólo representa amenazas, no oportunidades.

Abundan los ejemplos. La situación en Iraq puede no ser tan mala como los acontecimientos en ese país –con las noticias diarias de atentados con bombas– hacen parecer, pero está claro que sin una seguridad básica no habrá un avance duradero hacia un orden liberal en Iraq. El caso de Afganistán es aún más complejo, aunque lo mismo es aplicable a ese país, pero ¿quién brinda seguridad y cómo?

En Europa y en Occidente, hay que pensar en la serie de actos terroristas: desde los de Estados Unidos en el 2001 hasta los atentados con bombas en Madrid anteriores a las elecciones. El alcalde y el jefe de la policía de Londres han advertido conjuntamente que resultan “inevitables” atentados terroristas en esa ciudad. Casi todos los días hay nuevos avisos, con policías fuertemente armados en las calles, barreras de cemento delante de embajadas y edificios públicos, controles más estrictos en los aeropuertos y en todas partes..., todos los cuales recuerdan diariamente la inseguridad que nos rodea.

Tampoco son solamente las bombas las que se suman a las incertidumbres generales de la vida. Gradualmente se afianza el convencimiento de que el calentamiento de la atmósfera mundial no es una simple fantasía pesimista. Los cambios sociales se suman a esas inseguridades. De repente parece que oímos el tictac de dos bombas de relojería: la continua explosión demográfica en ciertas partes del Tercer Mundo y la asombrosa tasa de envejecimiento en el primer mundo. ¿Qué repercusiones tendrán en la política social? ¿Cómo afectará la migración en masa al patrimonio cultural de los países? Además, existe una sensación generalizada de inseguridad económica. Aunque en cuanto se anuncia una mejora de la economía, decae. En cualquier caso, el desempleo parece haber quedado escindido del crecimiento. Millones de personas están preocupadas por su puesto de trabajo –y, por tanto, por la calidad de su vida–, además de temer por su seguridad personal.

Semejantes ejemplos sirven para mostrar que el aspecto más inquietante de la inseguridad actual puede ser perfectamente la diversidad de sus orígenes y que no hay explicaciones claras ni soluciones simples. Incluso una fórmula como “guerra al terror” simplifica un fenómeno más complejo.

Entonces, ¿qué debemos hacer? Tal vez deberíamos volver a leer a Popper y recordar su consejo: utilizar la razón de que disponemos para afrontar nuestras inseguridades.

En muchos casos son necesarias para ello medidas drásticas, en particular en la medida en que se vea afectada nuestra seguridad física, pero, si bien resulta difícil negar que semejantes medidas son necesarias, no menos necesario es recordar la otra mitad de la frase: “Tanto la seguridad como la libertad”.

Tan necesario como la protección es el freno a las medidas en pro de la seguridad que limiten las libertades que dan dignidad a nuestra vida. Dicho freno puede adoptar muchas formas. Una es la de hacer que todas esas medidas sean temporales, al dotar esas nuevas leyes y reglamentaciones de “cláusulas de extinción” que limiten su duración. La seguridad no debe llegar a ser un pretexto para suspender y destruir el orden liberal.

Una segunda necesidad es la de prevenir el futuro con mayor eficacia. No debemos esperar a que ocurran grandes catástrofes si las vemos llegar. No tiene que hundirse Holanda en el mar del Norte antes de que hagamos algo en relación con el clima del mundo; las pensiones no tienen que quedar reducidas casi a cero para que se ajusten las políticas sociales.

Una tercera necesidad es la de preservar –y en muchos casos recrear– lo que podríamos llamar islas de seguridad. La globalización debe volverse “glocalización”: las certidumbres relativas de las comunidades locales, las pequeñas empresas, las asociaciones humanas tienen su valor. Semejantes islas no son espacios abrigados y protegidos, sino modelos para otros. Demuestran que hasta cierto punto se puede brindar seguridad sin pérdida de libertad.

Queda pendiente la cuestión más fundamental de la actitud. La de si los gobiernos deben asustar siempre a sus ciudadanos describiendo la horrible perspectiva de un ataque “inevitable” es una cuestión discutible. La verdad –por citar a Popper de nuevo– es que “debemos seguir y entrar en lo desconocido, lo incierto y lo inseguro”, ocurra lo que ocurra.

Las inestabilidades actuales pueden ser excepcionalmente diversas y graves, pero la vida humana se caracteriza en todo momento por una incesante incertidumbre. Dicha incertidumbre puede conducir a un estado de paralización cercano a la entropía. Más frecuentemente, la incertidumbre propicia que alguien afirme saber cómo eliminarla: muchas veces mediante poderes arbitrarios que tan sólo benefician a unos pocos. Los dioses falsos siempre se han aprovechado de una sensación generalizada de inseguridad. Contra ellos, la única respuesta es un esfuerzo activo para afrontar los riesgos que nos rodean. Tal vez necesitemos una nueva ilustración con vistas a infundir la confianza que necesitamos para vivir con inseguridad y en libertad.