´Un nuevo humanismo´, Salvador Pániker.

Un nuevo humanismo 

En 1959, C. P. Snow dictó en Cambridge una famosa conferencia titulada Las dos culturas y la revolución científica, deplorando la escisión académica y profesional entre el ramo de las ciencias y el de las letras. En 1995, el agente literario John Brockman, recogiendo una expresión acuñada por el propio Snow, popularizó el concepto de la tercera cultura, para referirse a la entrada en escena de los científicos-escritores. Según Brockman, "una educación estilo años cincuenta, basada en Freud, Marx y el modernismo, no es un bagaje suficiente para un pensador de los noventa". Pero lo notable del caso es que los intelectuales de letras seguían -siguen- sin comunicar con los científicos, y, en consecuencia, son estos últimos quienes están dirigiéndose ya directamente al gran público. Un gran público que comienza a estar familiarizado con nociones como biología molecular, inteligencia artificial, teoría del caos, fractales, biodiversidad, nanotecnología, genoma, etcétera; un gran público que huye de viejas disquisiciones teológicas, pero que comienza a apasionarse con cuestiones secularizadas tales como ¿cuál es el origen de la vida?, ¿de dónde surgió la mente?, ¿cómo empezó el universo?

Pues bien, un nuevo humanismo debe poder enfrentarse con todos estos temas desde un cierto conocimiento de causa. Un nuevo humanismo debe recoger el arsenal de metáforas suministrado por las ciencias duras. Un nuevo humanismo ya no ha de ser tanto un humanismo clásico cuanto una nueva hibridación entre ciencias y letras. En el bien entendido que, desde siempre, la gravitación de la ciencia sobre la filosofía ha sido crucial. Emile Bréhier señaló que, en cada época, tanto o más que el modelo económico de producción, influye la imagen astronómica. Ello es que el divorcio entre ciencias y letras, que alcanza su cenit en la famosa frase de Sartre ( "la ciencia no me interesa para nada") es cosa harto reciente.

El lenguaje de la ciencia
Un nuevo humanismo debería acometer, incluso, una cierta reforma del lenguaje. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que nos sigue traicionando todavía el viejo constructo aristotélico hecho de sujeto, verbo y predicado. Esta convención es responsable, como ya denunciara David Hume, de incurrir en la falacia de creer que hay mente cuando lo único seguro es que hay actos mentales. Ahora bien, ¿de qué otros lenguajes podemos echar mano? ¿Y cuál es el marco teórico general? Cuando Julia Kristeva intentó elaborar una teoría formal del lenguaje poético, siendo la intención correcta, no consiguió llegar muy lejos. Por otra parte, los llamados lenguajes formales son adecuados únicamente para la ciencia y acaban en un coto reducidísimo de especialistas. Así, pongo por caso, todavía las gentes ilustradas pudieron digerir en su día la teoría de la gravitación de Newton, e incluso la de la relatividad de Einstein (aunque ésta ya menos, la constancia de la velocidad de la luz es estrictamente contraintuitiva); pero ¿quién es capaz de seguir la endiablada complejidad matemática de la teoría de las supercuerdas? Y, con todo, hay ahí un camino a mi juicio irreversible. Pues ha sonado la hora de liberarnos de la tiranía de la intuición, el sentido común y otros embelecos parecidos. Sucede que la contradicción está en el corazón de la realidad. Recordemos que Niels Bohr expuso el principio de complementariedad: las partículas elementales se comportan a la vez como ondas y como corpúsculos. Más todavía, quizá no haya partículas elementales sino sólo las vibraciones de unas minúsculas y metafóricas cuerdas. La mentada teoría de las supercuerdas (la super viene de la supersimetría que incorpora) viene a diluir la materia en una especie de música que es también una estructura matemática.

En rigor, incluso dentro del modelo estándar de la física de partículas, éstas no son unas ridículas bolitas macizas, sino algo mucho menos intuitivo, meramente relacionado con los cuantos de excitación de los campos. Quiere decirse que, en última instancia, la física no trata tanto con sustancias como con relaciones. Y que, según se mire, la realidad es antes abstracta que concreta. (Y, por consiguiente, mucho más poética de lo que se creía). Werner Heisenberg explicaba, al final de su vida, que lo verdaderamente fundamental en la naturaleza no son las llamadas partículas elementales sino las simetrías abstractas que hay más allá de ellas. Pudiéramos también aducir, como ejemplos, los sistemas de diseño genético o las informaciones formalizadas que definen nuestros estados de conciencia. En fin, y para que no haya equívocos, no se trata de platonismo sino de algo previo: precisamente de la superación de la dualidad concreto/ abstracto. Y también de que, en su último nivel, no existe distinción entre lo material y lo mental.

La tradición mística
Penetramos así en una zona de claroscuro físico/ metafísico en la que se diluyen, en general, todas las dualidades, y especialmente la muy general entre sujeto y objeto. A esta visión no-dual de la realidad, el Vedanta hindú la llamó advaita. También el budismo y el taoismo han proclamado la naturaleza no-dual de la realidad -la cual sólo se revelaría en una cierta experiencia mística-. El budismo mahayana llega al extremo de negar incluso la dualidad entre dualidad y no-dualidad, y de ahí la famosa sentencia de que "samsara es nirvana". Como es sabido, budismo y Vedanta difieren en que mientras el primero es una metafísica basada en la negación del sujeto, el segundo se basa en la negación del predicado. Ahora bien, alcanzada la no-dualidad, todo incide.

El caso es que todas las tradiciones místicas solventes (y hay muy pocas) han comenzado su enseñanza partiendo de lo infinito no-dual. Lo cual no es ontologismo, sino el resultado de una experiencia muy especial, precisamente la llamada (a falta de mejor nombre) experiencia mística. (Mística viene de mystein, ´cerrar los ojos´, y no es, ciertamente, el vocablo más adecuado para referirse a esa experiencia de suprema lucidez crítica que nos hace vislumbrar el último misterio de la realidad y que, en sí misma, poco tiene que ver con las religiones). Yel caso es también que la ciencia ni corrobora ni falsea esta visión. Lo que ocurre es que la ciencia, con su aproximación cada vez más misteriosa a la realidad, contribuye -a diferencia de otras épocas- a reencantar el mundo. La misma materia ha dejado de ser ese asunto aburrido del que se quejaba Whitehead. La ciencia proporciona hoy las mejores metáforas, y ellas son bastante connaturales con la visión de los llamados místicos.

Disecamos la realidad de acuerdo con los esquemas de nuestra lengua materna, decía (aproximadamente) Benjamín L. Whorf. Procede, pues, huir de la trampa del lenguaje convencional que inventa substancias allí donde sólo hay actos y relaciones. Ya he apuntado que, tal como enseña el neurólogo Peter W. Nathan, es lícito usar el adjetivo mental, pero no lo es tanto referirse al substantivo mente - dicho de otro modo, es correcto afirmar que la percepción es un suceso mental, pero es erróneo inferir que la percepción ocurre en la mente-. La mente, el alma, la substancia, el yo, todas esas entelequias son inventos de la gramática y sólo tienen utilidad funcional si nos sirven como trampolín para saltar más allá del yo, más allá de la mente y más allá de la sustancia, hacia lo místico, allí donde la infinitud diluye las separaciones. Allí - dicho sea de paso- donde la muerte es mera anécdota.

La metáfora de lo infinito
He mencionado esa zona de claroscuro físico/ metafísica en la que se diluyen las dualidades, y muy especialmente, la dualidad sujeto-objeto. Es una zona también poética en la que las fronteras entre disciplinas se hacen ténues, y nuevas metáforas emergen. Dialéctica entre lo finito y lo infinito, por ejemplo. Recuerdo ahora que la mecánica cuántica asocia sus sistemas al llamado espacio de Hilbert, generalmente de infinitas dimensiones. Y cabe pensar que el número de las partículas elementales sea de una variedad inagotable, de la cual sólo una pequeña fracción es observable -una insinuación recogida por la teoría de las supercuerdas-. Y también se nos ocurre especular que todas las posibles -e infinitas- expresiones matemáticas de la realidad física tengan cumplimiento, si no en éste, en otros posibles universos. Más aún, sucede que en nuestro propio mundo presidido por la mecánica cuántica, la naturaleza, cuando no es observada, incluye todas las situaciones posibles, y sólo cuando realizamos una observación experimental, la naturaleza elige una posibilidad: es el llamado "colapso de la función de onda". Ampliando la perspectiva, se diría que el mundo real (finito) es el colapso de la infinitud potencial.

Ciertamente, sabemos que en ciencia lo infinito está vedado, y que sólo emerge (cuasi clandestinamente) bajo forma de singularidad. Lo que ocurre es que la ciencia no pasa de ser la más afinada de nuestras metáforas para referirse a una realidad que siempre nos trasciende. No soy un fanático de lo que Aldous Huxley llamó filosofía perenne (no creo que haya una sola realidad con diferentes lenguajes); tampoco soy de los que defienden la correlación, sin más precisiones, entre física cuántica y misticismo; ahora bien, sí sospecho que existe un denominador común en el mensaje de los místicos, y que este departe, nominador común es el que viene expresado en la idea/ metáfora de lo infinito. "Je ne vois qu´infini par toutes les fenêtres", dijo Baudelaire. Yel profético William Blake lo expuso en frase célebre: "Si las puertas de la percepción quedasen limpias, todo aparecería al hombre tal como es: infinito". Ambos poetas recapitulaban una ancestral vivencia. Porque existe, claro está, una genealogía de la idea filosófica de infinito, desde el ápeiron de Anaximandro hasta el infinito especulativo de Hegel, pasando por Filón, Plotino, Duns Escoto, el cardenal de Cusa, Bruno, Spinoza, Fichte. Más toda la teología negativa. Más toda la metafísica de Oriente. Por otra uno puede tener una cierta intuición de lo infinito y, al mismo tiempo, defender una filosofía de la contingencia. No podemos filosofar como si Darwin no hubiese existido. Ello es que una filosofía de la contingencia hace reaparecer la divinidad inmanente, donde vuelve a asomar lo infinito en conjunción con el azar. Porque infinitud y pluralismo también van de la mano. Y porque la misma noción de finitud carece de sentido sin el referente infinito. (Esto lo vio muy claro Hegel). Más aún: se diría que cualquier cosa real contiene una singularidad, un colapso de la infinitud, que es un atisbo de la divinidad. (Esto también fue atisbado por el cardenal de Cusa, quien unificó el con-cepto abstracto de infinito matemático con la infinitud real de lo divino, y, además, escribió que "toda criatura es infinitud finita").

El cerebro completo
En rigor, cualquier cosa real acaba diluyendo la dualidad sujeto-objeto. Ciertamente, hay observadores además de fenómenos, pero la misma mecánica cuántica es incompatible con la lógica clásica, y cualquier artista sabe que el creador y la cosa creada son lo mismo, y que el cerebro no es un simple receptor pasivo de información. Yo me trasciendo en mis actos; mis actos se trascienden en el proceso total del mundo. Si es cierto que lo infinito aparece (científicamente) como un fracaso de la teoría, lo finito surge (metafísicamente) como un colapso de la infinitud. Esa infinitud trasciende a la dualidad ser/no-ser. Precisamente en la singularidad matemática del Big Bang, los parámetros físicos se hacen infinitos significando algo así como el colapso de la nada para dar nacimiento a algo. Una metáfora que no hubiera desagradado al Maestro Eckhart, quien habló de la deidad -distinta de Dios- como una nada. En cuyo caso, si al morir retornamos a la nada, retornamos también a lo infinito. Lo infinito que es también ese desierto que, al decir de Angelus Silesius, cae más allá de Dios.

Se dirá que, en física cuántica -definida en términos de teoría de campos, previos a las partículas y a las ondas- la nada viene sustituida por el vacío, y el vacío es una especie de océano repleto de partículas virtuales, es decir, de campos cuánticos que son algo más que meras ficciones. Bien. Aquí estamos echando mano de metáforas, en el bien entendido que la propia ciencia aboca a un claroscuro donde reaparece siempre el misterio. El caso es que cualquier especulación naufraga, y al final sólo nos queda el recurso a una cierta experiencia mística, poética, estética, musical, transpersonal, o cómo quiera llamarse, que quizá sea la única experiencia real -porque, además, es la experiencia del cerebro completo, y no sólo la de su hemisferio analítico/ racional-.

En resolución. Un nuevo humanismo no puede ponerse de espaldas a la ciencia. Naturalmente, no se trata de incurrir en el oscurantismo pseudocientífico denunciado por Alan Sokal y J. Bricmont en su conocido libro Imposturas intelectuales. No hay que usar la jerga científica en contextos que no le corresponden. Tampoco se trata de caer en el relativismo epistémico (que surge de una mala digestión de las obras de Kuhn y Feyerabend), ni de creer que la ciencia es una mera narración, un mito o una construcción social. La tarea es previa y más respetuosa con la autonomía de la ciencia. Se trata de que los paradigmas científicos fecunden realmente a los discursos filosóficos e incluso literarios. En arte ello es ya moneda común, y así es frecuente escuchar a conocidos pintores remitiéndose a la ciencia, y en especial a la física cuántica, como marco intelectual e, incluso, fuente de inspiración. Lo cual, por su parte, no es pedantería sino genuina comprensión de que si hubo una época en que el arte iba por delante de la ciencia, hoy la situación se ha invertido.

Ciertamente, la fusión de saberes como en el Renacimiento ya no es posible. La montaña de la especialización es demasiado alta. Ahora bien, las grandes preguntas subsisten, el tema de la condición humana está en juego, y la permeabilidad entre ciencias y letras es una exigencia central de nuestro tiempo.

Salvador Pániker, lavanguardia/culturas, 14-IX-05.