´La crisis de la crítica´, Germà Bel.

A nuestros visitantes anglosajones les sorprende la acritud con que "la crítica" es contestada en España, acritud que aumenta al ascender en la jerarquía del poder dentro de una organización. Y como aún somos un país mucho más de jerarquías verticales que de redes horizontales, la acritud desencadenada por la crítica es mucha. El poder toma la crítica por síntoma de soberbia, con lo que yerra al fijar la atención en el "por qué" de la crítica y no en el "qué"; al juzgar intenciones (el "por qué") en lugar de discutir resultados (el "qué"). Este es el caparazón que la mediocridad adopta para protegerse de la crítica sin necesidad de discutirla.

Esta es una de las principales razones que explica por qué el Gobierno ha necesitado tanto tiempo para darse cuenta de que su política económica frente a la crisis era equivocada. Por un lado, del gobierno desaparecieron hace tiempo quienes podían decir "no"; especialmente en lo relacionado con la política económica, que tan a menudo restringe el libre albedrío del gobernante. Por otro, la voz de los agentes económicos y el debate público - cuando lo hay-no han reflejado fielmente lo que en realidad se pensaba de la política económica. Muy pocos han dicho en voz alta lo que cada vez decían con mayor insistencia en privado.

Dos factores son de gran importancia para explicar esto. Primero, gran parte de la actividad y poder económico en España está en sectores muy regulados o dependientes de la actividad pública (como la construcción civil o las concesiones). Si el poder encaja mal la crítica, quienes dependen en parte del BOE (o equivalentes regionales) van a ejercer la autocensura. Segundo, y quizás más importante y estructural, la "sociedad civil" -sea lo que sea-s e conduce con circunspección respecto al poder político. Esta es una de las herencias más lamentables del fracaso de la Ilustración en España; ese combate entre la tradición del poder absoluto y la importación de los principios de libertad y de crítica que se produce en la segunda mitad del siglo XVIII, y que se expresó en tantos ámbitos de lo público. La lucha entre absolutistas e ilustrados se saldó con el absolutismo de Fernando VII, encumbrado hace dos siglos al grito de "vivan las cadenas". Al fin, todo rey absoluto condena a los ilustrados por soberbios y vanidosos.

El lastre dejado por esa herencia, y por las aún recientes décadas de dictadura franquista (recuerden el "hagan como yo, no se metan en política", de Franco) hacen más difícil consolidar en España la sociedad abierta, esa sociedad de crítica y discusión racional que promueve el cambio y lo consolida. Los ciudadanos debemos contribuir a que los gobiernos lo hagan mejor, y la circunspección hacia el poder es muy mal servicio al país. En cambio, la expresión libre y responsable del juicio propio -tan sujeto a error como el ajeno- ayuda al buen gobierno, y por ello a la buena política económica. Háganse (y hágannos) un favor: practíquenla.

17-II-10, Germà Bel, lavanguardia