´Estocazo a la fiesta´, Montserrat Domínguez

Como taurina confesa y egoísta emboscada, me parecería bien que prohibieran las corridas de toros en Catalunya: habría más posibilidades de atraer a José Tomás a Madrid. Además, no hay mayor estimulante que la clandestinidad: si los jóvenes tienen que cruzar la frontera hacia Ceret, Nimes o Perpiñán, o bien ir hasta la Monumental de Pamplona, la Maestranza de Sevilla o Las Ventas de Madrid para ver corridas, quizás lo prohibido alumbre una nueva edad de oro del toreo, tras años de decadencia.

Dicho esto, qué buen espectáculo está ofreciendo el Parlament con el debate sobre abolicionismo o no: enhorabuena a los grupos que han pactado un elenco de panelistas de primer orden. Meha fascinado descubrir al filósofo francés Francis Wolff, que ayer defendió las corridas como patrimonio cultural del sur de Europa, además de subrayar que si el toro bravo sigue existiendo es precisamente porque su crianza tiene una finalidad: la plaza. Supe ayer, gracias al alcalde (comunista) de Arlés, que en Francia se sostienen 300.000 hectáreas de reservas húmedas para la ganadería extensiva, uno de cuyos últimos exponentes es el toro bravo: aquí pasa algo parecido con las dehesas. Fuera de la - mal-llamada fiesta nacional, los toros bravos están condenados a la extinción, pero esta es una más de las contradicciones en las que viven inmersos los - mal-llamados animalistas.

También los taurinos nos debatimos bajo la ducha Vichy de los contrastes. No es fácil defender las corridas cuando uno ama a los animales e intenta inculcar a sus hijos que el maltrato es inadmisible. Lo que no es de recibo es que se nos acuse de acudir a la plaza con el único fin de asistir a la tortura de un animal: la simpleza y perversidad de semejante tesis sólo es comparable a la idea de que uno aplaude a un torero para luego, en casa, practicarle la ablación del clítoris a la hija, pegar a la pareja y acabar por secuestrar al vecino siguiendo el ejemplo de Colombia, tierra fértil en violencia por su acreditada afición taurina.

La belleza de la plaza el día de autos, lo sutil de la liturgia y la ceremonia que la envuelve, el imponente silencio que rodea al toro cuando hace su aparición en el coso; el complejo enfrentamiento entre la inteligencia animal y la humana, el pulso desigual entre la fuerza, la destreza y el instinto podrán apreciarse o no, pero siguen provocando interés y pasión en miles de aficionados.

Puede que seamos los últimos de Filipinas, y que las corridas acaben muriendo de inanición: si fuera así, la culpa no sería de los antitaurinos, sino de los malos ganaderos, peores empresarios y pésimos matadores que han consentido en que se toreen animales débiles y aborregados, invalidando así la premisa que sostiene este precario andamiaje: sin toro, no hay corrida.

5-III-10, Montserrat Domínguez, lavanguardia