´La soledad de cristal´, Gabriel Magalhães

En Portugal también tenemos casos de corrupción que acaparan los titulares de prensa. Como somos un país lírico, les ponemos nombres más poéticos que en España: un escándalo en el mundo del arbitraje futbolístico dio origen al proceso Silbato Dorado. Recientemente surgió el caso Cara Oculta, que involucra a algunos políticos y empresarios. En la patria de Pessoa, hasta la corrupción se escribe en verso.

Estas historias nos engañan, porque nos permiten pensar que la putrefacción social se concentra en estos escándalos. El descarado no soy yo: es el otro. En realidad, el problema de Portugal y de Occidente consiste en que la corrupción ocurre sobre todo a nivel institucional. Yesa corrupción de las instituciones es culpa de todos.

Los que trabajan en la enseñanza sienten, con frecuencia, que no están verdaderamente enseñando. Los miembros del mundo judicial descubren, muchas veces, que no están impartiendo verdadera justicia. Y hasta los médicos se asombran con la ficción sanitaria en la que viven. Las instituciones parecen una cosa a lo lejos, pero quienes las conocen por dentro descubren la enorme mentira que vive en su interior. Y lo peor es que la mayoría de sus miembros se conforma con esta corrupción orgánica.

En Portugal, está pasando hoy algo que ocurrió en la época de Salazar. En esos tiempos, el ciudadano se acostumbró a callar, asumiendo una actitud de secreta complicidad. Lo hacía quizás por miedo a la policía política. Hoy la gente se calla porque quiere tener un empleo. El paro es la cárcel con la cual se nos amenaza. Y todos nos amilanamos: la vida es la vida, como se suele decir. Dentro de las instituciones, suben los que saben interpretar bien el doble juego que las comanda. Los líderes actuales, no sólo los políticos, tienen que parecer intachables, pero sin serlo verdaderamente. El nuestro es un tiempo en que la legalidad es, con frecuencia, una forma correcta de corrupción.

Aquí siempre surge alguien que afirma: "Eso pasa en el sector público: vosotros, los funcionarios del estado, sois unos vagos. En lo privado es distinto". La reciente crisis financiera comprobó que no es así. Dije que las escuelas, los tribunales, no funcionan a veces como verdaderas escuelas, como verdaderos tribunales. El año pasado se verificó que los bancos privados tampoco funcionaron como verdaderos bancos. Muchos gestores de sucursal seguramente vieron que se caminaba hacia el desastre y la mayoría de ellos se calló.

Recuerdo aquellas imágenes del 2008 en las que una mujer moría en el suelo de la sala de espera de un hospital norteamericano, sin que nadie la ayudara. Fue un caso de dejadez. Lo curioso es que, cuando hay exceso de cuidado, desemboquemos en otra ficción: la fábula de la gripe A.

Ficciones, mentiras. Y nuestra vida mintiendo dentro de esas ficciones. Claro que, a lo largo de este desierto moral, hay muchos oasis de verdad. Existe un sinfín de personas innegablemente correctas. Y muchos organismos y empresas ejemplares. Pero el derecho a la verdad personal y a la verdad de nuestro trabajo se paga casi siempre con una cierta soledad.

El siglo XX todavía fue un tiempo de héroes. Uno se conmueve ante la figura del Che Guevara. Y políticos portugueses de entonces, como Mário Soares, Sá-Carneiro o ÁlvaroCunhal, habían cumplido la mili de la heroicidad, que era un pasado de resistencia, más o menos radical, al salazarismo. Mitterrand fue un héroe tortuoso, a la manera romántica. Y esto para no hablar de Pompidou, Churchill o De Gaulle.

Hoy en día vivimos en una época de ídolos. Los ídolos no son héroes: son algo que se ve mucho, sin que sea necesario que en su interior exista algo consistente. Por eso la mayoría de nuestros políticos actuales presenta un perfil atractivo, pero por dentro se les nota el alma de una marioneta.

A veces pienso que siempre ha sido así: que es propio de las instituciones decir una cosa y hacer otra. Como la inquisición, aparentemente virtuosa y realmente atroz. Otras veces creo que estamos como en el siglo XVIII: el desajuste entre lo que se dice y lo que hay es tan grande que tendremos que recuperar la nitidez del mundo con algún tipo de ímpetu revolucionario. Cuando leo noticias sobre casos de corrupción, la trama Gürtel, la operación Pretoria, el caso "silbato dorado" o "cara oculta", yo pienso en mí mismo. Me pregunto hasta qué punto tendré el valor necesario para romper con las mentiras que me rodean. Con las mentiras que yo a veces también miento. No sé si seré capaz de la inseguridad profesional y de la soledad que eso conlleva. Una soledad de cristal. Una vida siempre a punto de romperse. Creo que el lector me entiende.

 

20-III-10, Gabriel Magalhães, escritor y ensayista portugués, lavanguardia