"El caso del pan con tomate", Quim Monzó.

El caso del pan con tomate

En Catalunya, una de las argucias que los restaurantes utilizan para facturar unos cuantos euros más es la del plato de pan con tomate. Llegas al restaurante ( "Buenos días, ¿tendrían una mesa?", "Pues... sí; por aquí, por favor"), te sientas, te dan la carta y empiezas a leerla. Y entonces, antes o después de haber tomado la comanda, aparece un ayudante de camarero que, con discreción, deposita en la mesa un pan con tomate que nadie ha pedido. El pan con tomate puede venir ya preparado, en rebanada o en coca, o bien por hacer: para que el cliente se lo prepare a su gusto (y de paso ahorrarse ellos el trabajo). Cuando se da esta segunda opción, generalmente el plato lo ocupan un par de rebanadas de pan tostado - bien o mal, ésa es otra cuestión-, dos tomates no suficientemente maduros y, en algunos casos, unos ajos, por si el comensal es amante de ese condimento que tan poco complace a Victoria Beckham.

Hay algunos clientes que están encantados con eso e inmediatamente se lanzan sobre el pan con tomate mientras esperan el primer plato. Pero, en muchas ocasiones, la gente no lo quiere, y la mayoría calla. Los novatos, los que no saben de qué va la cosa en realidad, piensan: si nadie ha pedido pan con tomate y el restaurante lo trae, es que se trata de una gentileza, de un regalo de la casa. Y otros, aun sabiendo de qué va y sin que les apetezca, por reparo callan y lo aceptan como una cuota ineludible. Saben que el pan tostado y los tomates quedarán tal cual hasta el final de la comida, pero no se atreven a pedir que se lo lleven. En cualquiera de estos dos casos, el resultado es siempre el mismo: unos cuantos euros más en la factura por un plato que ni siquiera han ofrecido.

Hace unos días contemplé una de estas prácticas en un restaurante de la calle Lleida. Llegó una mujer sola, extranjera, diría que alemana. Se sentó a una mesa, le dieron la carta, pidió una ensalada y carne poco hecha. Al cabo de poco, con desgana el camarero colocó en su mesa las vinagreras y un plato con dos rebanadas de pan tostado, dos tomates y dos ajos. La mujer lo contempló un buen rato, sin saber qué hacer. ¿Pan tostado, dos tomates y dos ajos? Miró a un lado y a otro, a ver si en otras mesas alguien tenía un plato similar y así ella podía ver qué se suele hacer con ese plato. Pero, aunque en casi todas las mesas había platos similares, nadie les prestaba la más mínima atención. Estaban ahí, simplemente esperando que llegase el final de la comida y los retirasen tal como habían llegado. La gente comía el primer plato o el segundo, pasando de ese impuesto revolucionario.

De modo que, sin referentes a los que agarrarse, la mujer decidió aventurarse. Con el cuchillo y el tenedor cortó los tomates en cuartos, con sumo cuidado, y las rebanadas de pan en cuadraditos. Después seccionó los ajos, intentó pelarlos, lo mezcló todo lo mejor que pudo, lo regó con aceite y vinagre y le añadió un poco de sal. Y así se lo fue comiendo, como si se tratase de una ensalada, con una cara que no denotaba precisamente satisfacción, recogiendo cada tanto con el tenedor las pieles de ajo que le molestaban en la boca, y depositándolas a un lado. Era un espectáculo excepcional, grotesco y penoso, consecuencia de las estratagemas miserables de muchos restaurantes y de su menosprecio hacia los clientes.

lavanguardia, 9-IX-05