´Delibes y Castilla´, Juan-José López Burniol

Los del 98 eran -sobre el papel- gente de rompe y rasga. Baroja, por ejemplo, no sólo pedía la supresión de los toros, como hacen ahora algunos filósofos, sino que iba más lejos y abogaba por la "extinción de las corridas de toros, y las rondallas, y las jotas, y los entusiasmos fetichistas por la Pilarica y por el Cristo de aquí o allá, y quitar del ambiente esa morralla de pensamientos bestiales sobre el honor, y la sangre y el vino". No les gustaba -detestaban- la España "sin pulso" de su tiempo, hundida en la miseria tras la debacle de 1898. No les gustaba como era: "Vieja y tahúr, zaragatera y triste", la definió Machado; hundida en el "marasmo", la sintió Unamuno; presa de la "abulia" la percibió Ganivet. Y tampoco les gustaban sus gentes: "Mucha sangre de Caín / tiene la gente labriega", se lee en La tierra de Alvar González;"atónitos palurdos sin danzas ni canciones" aparecen en A orillas del Duero.Pero todos los escritores del 98 eran patriotas. Incluso Baroja lo afirma en Juventud y egolatría,su libro más desgarrado: "Yo parezco poco patriota y, sin embargo, lo soy. Tengo normalmente la preocupación de desear el mayor bien para mi país, pero no el patriotismo de mentir (...) Alguno dirá: ese patriotismo de usted no es más que una irradiación del egoísmo y de la utilidad. ¡Claro que sí! ¿Es que puede haber otro patriotismo?".

En esta ecuación -desafecto por lo que hay y voluntad de mejora- se halla la raíz del pensamiento de los escritores del 98. Y, al proyectar este pensamiento a su entorno, encontraron Castilla. "España está por descubrir", dijo Unamuno, y descubrieron una Castilla que idealizaron, como base de su proyecto - sólo literario-de regeneración nacional. Un proyecto destinado a fracasar, porque -como dice Andrés Trapiello- "aquellos jóvenes llegaban a la vida intelectual con la contradicción en la sangre: pensar en una regeneración moral de España siendo como eran amantes de los crepúsculos y los finales, querer cambiar la sociedad sin dejar de ser ellos mismos unos asociales y misantrópicos, intervenir en la política y en la regulación del Estado teniendo tendencias a la anarquía".

La Castilla de Delibes es muy distinta de la de los autores del 98, porque muy distinto a ellos era también Miguel Delibes. Vallisoletano de 1920, alcanzó pronto la fama, pero esta no alteró su vida.

Nunca sintió la tentación de trasladarse a Madrid. Siguió en su ciudad, combinando su cátedra con su periódico, escribiendo sus artículos y sus novelas, viendo crecer su amplia familia y saliendo al campo a cazar. Discreto y de buen trato, sabía escuchar y hablaba lo justo. Fue el novelista de la gente corriente y más olvidada de su tierra. También de la clase media de su ciudad, a la que retrató con cierta dureza. Desde La sombra del ciprés es alargada -1947- hasta El hereje -1998-, Delibes construyó su obra con sencillez y sin alardes técnicos, con lenguaje depurado y preciso, cuidando de recoger y preservar el habla coloquial, así como los modismos populares en trance de extinción y las costumbres del mundo rural.

Su Castilla no está sublimada, sino reflejada en la realidad cotidiana del paisaje castellano y de sus gentes. Lo que no le impide reflexionar críticamente: "A Castilla se le ha ido desangrando, humillando, desarbolando poco a poco, paulatina, gradualmente, aunque a conciencia. Se contaba de antemano con su pasividad, su desconexión, la capacidad de encaje de sus campesinos". A lo que añade: "Mas esta mansedumbre, esta pasividad, esta especie de fatalismo que de siempre acompaña al castellano, no excluye la existencia de un idioma -que por extendido hemos dejado de considerar nuestro-, unas costumbres, una cultura, un paisaje, una forma de vivir". Tuvo, en vida, un privilegio mayor: que se hable de la Castilla de Delibes del mismo modo como se habla de la Lisboa de Pessoa, el Dublín de Joyce y la Praga de Kafka.

Esta Castilla de Delibes está más cerca de mi sensibilidad que la Castilla de los noventayochistas. Quizá porque estos se aproximaron a Castilla desde fuera -Vizcaya, Alicante, Andalucía…- y la hicieron a su medida, es decir, la inventaron un tanto; y, en cambio, la voz de Delibes surgía desde dentro, de la propia Castilla, y era por ello más auténtica. Pero quizá la prefiera también porque la Castilla de Delibes está muy cerca de "mi Castilla", en tierras de Salamanca, allá donde la meseta se despeña hasta el Duero en forma de penillanura: mucho minifundio, mucha encina y mucha piedra. Un lugar parecido al que José-María Gabriel y Galán describió con versos que escuché por vez primera de labios de mi padre, en los que "cantaba también aquellos campos / los de las pardas, onduladas cuestas, / los de los mares de enceradas mieses, / los de las mudas perspectivas serias, / los de las castas soledades hondas, / los de las grises lontananzas muertas". La muerte, otra vez la muerte, tan presente también en la obra de Delibes. Pero Castilla no muere. Ahí está y muchos la llevamos dentro.

28-III-10, Juan-José López Burniol, lavanguardia