´Dios y el demonio´, Pilar Rahola

A pesar de mi incapacidad para creer en la trascendencia, admiro a la gente que, gracias a su fe, es mejor persona. Sólo hace falta conocer, por ejemplo, el trabajo extraordinario de las hijas de la caridad para entender la grandeza de Dios, si se traduce en amor. La felicidad está en la caridad, dijo san Vicente de Paúl, y viéndolas felices ayudando a los más marginados, es posible que el mítico sacerdote tuviera razón. Tanto en el interior de nuestros agujeros negros como en las lejanas geografías donde la vida es una lucha a muerte, en todas partes hay hombres y mujeres que dedican su vida a los demás. Y lo hacen en nombre de una creencia, de un intangible. Dios, en esos casos, es el motor de la bondad. Pero precisamente porque es un intangible, Dios ha sido, secularmente, el roto de muchas maldades, y en su nombre se ha tapizado de rojo y negro la piel de la historia. Ahí están los locos que matan en nombre de Dios. Y ahí están los que abusan, los que violentan, los que juegan al poder terrenal, bajo la excusa del aliento divino. También están los que esconden el delito, los que no protegen a las víctimas, los que, conociendo el mal, lo tapan más allá de toda ley. Y en esos casos, el dios al que apelan sólo es una caricatura de su propia vergüenza.

¿Dónde estaba Dios en el último escándalo conocido de la Iglesia católica? ¿En el alma negra de un sacerdote paidófilo, felizmente escondido por sus propios colegas, o en el alma frágil y brutalmente violentada de sus víctimas? Más aún, ¿puede un solo sacerdote hacerse la simple pregunta, sin horrorizarse ante su propia indignidad? No nos vengan con monsergas, no nos confundan con su dominio milenario de la retórica, no nos vendan silogismos, porque la verdad es descarnada como descarnado fue el dolor de los 200 niños sordomudos de los que abusaron. Y esa verdad vuelve a culpar a la Iglesia católica de proteger el delito, esconder al culpable y abandonar a las víctimas. Como lo hicieron los Legionarios de Cristo con su pervertido fundador, cuyas barbaridades eran otro de los grandes secretos públicos de la fanática congregación. En materia de abusos sexuales y de perversión paidófila, la jerarquía católica se ha comportado vergonzosamente y ha sido aliada natural de la impunidad de los abusadores. Tan culpables, pues, como ellos mismos. Maestros en el arte de la doble moral y del dominio de la apariencia, esa misma jerarquía ha construido, durante siglos, un castillo de mentiras. Después harán campañas a favor de la vida, pero habrán escondido a sus paidófilos bajo las faldas. En su caso, pues, Dios no habrá sido la excusa para el bien, sino el paraguas para esconder el mal, lo cual, además de un serio pecado, es un grave delito. Para ellos, la famosa frase de Jean Anouilh: lo terrible en cuanto a Dios, es que no se sabe nunca si es un truco del diablo...

28-III-10, Pilar Rahola, lavanguardia