ŽEn el cadalsoŽ, Josep Maria Ruiz Simon

Hay metáforas que las carga el diablo. Como la que se encontraba en un artículo en el que se hablaba del intento de cortar virtualmente la cabeza del Papa en el cadalso global. Una metáfora que invita a pasearse del sentido recto al figurado al son del redoble de tambores que ponía banda sonora a las ejecuciones públicas. Sin resistir la tentación de abandonar el dominio lírico de las comparaciones tácitas y aterrizar en el más prosaico de los paralelismos históricos. Para, una vez en tierra, toparse con la figura de Luis XVI, con la testa separada del cuerpo y en un cesto.

El cargo de rey de Francia fue, mientras duró, de alto riesgo. Basta recordar algunos acontecimientos. En 1610, Enrique IV murió apuñalado por François Ravaillac, un papista fanático. Su antecesor Enrique III ya había muerto, en 1589, por los cuchillazos que le asestó el monje dominico Jacques Clement, de la Santa Liga. Pero el caso de Luis XVI, a quien la guillotina cortó con eficacia la cabeza el 21 de enero de 1793, tiene poco que ver con estos regicidios. Su muerte no se debió a la iniciativa privada. Fue la Asamblea Nacional quien lo condenó por traidor a la nación. Mucho se ha escrito sobre lo excepcional de esta condena que, pese a e basarse en una acusación cierta, carecía de base legal porque el monarca conservaba el privilegio de la inviolabilidad. Su decapitación no podía ser un acto jurídico. Fue un acto político y fundacional que simbolizaba la ruptura con un antiguo régimen en que la absoluta irresponsabilidad del rey se legitimaba en la voluntad divina.

El historiador católico Franco Cardini apuntaba, en relación a la situación del Vaticano ante las acusaciones de pedofilia, que la cuestión de fondo es que la Iglesia aún no se ha adaptado realmente a una sociedad laica en la que, además de responder ante la propia consciencia y ante los superiores jerárquicos, también es preciso responder ante las leyes civiles. Y añadía, con ironía, que esto tenía que ver con el hecho de que aún no ha satisfecho las exigencias de la modernidad, a pesar de que la modernidad ya se está terminando. Cardini concluía que el abandono del celibato podía ser la solución. Pero sospecho que el problema al que aludía no era el del encubrimiento y la obstrucción a la justicia en los casos de delitos sexuales, un problema claramente relacionado con la inadaptación de la Iglesia a la democracia liberal. A estas alturas de la modernidad, en las que la guillotina ha dejado su lugar al cadalso global de los medios, la irresponsabilidad ante la ley sigue siendo la cuestión crucial.

30-III-10, Josep Mariz Ruiz Simon, lavanguardia