"La democracia a raya"
Hasta hace poco, ocho de los países que ingresarán en la UE en mayo del
2004 estaban gobernados por dictaduras totalitarias y esclavizados por
otra nación. El regreso de los gobiernos basados en la voluntad de la
mayoría de los ciudadanos fue, durante décadas, un sueño inalcanzable
en esos países, de la mismo modo que lo sigue siendo para los
ciudadanos de Birmania, bajo el gobierno de su junta militar.
Sin duda, la democracia ha alcanzado éxitos en todo el mundo.
Asombrosamente, empero, el apoyo a la democracia se está erosionando en
casi todas partes. El Pew Global Attitudes Project del 2003 señala los
países en los que pocas personas reconocen la importancia de las
elecciones: 28% en Jordania, 37% en Rusia, 40% en Indonesia.
Si pudieran escoger entre un gobierno democrático y un líder fuerte, el
70% de los rusos, el 67% de los ucranianos y el 44% de los polacos y
los búlgaros optarían por este último (eso es particularmente común
entre la gente con ingresos más bajos). En Latinoamérica, únicamente en
Venezuela existe un apoyo a la democracia verdaderamente dominante (un
79%). En otros países de la región, el apoyo a un líder fuerte es más
firme o casi tan firme como el apoyo a la democracia.
Una encuesta de opinión en Israel muestra que la mayoría de los
israelíes prefieren la democracia, pero también ahí hay una tendencia a
la baja. Hace cinco años, el 90% de los israelíes apoyaban la
democracia; hoy, la cifra es del 77%. Los atentados suicidas, el
prolongado estado de tensión y el debilitamiento general de las
esperanzas de paz han desgastado el apoyo al gobierno democrático.
En Asia, la gente de casi todos los países todavía piensa que una
“buena democracia” es más importante que una “economía fuerte”. Sin
embargo, sucede lo contrario en la Indonesia democrática, donde el 69%
prefiere una economía fuerte.
Incluso en varios países europeos con rancias tradiciones democráticas
ha tenido éxito una ola de partidos políticos radicales y populistas
que se oponen a las minorías y a los inmigrantes, y a veces hasta han
ganado elecciones. En otros países europeos, que apenas se han
encaminado por la ruta democrática, es tangible un cambio de estado de
ánimo verdaderamente sorprendente.
En las recientes elecciones parlamentarias rusas, que se celebraron (a
pesar de varias reservas) de acuerdo con patrones democráticos, los
partidos que defendían la libertad política y económica sufrieron
dolorosas derrotas, mientras que los partidos que proclamaban la
hostilidad hacia el Estado de derecho y la democracia plural moderna
tuvieron éxito. En las elecciones parlamentarias de Serbia, en
diciembre, el Partido Radical, extremista nacionalista, logró el mayor
triunfo, y algunos personajes que están siendo enjuiciados en la Corte
Internacional para Crímenes de Guerra de la Haya, como Vojislav Seslj,
fundador y líder del Partido Radical, y Slobodan Milosevic, fueron
elegidos para el Parlamento.
Esos resultados ponen de manifiesto los graves problemas a los que se
enfrentan las democracias jóvenes, así como la fragilidad de la cultura
democrática. También representan un fracaso de los seres humanos: los
valores democráticos no funcionan sin ciudadanos; no puede haber
democracia sin demócratas. Lo anterior plantea preguntas dramáticas
sobre el lugar de los valores democráticos en los temas
internacionales, sobre la efectividad de las acciones para apoyar la
democracia y sobre el modo en que se debe entender la democracia. Vale
la pena resaltar tres conjuntos de cuestiones.
Primero, casi nadie disputa la afirmación de que la democracia apoya la
causa de la paz, pero poco se está haciendo para hacer de la democracia
una base del orden internacional. En junio del 2000 se dieron pasos en
esa dirección cuando se creó en Varsovia la Comunidad de la Democracia,
que agrupa a más de la mitad de los estados miembros de la ONU.
La creación de ese organismo fue un paso importante, ya que introdujo
una serie de criterios que los países que quieren catalogarse como
democráticos deben cumplir. La organización se comprometió a vigilar el
comportamiento de sus miembros y a crear, de esa manera, oportunidades
para el apoyo coordinado al orden democrático. Fue equivalente a un
consenso en el sentido de que la ausencia de democracia que todavía
existe en muchos lugares del mundo es una vergüenza.
Segundo, como lo sugiere la encuesta Pew, el debilitamiento actual de
la cultura democrática usualmente se manifiesta como una nostalgia por
el liderazgo fuerte (una invitación clara a lanzar golpes de Estado).
Es necesario alistar las armas de la vergüenza y el oprobio
internacional, de modo que a cualquier nación democrática le resulte
imposible dar legitimidad a un golpe de Estado en otro país
democrático. El apoyo a la democracia y a la democratización en
cualquier situación se debe convertir en principio de las relaciones
internacionales; las sociedades democráticas deben renunciar a
cualquier beneficio oportunista que resulte de apoyar a los enemigos de
la democracia.
Tercero, la democracia no se debe reducir al mero respeto a las
decisiones de la mayoría. Actualmente, una de las pruebas más
reveladoras de la vitalidad de una democracia es el respeto a los
derechos de las minorías, el reconocimiento de la supremacía de los
principios del Estado de derecho y la aceptación de la igualdad de los
ciudadanos ante la ley.
Pericles, en su discurso sobre la democracia, como lo relata Tucídides,
expresó un pensamiento oportuno: “Guiados por la tolerancia en la vida
privada, respetamos las leyes en la vida pública; obedecemos todas las
leyes, sobre todo aquellas que no están escritas, las leyes que
defienden a quienes sufren injusticias y las leyes cuya transgresión
provoca desgracias universales”. Ese antiguo sentido del gran poder de
la vergüenza debería utilizarse hoy, so pena de que la ola democrática
se siga debilitando.
lavanguardia, 6-II-04