"La dimensión cultural y espiritual de Europa", Geremek, Rocard...
Bronislaw Geremek, Michel Rocard, Kurt Biedenkopf, Krzysztof Michalski.
La Unión Europea se enfrenta hoy al que quizá sea el mayor reto de su
historia. Se amplía este año -de modo muy espectacular- a más de 70
millones de ciudadanos, personas con derecho a nuevos pasaportes
europeos. De forma simultánea a esta ampliación, la Unión intenta
transformarse en un nuevo tipo de entidad política, puesto que ha
decidido redefinirse de forma radical por medio del proceso de
redactado y ratificación de una Constitución.
La ampliación de la UE, que aporta diez nuevos socios, aporta también
personas a menudo más pobres y muy diferentes culturalmente de la
mayoría de ciudadanos de los paísesm iembros más veteranos. La inmensa
mayoría de los nuevos miembros, muchos de los cuales han sufrido
décadas de represión de los regímenes comunistas, albergan ideas y
valores marcados de forma indeleble por experiencias desconocidas para
los ciudadanos comunitarios de más antigüedad. De resultas de ello, las
diferencias económicas y culturales en la UE se han hecho de repente
mucho más profundas e intensas. El proceso constitucional para definir
la UE de modo más ambicioso exacerba esta intensidad.
Frente a la creciente diversidad y los rigores de crear una unidad más
exigente, ¿qué fuerzas pueden mantener unida la UE ampliada y
redefinida? ¿Qué conceptos morales, qué tradiciones, qué objetivos son
capaces de reunir en una estructura democrática a los habitantes
diversos de la UE y así apuntalar y asegurar la Constitución europea?
Para examinar estas preguntas, Romano Prodi, presidente de la Comisión
Europea, pidió a estudiosos y políticos de varios países de la UE que
reflexionaran sobre la dimensión intelectual y cultural de una UE en
proceso de ampliación; en particular, que consideraran la relevancia de
dicha dimensión para la cohesión de la UE ampliada y redefinida.
Hasta la fecha la UE ha tenido un éxito enorme. Los vínculos duraderos
establecidos han hecho prácticamente imposible una guerra civil
europea. La UE ha creado una zona de paz basada en la libertad, el
imperio de la ley y la justicia social. En el seno de sus estados
miembros, aceleró la tarea de superar las consecuencias económicas de
la Segunda Guerra Mundial, promover la reconstrucción y, más tarde, una
prosperidad sin precedentes en Europa.
Aeste orden pacífico se ha llegado mediante la integración económica y
la abolición gradual de las economías nacionales. Tras la Primera
Guerra Mundial, el ejército francés ocupó el Ruhr para evitar una
reactivación de la industria pesada alemana. Tras la Segunda Guerra
Mundial, franceses y alemanes decidieron integrar sus industrias del
carbón y el acero. Con ello pusieron la piedra fundacional para una paz
duradera en Europa.
Para hacer posible ymantener ese desarrollo se hizo necesaria una
fuerte voluntad política en los seis países fundadores. Semejante
voluntad fue posible gracias a diversos factores que alentaron la
integración: la profunda y extendida conmoción provocada por la Segunda
Guerra Mundial; la creciente amenaza planteada por la Unión Soviética;
y el dinamismo económico propiciado por la precursora de la UE, la
Comunidad Económica Europea (CEE), y aumentado por la integración de
las economías nacionales.
Amedida que se desvanecían los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial y
retrocedía el riesgo de conflicto entre la Alianza Atlántica y la Unión
Soviética, la transformación de la CEE en Comunidad Europea y, por
último, en Unión Europea hizo que los objetivos económicos ocuparan un
lugar cada vez más preponderante. Así, cobraron prioridad el
crecimiento económico, la mejora de los niveles de vida, la extensión
ymejora de los sistemas de protección social y la consecución del
mercado común.
No obstante, dado el número creciente de estados miembros, las
diferencias económicas y sociales se ampliaron, como también lo
hicieron las expectativas de los ciudadanos de la UE. Con el tiempo
resultó cada vez más evidente que la integración económica -a pesar de
su importancia y de sus consecuencias políticas- no puede ocupar el
lugar de las fuerzas políticas que originalmente impulsaron la
integración y cohesión europea.
Por esta razón los objetivos formulados hace unos pocos años por el
Consejo de Lisboa -para convertir Europa en la región más competitiva
del mundo en el 2010, establecer una tasa de participación laboral del
70% y alcanzar un crecimiento, una prosperidad y una justicia social
duraderos- han desaparecido de hecho de la conciencia pública. Estas
metas no sólo se han visto rebasadas por los acontecimientos; sino que
tampoco contribuyen a una mayor unidad de los europeos. No crean ni
pueden crear la cohesión interna necesaria para la Unión Europea; ni,
en realidad, pueden tampoco las fuerzas económicas por sí solas
proporcionar cohesión a una identidad política. Para funcionar como un
sistema de gobierno viable y vital, la UE necesita una base más firme.
No es ninguna casualidad que la integración económica no baste para
lanzar la reforma política. La integración económica no conduce por sí
misma a la integración política porque los mercados son incapaces de
producir una solidaridad políticamente fuerte. La solidaridad -un
sentimiento auténtico de comunidad cívica- resulta vital porque la
competencia que domina el mercado da lugar a poderosas fuerzas
centrífugas. Los mercados pueden crear la base económica de un sistema
de gobierno y son, por tanto, una condición indispensable de su
constitución política; sin embargo, no pueden por sí solos producir una
integración política y facilitar una infraestructura constitutiva para
la UE. La expectativa original de que la unidad política de la UE sería
consecuencia de un mercado común europeo, ha resultado ser una ilusión.
En realidad, el actual debate sobre la reforma del pacto de estabilidad
y crecimiento muestra una vez más que la integración económica,
simbolizada por el lanzamiento del euro, sólo puede continuar como base
del orden pacífico de Europa si es seguida de una integración política
más profunda. Una unión monetaria significa una política económica
común. Ahora bien, cuando las fuerzas de la cohesión basadas en unos
éxitos económicos compartidos disminuyen o son eclipsados por la
competencia interna, la política económica común necesita una
integración política, es decir, un nivel de cohesión interna que siga
resultando eficaz incluso cuando los intereses económicos sean
divergentes.
De modo que la unión política de Europa exige una cohesión política,
una comunidad políticamente cimentada y vinculada por los lazos de la
solidaridad. Tanto el futuro de la UE como las dimensiones de su
integración política dependerán de si existen esas fuerzas políticas de
cohesión y de si demuestran ser adecuadas en tiempos de crisis.
Reconociendo esto, los países de la UE han iniciado deliberadamente el
camino de la integración política. El proceso constitucional de la UE
expresa esta decisión. Ahora bien, ¿cuánta integración política es
necesaria y cuán poderosa políticamente debe ser la UE? ¿Por qué
necesita la UE capacidad política de actuación?
Primero, porque un orden económico nunca se desarrolla en un entorno
libre de valores. Precisa un marco legal y de protección, el desarrollo
de instituciones necesarias y la creación y aplicación por parte del
Estado de los principios y deberes forjados y acordados por las
personas. Un orden económico eficaz y justo debe estar arraigado
también en la moral, costumbres y expectativas de los seres humanos,
así como en sus instituciones sociales. Así, el modo en que la zona
económica europea -el mercado común- armoniza con los valores de los
ciudadanos, por variados que sean, no es un simple problema académico,
sino un problema político y fundamental. La necesidad constante de
lograr que la expresión política de Europa refleje los valores de sus
ciudadanos es tan importante como el funcionamiento del propio mercado
común.
Segundo, esta tarea, cuya plena envergadura se hizo patente con la
consecución del mercado común, exige unas instituciones políticas con
funciones legislativas, administrativas y judiciales. Sólo
desarrollando tales instituciones (por ejemplo, una estructura de
gobierno económico que pueda dirigir la unión monetaria) y garantizando
su legitimidad política, podrá crearse una entidad política viable y
vital. El proceso constitucional de la UE y la consiguiente aprobación
del tratado constitucional europeo proporcionarán, según se espera, una
legitimidad duradera al marco institucional de una Europa políticamente
constituida. El tratado constitucional pretende definir la unidad
política de la UE.
Tercero, la Unión también necesita capacidad política de actuación
porque se enfrenta a una multitud de nuevas tareas: superar las
consecuencias del envejecimiento demográfico de Europa; gestionar,
política y legalmente, el deseo de las personas de todo el planeta de
inmigrar hasta la Unión Europea; enfrentarse a la creciente desigualdad
que es resultado directo del aumento de la inmigración y de la
ampliación de la UE, y mantener la paz en un mundo globalizado.
¿Dónde buscar pues las fuerzas de cohesión para la nueva unión política
si ya no bastan los intereses comunes producidos por la integración
económica? Creemos que las antiguas fuerzas que animaron la unificación
europea ya no tienen la fuerza suficiente para proporcionar una
auténtica cohesión política y que, por lo tanto, deben buscarse y
encontrarse nuevas fuentes de energía en la cultura común europea.
Esto no significa, por supuesto, que los poderes que han servido hasta
ahora no vayan a desempeñar ningún papel en el futuro. Sin embargo, lo
que ha cambiado hoy es la importancia relativa de las fuerzas de
cohesión existentes, así como su contribución relativa a la futura
unidad de Europa. Amedida que pierden eficacia las viejas fuerzas de la
integración -el deseo de paz, las amenazas externas y el crecimiento
económico-, el papel de la cultura común de Europa -el factor
espiritual de la integración- crecerá inevitablemente en importancia
como fuente de unidad y cohesión.
Al mismo tiempo, el significado de la cultura europea debe ser mejor
comprendido y ver aumentada su eficacia política. Una simple lista de
valores europeos comunes no basta como base de la unidad europea, por
más que la carta de derechos básicos incluida en el tratado
constitucional apunte en esa dirección. Y es que todo intento de
codificar los valores europeos se enfrenta inevitablemente a una
diversidad de interpretaciones nacionales, regionales, étnicas,
confesionales y sociales divergentes. Esta diversidad interpretativa no
puede ser eliminada por un tratado constitucional, aunque esté
respaldado por la legislación y la interpretación judicial.
Con todo, a pesar de tales dificultades de definición, no puede caber
duda de que existe un espacio europeo cultural común: una variedad de
tradiciones, ideales y aspiraciones, amenudo entrelazadas y al mismo
tiempo en tensión entre sí. Este conjunto de tradiciones, ideales y
aspiraciones nos une en un contexto compartido y nos hace europeos:
ciudadanos y pueblos capaces de una unidad política y una constitución
que todos reconocemos y experimentamos como europeas.
El espacio europeo cultural común no puede definirse y delimitarse con
nitidez; sus fronteras están necesariamente abiertas, no por ignorancia
nuestra, sino en principio, porque la cultura europea -en realidad, la
propia Europa- no es un hecho. Es una tarea y un proceso.
¿Qué es la cultura europea? ¿Qué es Europa? Estas preguntas deben
plantearse constantemente de nuevo. Mientras Europa sea algo del
presente y no sólo el pasado, no podrán ser nunca respondidas de forma
concluyente. La identidad de Europa es algo que debe ser negociado por
sus pueblos e instituciones. Los europeos pueden y deben adaptarse
ellos y adaptar sus instituciones, de forma que los valores, las
tradiciones y las concepciones de la vida europeos sigan con vida y
siendo eficaces. Al mismo tiempo, la UE y sus ciudadanos deben hacer
que sus valores perduren como base de una identidad común a través de
unas condiciones siempre cambiantes.
Europa y su identidad cultural depende así de un constante
enfrentamiento con lo nuevo, lo diferente, lo ajeno. Por ello, la
pregunta de la identidad europea será respondida en parte por sus leyes
migratorias y en parte por
los términos negociados de la adhesión de los nuevos países. Nada de
eso -ni las leyes migratorias ni los términos de la adhesión- puede
determinarse a priori a partir de unas definiciones fijadas y
estáticas, como un catálogo de valores europeos.
Si Europa no es un hecho, sino una tarea, tampoco puede haber unos
límites europeos fijados para siempre, ya sean internos o externos.
También las fronteras de Europa tienen que renegociarse siempre. Así
que no son los límites geográficos o nacionales los que definen el
espacio cultural europeo; es más bien esto último lo que define el
espacio geográfico europeo, un espacio en principio abierto.
Esto significa también que el espacio cultural común europeo no puede
definirse en oposición a las culturas nacionales. Los agricultores
polacos y los trabajadores británicos no deberían percibir la cultura
europea como algo ajeno o incluso amenazador. Por la misma razón, la
cultura europea no puede definirse en oposición a una religión concreta
(como el islam). La pregunta sobre el contenido de los valores europeos
no es una pregunta filosófica que pueda responderse a priori; ni es una
mera pregunta histórica. Es una pregunta que pide decisiones políticas
frente a las tareas futuras a las que debe hacer frente la UE.
La cultura europea -ese espacio abierto que debe redefinirse de forma
permanente- no crea por sí misma la unidad europea. Esta unidad también
requiere una dimensión política y las decisiones engendradas por ella.
Sin embargo, es la cultura común lo que proporciona a la política la
oportunidad de convertir Europa en una entidad política unificada.
De todos modos, la unidad europea no es sólo una tarea política. La
política sólo puede crear las condiciones básicas para la unificación.
La propia Europa es mucho más que una construcción política. Es un
complejo -una cultura- de instituciones, ideas y expectativas,
costumbres y sentimientos, talantes, recuerdos y perspectivas que
forman un vínculo que une a los europeos; y todas esas cosas forman los
cimientos sobre los que debe descansar una construcción política. Este
complejo -podemos referirnos a él como la sociedad civil europea- se
encuentra en el corazón de la entidad política. Define las condiciones
del éxito de la política europea y también los límites de la
intervención estatal y política.
Con el fin de promover la cohesión necesaria para la unidad política,
la política europea debe apoyar la aparición y el desarrollo de una
sociedad civil en Europa. Por medio de estas instituciones de la
sociedad civil nuestra cultura europea común podrá convertirse en
realidad. Aunque esto también significa que la política y las
instituciones estatales deben estar dispuestas a reconocer sus límites.
Dicha autolimitación supone que la cultura política de Europa tiene que
ser compatible con el sentimiento de comunidad arraigado en una cultura
común. Y, para reivindicar una cultura y una historia europeas comunes
como base de la identidad política, las instituciones políticas
europeas deben estar a la altura de las expectativas engendradas por la
tradición cultural europea. En concreto, el ejercicio del poder
político, más que expresarse como acción burocrática de dudosa
legitimi-debe basarse en una dirección política convincente y
transparente. La descentralización del debate público y de los procesos
de toma de decisiones es especialmente importante. En realidad, sólo
ella puede hacer justicia a la variedad cultural y la riqueza de las
formas de organización social que conforman la sociedad civil europea.
Para que los países europeos crezcan juntos en el seno de una unión
política viable, sus habitantes deben estar dispuestos a ejercer una
solidaridad europea. Ésta debe ser más fuerte que la solidaridad
universal que une (o debería unir) a todos los seres humanos y subyace
a la idea de ayuda humanitaria.
La solidaridad europea -la disposición a sacar la cartera y dedicar la
vida a otros porque también ellos son europeos- no es algo que pueda
imponerse desde arriba. Tiene que ser algo más que una solidaridad
institucional. Tiene que ser sentida por los europeos en tanto que
individuos. Cuando la solidaridad individual no está presente, la
solidaridad de base institucional no basta para que vea la luz un
sistema de gobierno.
Las tendencias intelectuales, económicas y políticas de las últimas
décadas -así como el avance del individualismo- han conducido a una
erosión de muchas formas de solidaridad social. La crisis del Estado de
bienestar puede interpretarse como una consecuencia de esta evolución.
Es posible percibir también la erosión en el contexto de la reciente
ampliación europea: se refleja en la menor disposición -en comparación
con ampliaciones anteriores- de los ciudadanos de los países miembros
más antiguos a echar una mano, económica y políticamente, a los recién
llegados.
El fortalecimiento de la solidaridad paneuropea es una de las tareas a
largo plazo más importantes de la política europea. En el intento de
realizarla, no deberíamos obrar bajo la ilusión de que cabe satisfacer
la necesidad de solidaridad sólo con medidas institucionales. Al
contrario, todas las medidas institucionales deben sostenerse con la
disposición de la población a manifestar su propio espíritu de
solidaridad. Por ello es importante dar a la solidaridad una dimensión
activa y prospectiva, no pasiva y retrospectiva: debemos definirla de
acuerdo con las nuevas tareas comunes a las que se enfrenta Europa, más
que en relación con logros pasados a la hora de compartir nuestra
riqueza con los miembros existentes de la Unión.
De la ampliación de la UE a los países que formaron parte del imperio
soviético surge un reto particular para la solidaridad europea. El modo
en que nos enfrentemos a él será decisivo para el futuro de Europa.
¿Cómo alterará esta ampliación las condiciones de la solidaridad
europea? ¿Qué aportan los nuevos miembros a la mesa común? ¿Serán, como
muchos temen, simples rémoras y frenarán o incluso detendrán
-traumatizados como están por el totalitarismo y carentes de una fuerte
tradición ilustrada- el proceso de democratización de la UE?
¿Frustrarán, debido a su decidida proximidad histórica y estratégica
con Estados Unidos, las aspiraciones de Europa a una política exterior
común? ¿O no sólo representarán nuevos peligros, sino que también
ofrecerán nuevas oportunidades para la UE?
El año 1989 supuso el inicio para Europa de una nueva era. No sólo hizo
posible su ampliación al antiguo Este comunista. También salió
enriquecida.Ypor eso los nuevos miembros, a pesar de su debilidad
económica, deben ser acogidos como iguales. Deben ser capaces de
moldear la nueva unión junto con los viejos miembros. Sin embargo,
debemos buscar también otros vínculos, el rostro europeo de sus
tradiciones y experiencias.
El hecho de que a la UE le fuera dada, en el año 1989, la oportunidad
histórica de renacer se debió en gran parte a los levantamientos
revolucionarios del pueblo de la Europa oriental gobernada por los
comunistas. Las revoluciones europeo-orientales fueron una prueba de la
fuerza de la solidaridad de una sociedad civil. Constituyen la mejor
prueba de que el auténtico realismo político debe tener en cuenta la
existencia de esos vínculos, y no sólo los sacrosantos intereses de las
instituciones políticas.
En la búsqueda de fuerzas capaces de crear cohesión e identidad,
resulta particularmente importante la cuestión del papel público de las
religiones europeas.
A lo largo de los últimos siglos, las sociedades democráticas europeas,
aprendiendo de trágicas experiencias, han intentado apartar la religión
de la esfera política por considerar, con razón, que la religión era
divisora y no conciliadora. Quizá siga siendo así hoy. Sin embargo, las
religiones de Europa también tienen el potencial de unir a los pueblos
eurodad, peos, en lugar de separarlos. Creemos que la presencia de la
religión en la esfera pública no puede reducirse al papel público de
las iglesias o a la relevancia societaria de opiniones explícitamente
religiosas. Las religiones han sido durante largo tiempo un componente
inseparable de las diversas culturas de Europa. Siguen activas bajo la
superficie de las instituciones políticas y estatales; de modo que
también tienen un efecto sobre la sociedad y los individuos. El
resultado es una nueva riqueza de formas religiosas entrelazadas con
significados culturales.
Incluso en Europa, donde la modernización y la secularización parecen
ir de la mano, resulta inconcebible una vida pública sin religión. Hay
que apoyar y utilizar en nombre de la cohesión de la nueva Europa esa
fuerza favorecedora de la comunidad presente en los credos religiosos
europeos. De todos modos, no hay que hacer caso omiso de los riesgos
implícitos; entre ellos, una posible invasión de la esfera pública por
parte de las instituciones religiosas, así como la amenaza de que la
religión pueda utilizarse para justificar conflictos étnicos. No
olvidemos que muchos conflictos de apariencia religiosa tienen causas
políticas o sociales y es posible resolverlos con medidas sociales
antes de que adquieran una carga religiosa.
Las cuestiones relativas al papel público de la religión en Europa han
reaparecido recientemente debido a las guerras de los Balcanes, la
inmigración musulmana y (de modo muchísimo menos dramático) la
perspectiva de que Turquía se convierta en miembro de la Unión Europea.
La cuestión de la relevancia política del islam pasa aquí al primer
plano.
Es innegable que la creciente presencia de las diversas formas de islam
en el espacio público de Europa plantea nuevas oportunidades y nuevos
peligros para la integración europea. Tiene el potencial de poner en
cuestión las actuales ideas vigentes sobre el espacio público común.
También entre los musulmanes europeos existe una tendencia a separar la
religión del contexto cultural y social específico de sus tierras de
origen, y ello puede tener consecuencias peligrosas. Ahora bien, el
único camino posible hacia una solución de los problemas planteados por
el islam en Europa consiste en comprender las consecuencias de
trasplantar el islam a un contexto europeo, no en el enfrentamiento
frontal entre las abstracciones de la Europa cristiana y el islam.
¿Cuál es el impacto del significado intelectual y cultural de Europa
sobre el papel de Europa en el mundo? En la medida en que Europa
reconozca los valores inherentes a las reglas que constituyen su
identidad, esos mismos valores harán imposible que los europeos no
reconozcan el deber de solidaridad hacia los no europeos. Esta
solidaridad globalmente definida impone a Europa una obligación de
contribuir, de acuerdo con sus capacidades, a garantizar la paz mundial
y luchar contra la pobreza. Sin embargo, a pesar de esta vocación
mundial, no cabe justificación alguna para intentar imponer a otros
pueblos, con ayuda quizá de las instituciones de una política exterior
y de defensa común, cualquier catálogo específico de valores.
El dilema fundamental de la política exterior europea es la tensión
entre la lógica de la paz y la lógica de la cohesión. Europa se ve a sí
misma como una zona de paz y una comunidad de valores. Este dilema no
puede solucionarse a priori. No existe una esencia de Europa, una lista
fijada de valores europeos. No existe ninguna finalidad en el proceso
de integración europea.
Europa es un proyecto de futuro. Con cada decisión, no sólo su zona de
paz, sus instituciones, su orden político, económico y social, sino
también su misma identidad y autodeterminación están abiertos al
cuestionamiento y al debate. En principio ha sido así a lo largo de
toda la historia europea. La capacidad de Europa para la renovación y
el cambio constante ha sido y sigue siendo la fuente más importante de
su éxito y su carácter único. Esta fuente debe ser reconocida otra vez
y hay que darle una forma institucional mediante la política europea,
mediante la sociedad civil y mediante la fuerza de la cultura europea.
Al final todo se reduce a esto: debemos apoyar y utilizar nuestra
herencia europea y no permitir que perezca.
lavanguardia, 5-XII-04
Talk to Iran, President Bush
The statement is signed by former foreign ministers Madeleine Albright of the United States, Joschka Fischer of Germany, Jozias van Aartsen of the Netherlands, Bronislaw Geremek of Poland, Hubert Védrine of France and Lydia Polfer of Luxembourg.
The undersigned, a group of former foreign ministers from Europe and
North America, find disturbing the reports that the Bush administration
may be actively planning to launch military strikes soon against
possible nuclear weapons facilities in Iran.
Such reports, though denied by the administration, raise alarms
nevertheless. Similar reports, and similar denials, preceded the
administration's decision in 2003 to invade Iraq.
We accept Iran's legitimate right to pursue civilian nuclear power with appropriate international safeguards.
European leaders have made strenuous efforts to negotiate a solution
that met Iran's energy development needs while ensuring respect for
nonproliferation norms. Unfortunately, Iran's government continues to
resist accepting verifiable constraints on its development of all
elements of the nuclear fuel cycle, including large-scale uranium
enrichment facilities that could be used to manufacture fuel for
nuclear weapons.
The threatening and outrageous rhetoric of Iranian President Mahmoud
Ahmadinejad has evoked understandable concern in Israel and other
countries about Iranian intentions. Israel also has legitimate security
concerns about Tehran's growing military capabilities.
Although these discussions have proven only partly successful, a
unilateral American use of force against Iran would likely have
disastrous effects on the international security environment. It is
doubtful than a "surgical" air strike could succeed in destroying all
of Iran's nuclear assets, while a large-scale invasion and military
occupation of the country is widely recognized as unmanageable.
Even if American air power succeeded in disrupting for some time
Tehran's ability to develop nuclear weapons, Iran could well find
others means - including terrorism - to retaliate against Western
interests in the region and elsewhere.
Such a unilateral use of force by Washington would find little support
within Europe and would further undermine trans-Atlantic relations just
as they were recovering from the divisions created by the invasion of
Iraq.
Russia and China would certainly oppose such a move. Even close
American allies in Asia and Latin America would object to a U.S.
military action against Iran under present circumstances. Fearing the
long-term consequences for their security of an even more radicalized
Iranian regime, Turkey, Egypt and other nearby countries would have new
grounds to pursue their own nuclear programs, further undermining the
global nonproliferation regime.
We cannot exclude the fact that the United States might eventually
conclude that military action might prove warranted. We are suggesting
another course. The potential risks of using force are sufficiently
grave that we instead urge the United States to pursue a bold
nonmilitary option first.
We believe that the Bush administration should pursue a policy it has
shunned for many years: attempt to negotiate directly with Iranian
leaders about their nuclear program.
The administration has already taken the first step in engaging the
Iranian government on regional security issues when it authorized its
ambassador to Iraq, Zalmay Khalilzad, to discuss questions relating to
the situation in Iraq with representatives of the Iranian government
(hopefully with Iraqis also included). We applaud the administration's
decision, but call on it to widen the dialogue and raise it to a higher
level, by developing a dialogue on nuclear security issues as well.
Some might consider the current Iranian government an unwilling
dialogue partner. Yet every European member of our group has met with
influential Iranian officials during the past few months and found a
widespread interest among them in conducting a broad discussion with
the United States on security issues.
Government leaders in Europe, Russia and Asia also believe that direct
talks between Washington and Tehran could prove more fruitful now that
the European and Russian-Iranian engagements on Iran's nuclear program
have made some progress in communicating mutual positions and concerns.
Accordingly, we call on the U.S. administration, hopefully with the
support of the trans-Atlantic community, to take the bold step of
opening a direct dialogue with the Iranian government on the issue of
Iran's nuclear program.
InternationalHeraldTribune, 26-IV-06