´Afganistán´, William R. Polk

Afganistán, país incomprendido

Más de mil soldados españoles  están destacados en Afganistán y aproximadamente un centenar han muerto. De estos, 62 murieron en un accidente de camino a casa en el 2003 y 26 resultaron muertos en Afganistán. Por tanto, aunque el Parlamento español ha dispuesto que las tropas no participen en operaciones ofensivas, las víctimas se elevan a casi un 10% de las fuerzas. Así pues, los españoles poseen un sincero interés en dar con la forma de abreviar y finalizar la guerra de forma satisfactoria.

Desde mi primera visita a Afganistán en 1962, cuando redacté un documento sobre la política estadounidense en este país, lo he visitado en reiteradas ocasiones y he recorrido en avión, jeep y a caballo casi todos sus rincones. Recientemente, analicé la evolución actual de los acontecimientos, incluyendo los planes para intensificar la guerra. Considero que esta guerra se está perdiendo. Y esto está sucediendo en parte por un fracaso a la hora de comprender a los afganos y porque (si es que queremos cumplir la misión que nos hemos impuesto) debemos comprenderles en lugar de intentar imponerles nuestro propio sistema. En este primer artículo y en otros dos posteriores me propongo afrontar la esencia del conflicto. Lo primero es entender qué es Afganistán.

Se trata de un país árido, sin salida al mar, abrupto y de escasos recursos. Aun en sus mejores épocas, en sus escasos periodos de paz, la población del país ha sido pobre. Y ahora, tras sufrir más de 30 años de guerra de forma esporádica aunque devastadora, buena parte de la población está al borde de la inanición. Las estadísticas son horrorosas: más de uno de cada tres habitantes subsiste con el equivalente a unos 0,30 euros al día. El hambre retrasa el crecimiento de la mitad de los párvulos y uno de cada cinco muere antes de los cinco años. Las enfermedades infecciosas transmitidas por bacterias, virus y parásitos a través del agua minan las energías de casi toda la población.

Pese a estas calamidades, los afganos constituyen un pueblo orgulloso y resuelto que cuenta con una reputación histórica de valentía. Desde antes de Alejandro Magno, gentes de conquista han invadido el país a la carrera en busca de horizontes más cálidos, ricos y propicios a una acogida más cordial, aunque quienes intentaron permanecer en el país sufrieron duras derrotas. Los británicos sufrieron su mayor afrenta en el siglo XIX en estas tierras, donde perdieron a todos sus soldados, y las tropas rusas tuvieron 15.000 bajas en los años 80. De hecho, la derrota en Afganistán fue una de las causas principales de la caída de la Unión Soviética.

El factor que venció a los rusos fue la circunstancia de que en ningún momento lograron hallar una vía para negociar una paz. Y la razón estriba en que Afganistán es un país dividido, salvo un puñado de localidades importantes, en más de 20.000 pueblos o aldeas más o menos autónomos. Los rusos intentaron ganarse a sus residentes mediante lo que ahora llamamos programas "de acción cívica", pero cuando esto no funcionó mataron a casi medio millón de personas y expulsaron al menos a otros cinco millones de habitantes al exilio. Ganaron casi todas las batallas y en un momento u otro ocuparon casi cada centímetro del país, pero cuando partieron sus tropas desapareció, asimismo, su autoridad. Nunca lograrían que los mismos afganos se unieran para poder negociar con ellos. Ningún tipo de autoridad podría ya someter a la población ni podría rendirla. Por tanto, cuando los rusos se marcharon en 1989, los afganos que quedaban o regresaban reanudaron su tradicional estilo de vida.

Este estilo de vida se halla incrustado literalmente en un código social, conocido como el Pashtunwali, que conforma las formas específicas del islam que los afganos han practicado durante mucho tiempo. A ojos de elementos foráneos - cristianos o musulmanes-,la forma afgana del islam resulta "medieval". Sin embargo, el papel del estamento religioso, la situación de la mujer y su estricto sistema judicial no habrían causado excesiva extrañeza a los españoles, rusos y alemanes de hace dos o tres siglos. Ocurre, sin embargo, que los europeos han evolucionado y los afganos, no.

Tal vez el rasgo más atractivo del código social de Afganistán es una forma de democracia participativa. Cada pueblo o aldea es gobernada por un consejo elegido entre sus habitantes. Sus miembros no son elegidos, como es de rigor en Occidente, sino que reciben su estatus y rango mediante consenso. Además, tales consejos no son, en el sentido que lo son entre nosotros, instituciones, sino verdaderas ceremonias o actos solemnes que se aplican cuando se suscita un problema apremiante que no puede solucionarse de modo informal por parte del mulá (guía y maestro religioso) o el emir (jefe o representantes de la autoridad) de la localidad. Cuando se convoca el consejo, todos los residentes de sexo masculino se congregan para debatir la cuestión, hacer uso de la palabra, desprenderse de la ira y el enfado y alcanzar un consenso. Una vez alcanzado, el consenso vincula a la comunidad.

Cuando surge una cuestión que sobrepasa los límites de la localidad, el sistema se amplía al ámbito de las distintas tribus y provincias. En último término, la pirámide de los consejos de las distintas localidades o jirgas alcanza un vértice en forma de asamblea nacional que, según la Constitución, es "la máxima manifestación de la voluntad del pueblo de Afganistán". Es tal organización, y no las elecciones o el Parlamento, la única instancia que puede dar lugar a un gobierno dotado de legitimidad a ojos del pueblo afgano.

Pero es precisamente esta asamblea nacional la instancia cuyo pleno funcionamiento no sólo los rusos, sino también la administración Bush, han entorpecido. Cuando fue convocada en el 2002, casi dos tercios de sus miembros presionaron a favor de un gobierno provisional dirigido por el antiguo rey, que habría autorizado el proceso conducente al consenso. Pero el procónsul Zalmay Khalilzad obligó al rey a retirarse en interés de un gobierno de elección estadounidense. El gobierno resultante de Hamid Karzai se ha visto aquejado por la corrupción y la falta de legitimidad. Hemos pagado un elevado precio en vidas y haciendas.

Un país invadido y masacrado

Afganistán no ha gozado casi nunca de un gobierno central sólido. En parte, por su accidentada orografía. Las altas montañas y profundos valles que conforman la parte central del país suelen quedar bloqueados en invierno bajo un grueso manto de nieve, mientras que los vastos desiertos en el sur albergan amplias extensiones de arenas movedizas. El desplazamiento en camión o autobús es lento, en ocasiones peligroso y siempre relativamente caro.

La geografía del país encuentra la horma de su zapato en las barreras sociales. A lo largo de siglos, un par de decenas de grupos étnicos han emigrado de Afganistán a países vecinos. En la actualidad, toda la población es musulmana, pero sus formas de practicar el islam, sus costumbres, indumentaria y lenguas varían. Así, un tayiko musulmán chií es tan extranjero en el sur pastún - o, por ejemplo, un uzbeko suní en la provincia de Nuristán, en el este, o un hazara de Beluchistán en el sudoeste-como lo es un no afgano en cualquiera de esas áreas.

Distinta división separa a la población urbana de la rural. Por regla general, los habitantes de los pueblos o aldeas son más conservadores y de miras más estrechas sobre la organización política y social que los habitantes de las ciudades, más predispuestos a abrazar nuevas ideas y costumbres. Tales diferencias obedecen en parte al sistema educativo y se reflejan en él: las escuelas rurales se limitan prácticamente a enseñar a los alumnos a memorizar el Corán, mientras que las escuelas urbanas y la universidad del país tienden a insistir en las enseñanzas técnicas y científicas.

Pese a estas diferencias, los afganos comparten un sentimiento de hostilidad a los extranjeros. La historia les ha dado buenas razones para ello. Han sido invadidos, asolados y masacrados una y otra vez por sus vecinos más fuertes. De modo que, aunque los extranjeros se presenten con cara de buenos amigos, se les recibe bajo sombra de sospecha u hostilidad. Por lo demás, lidiar con los británicos (tres guerras en un par de siglos) dio lugar a un dicho popular afgano: "Primero llega un inglés a explorar o tirotear pájaros; luego, un par de ingleses para trazar un mapa y, por último, un ejército para apoderarse de nuestra tierra. Así que es mejor matar al primer inglés".

El sentimiento de los afganos hacia los ingleses se multiplicó en forma de odio contra los rusos. De hecho, los pueblos turcomanos de Asia Central han combatido a los rusos desde los tiempos de Iván el Terrible. Y durante la ocupación soviética de Afganistán, los afganos se dedicaron sobre todo a luchar contra los rusos de forma encarnizada, sin tregua ni cuartel y cuerpo a cuerpo. Esta guerra con carros de combate y aviones rusos cobró ribetes de genocidio contra los afganos.

Estados Unidos contribuyó a su causa para debilitar a la Unión Soviética. Los polvos de la insurgencia afgana y de los enfrentamientos de los señores de la guerra trajeron los lodos del movimiento talibán. Los talibanes son fundamentalistas religiosos que encarnan buena parte de lo que desagrada a los extranjeros en relación con los afganos. Se han negado, efectivamente, a evolucionar desde sus costumbres medievales hacia la relativa apertura y libertad de la sociedad occidental. Pero, lo aprobemos o no, encarnan lo que a ojos de los afganos resulta justo y adecuado. Además, y por sentirse atacados y hostigados, los afganos vuelven si cabe aún más a lo tradicional. Cuanto más se les presione - sobre todo si son extranjeros-,más se pondrán a la defensiva.

Si atendemos al último medio siglo de la historia de Afganistán, constatamos que Afganistán evolucionó en periodo de paz. Cuando visité el país por primera vez a principios de los años sesenta, mandaba un gobierno de tinte progresista que tendía a aplicar la clase de reformas que actualmente apoyamos. Desgraciadamente, fue derrocado en un golpe de Estado. Las reformas se interrumpieron y un gobierno reaccionario no pudo encajar en la estructura política del país. A medida que se volvió más represivo, cavó literalmente su propia tumba y, derrocado a su vez por un golpe, dio paso a las condiciones que condujeron a la invasión soviética.

La política de la OTAN y de Estados Unidos se basa en parte en la esperanza de que, tras el intervalo de la ocupación soviética, de la destructiva guerra civil y del régimen reaccionario talibán, Afganistán pueda ser reconducido a las reformas y la modernización.

A tal fin, la OTAN intenta destruir o, al menos, debilitar a los talibanes. El objetivo actual es ganarse para la propia causa a los combatientes talibanes moderados y, al propio tiempo, apresar o liquidar a los partidarios de la línea dura. Es un eco de lo que Estados Unidos intentó en la guerra de Vietnam. No funcionó allí ni tampoco valió a los rusos en Afganistán. Y hasta ahora, al menos, parece sucederle lo propio a la OTAN. Como indica el estudio del 2009 de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, "no hay grupos escindidos de los talibanes desde su aparición, salvo en el plano local y sin consecuencias de orden estratégico". Como el Viet Minh en Vietnam, los talibanes parecen presentar una sólida cohesión.

Si en el plano militar y político - como concluyen numerosos observadores-existen escasas posibilidades de victoria, ¿existe otra vía? En mi próximo artículo me referiré a la que muchos califican de tercera vía, la consistente en mejorar las condiciones de vida del pueblo afgano.

Ganarse el corazón afgano

Casi sin excepción, los principales responsables de las fuerzas armadas y servicios de inteligencia de la OTAN han llegado a la conclusión de que la guerra de Afganistán no se puede ganar por medios militares. La mayoría de ellos coinciden - sobre todo en privado-con el criterio del embajador y ex general estadounidense Kart Eikenberry, en el sentido de que el régimen de Kabul no constituye un socio eficaz desde el punto de vista estratégico. El país se halla plagado de corrupción, narcotráfico, actos de extorsión e incluso casos de violación.

La gente aborrece cordialmente a los agentes de las fuerzas de seguridad. Como el anciano de una aldea señaló recientemente a un corresponsal occidental, "si volvéis a traer a la policía al pueblo, os combatiremos a muerte". Y otro añadió: "van sin uniforme [ para no ser identificados], toman drogas y roban a la gente". Por añadidura, las fuerzas armadas afganas constituyen un fiasco. Resulta ya un tópico que el soldado medio, por estar malnutrido, no puede cargar con el equipo habitual. La mayoría son analfabetos y, muchos, toxicómanos. Durante la reciente campaña de Marja, en la provincia de Helmand, las fuerzas estadounidenses informaron de que las fuerzas autóctonas cuidadosamente seleccionadas y entrenadas se dedicaban a saquear los comercios en lugar de combatir. Dadas las circunstancias poco propicias al logro de una victoria en esta guerra (victoria notablemente improbable), los responsables de la OTAN y países occidentales han intentado dar con una alternativa para vencer a los talibanes. Consiste en mejorar el nivel de vida de la población afgana. Para valerse de la famosa frase de los días de la guerra de Vietnam, se trata de "ganarse los corazones y las mentes del pueblo".

Como en Vietnam, los responsables políticos estadounidenses han descubierto que cuando dan dinero o bienes diversos a los jefes afganos sufren el flagelo del robo al pasar por las manos (y los bolsillos) de los funcionarios de modo que acaso tan sólo un dólar de cada diez llegará a manos de los previstos destinatarios.

En esta guerra, el dinero posee la consideración y el valor de un arma. Al término de la campaña de Marja en marzo, las fuerzas armadas estadounidenses distribuyeron al menos un millón de dólares entre los jefes de tribus pastunes, entre otras la de los Shinwari, en la esperanza de que dejaran de apoyar a los talibanes. En el caso de Iraq se hizo un intento similar que, al principio, pareció funcionar: si bien ciertos líderes tribales fueron contratados, por así decir, de modo temporal, desde luego no resultaron comprados. Al cerrar el grifo del dinero, volvieron sin vacilar a rendir pleitesía a los destinatarios de sus lealtades fundamentales.

El programa de ayuda de la OTAN a la población rural afgana presenta un segundo defecto, todavía más grave: la opción de sortear al Gobierno afgano para tratar directamente con las aldeas o tribus debilita la cohesión del Estado, cuya solidez y fortaleza constituye el objetivo primordial de la política de la OTAN.

Los responsables de la OTAN presupusieron que los afganos recibirían esta ayuda con los brazos abiertos - y así fue, de hecho, en algunos casos-,pero buena parte de la población no ha mostrado tal actitud. Un equipo de investigadores de la universidad estadounidense de Tufts, Massachusetts, concluyó en un estudio tras más de 400 entrevistas que "la percepción de la población afgana acerca de la ayuda exterior es abrumadoramente negativa". Los talibanes y sus seguidores han aprendido de sus relaciones con los rusos y de las declaraciones de los estadounidenses que lo que consideramos como ayuda consiste, en realidad, en otra forma de guerra. El general David Petraeus lo ha expresado con claridad: "El dinero es mi munición más importante…".

Por tanto, los talibanes consideran incluso que los proyectos de ayuda en cuestión en el plano civil, como la construcción de centros escolares, se refieren en realidad a instalaciones de carácter militar destinadas a derrotarles en el curso del conflicto, y los miembros de organizaciones humanitarias son soldados cuyo objetivo es expulsarlos del país o matarlos. Naturalmente, el asunto incomoda e irrita a una parte de la población afgana, deseosa de palpar por fin dinero contante y sonante, además de las correspondientes escuelas, centros sanitarios, puentes y carreteras. Quienes trabajan al servicio de proyectos extranjeros o se benefician de la ayuda económica en alguna medida suelen ser precisamente objetivo de los talibanes, que los consideran traidores.

¿Qué debería hacerse para que la política estadounidense al respecto adopte un cariz positivo? La breve respuesta a la cuestión consiste en dejar claro que la ayuda humanitaria debe distinguirse de la contrainsurgencia. Y para ello es menester establecer una fecha en firme y razonablemente próxima de la retirada de las fuerzas extranjeras. La fijación de este calendario habrá de dar paso a una transformación fundamental de la propia vertiente psicológica de la política estadounidense en relación con Afganistán y con su pueblo. Los afganos empezarán, entonces, a comprender que la ayuda en cuestión no es una forma de proseguir la ocupación de su país. Cuando la retirada empiece aser una realidad, los consejos locales intentarán afanosamente salvaguardar todo aquello que actualmente permiten que destruyan los talibanes. Porque, sin respaldo popular y como Mao nos dijo hace mucho tiempo, los talibanes serán como peces sin agua en que nadar.

Durante el periodo que medie entre el anuncio de una fecha en firme de retirada de las tropas y su retirada efectiva del país deberán entablarse negociaciones bajo la guía y patrocinio de la asamblea nacional o Loya Jirga. Tales negociaciones habrán de conducir a un compromiso de gobierno. Tal es el mejor resultado de la guerra y de la ocupación de Afganistán que, con sentido realista, podemos confiar en alcanzar. Así, si somos lo suficientemente inteligentes y sagaces para permitir que los afganos solucionen sus problemas a su manera y según su criterio en lugar de obligarles a adoptar nuestros métodos, podremos empezar a impulsar iniciativas sólidas y permanentes en dirección de la paz y de la seguridad.

El compromiso de retirada del país de forma ordenada y según un calendario razonable constituye el primer paso fundamental para afrontar el envite, mientras que la continuación de nuestras políticas actuales no hará sino multiplicar los costes del problema y conducir al fracaso.

 

22/25/27-IV-10, William R. Polk, miembro del consejo de planificación del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy, lavanguardia