´Radicalización en la diáspora: por qué musulmanes en Occidente atentan contra sus países de acogida´, Peter K. Waldmann

Radicalización en la diáspora: por qué musulmanes en Occidente atentan contra sus países de acogida

Peter K. Waldmann
DT 9/2010 - 26/04/2010
realinstitutoelcano

En los últimos años la investigación sobre el terrorismo ha pasado a centrarse en los propios terroristas, y en particular en los islamistas militantes asentados en Occidente. A estos estudios debemos gran parte del conocimiento y el entendimiento que tenemos del proceso por el cual determinados varones jóvenes pueden llegar a convertirse en individuos dispuestos a asesinar a personas inocentes. Aun así, desde un punto de vista más analítico carecemos de un marco teórico que aúne estos distintos tipos de conocimiento (no de una teoría general global, sino de lo que Merton habría denominado una teoría de rango medio[1] que sirviera para aclarar el extraño fenómeno del terrorismo “endógeno” en Occidente). La tesis que se sostiene en el presente documento de trabajo es que los conceptos de radicalismo en el exilio y/o en la diáspora podrían resultar de utilidad en este contexto.

En el primer apartado explico qué significa el término “diáspora” y por qué la radicalización constituye una forma de hacer frente a la situación planteada por ésta. En los dos apartados siguientes analizo en mayor profundidad esta idea, señalando las circunstancias en las que es probable que se produzca una radicalización y desarrollando una tipología de los distintos tipos de diásporas radicales. En el último apartado analizo en mayor profundidad el proceso de radicalización religiosa, centrándome especialmente en los musulmanes de Occidente.

(1) El concepto de diáspora

En términos generales, por diáspora se entienden aquellos grupos de personas que viven en un país extranjero pero mantienen una estrecha relación con sus países de origen.[2]

Algunos ejemplos clásicos de comunidades o minorías étnicas/religiosas marcados por la diáspora son los armenios, los griegos de Asia Menor y, sobre todo, los judíos que fueron expulsados por la fuerza de su tierra natal y que tuvieron que dispersarse por todo el mundo pero que mantuvieron una visión nostálgica de su país de origen (los esclavos transportados de África a América también pueden incluirse en esta categoría). Con el tiempo el concepto se ha ido ampliando hasta incluir también aquellos procesos migratorios no motivados por expulsiones forzosas de los países de origen.[3] Los propios judíos prefirieron en ocasiones seguir perteneciendo a la diáspora judía, o pasar de una diáspora a otra, antes que volver a su país de origen. Hoy en día existe una tendencia general a incluir cualquier movimiento migratorio dentro de este concepto, incluso aquéllos de carácter más o menos voluntario. En su tipología de las diásporas, Robin Cohen menciona casos de “diáspora comercial” o “diáspora imperial” surgidos como consecuencia de procesos de expansión económica o política en determinados países y de dominio de estos países sobre otros.[4] Lo que resulta importante en nuestro contexto es que los procesos de migración transnacional de mano de obra, que se han convertido en el principal tipo de migración en las últimas décadas, también pueden dar lugar a diásporas, como ocurre actualmente con los magrebíes, los turcos y los paquistaníes que se han desplazado a Europa Occidental.

Aún así, no debería abusarse de este concepto. No todos los movimientos migratorios ni todas las colonias de inmigrantes pueden calificarse como diásporas.[5] Si, por ejemplo, los pensionistas del norte de Alemania deciden pasar el resto de su vida en la agradable región meridional alemana de Baviera, pueden llegar a constituir un grupo, pero no constituirán una diáspora. El término “diáspora” implica unas tensiones culturales manifiestas y el deseo de regresar a la tierra de origen en algún momento futuro. El caso de los (muchos) corsos que viven en Marsella es de por sí bastante diferente: después de todo, no hablan el mismo idioma que su comunidad de acogida.[6] Tampoco se aplicaría el concepto de “diáspora” a las personas que se desplazan constantemente y que no tienen en mente un país concreto al que regresar, como las comunidades “gitanas” tradicionales. No entraría dentro de esta categoría tampoco el caso del típico trabajador inmigrante que abandona su país por motivos económicos y regresa a éste al dejar de trabajar.

Por norma general, el concepto de exilio resultaría más apropiado para los casos en que la estancia de una persona en un país extranjero es involuntaria y limitada en el tiempo.[7] Sólo si la estancia se hace permanente, si se convierte en el centro de la vida del inmigrante, podremos hablar de que éste se encuentra en situación de diáspora (la expresión más visible de esa situación es que el inmigrante inducirá a su mujer y a sus hijos a seguirle). El surgimiento de una comunidad en la diáspora puede ser un fenómeno transitorio: cuanto más se integren los inmigrantes y sus hijos en la sociedad que los acoge, más se considerarán ciudadanos del país de acogida y menos echarán de menos su país natal. Sin embargo, los grupos de la diáspora también pueden convertirse en entidades permanentes en sus países de acogida: pueden desarrollar una vida cultural y ritual propias que los diferencien claramente de la sociedad de acogida. A efectos de distinguir estos conceptos, en la Tabla 1 se incluye una lista esquemática de las principales características del exilio, la diáspora y la inmigración, respectivamente.

Tabla 1. Formas y etapas de los fenómenos migratorios


Formas y etapas de migración

Aspectos comparativos

Exilio

Diáspora

Inmigración
(integración social)

Migrante

Individual

Grupo, colectivo social

Actos individuales que pueden convertirse en movimientos masivos

Orientación, identificación

País de origen

Doble identificación, con el país de origen y con el de acogida

País de acogida

Predominancia de factores de expulsión y atracción

Factores de expulsión: escapar de algún castigo o de una situación económica insatisfactoria

Factores de expulsión y atracción: el país de origen se vuelve más atractivo al sentirse los inmigrantes rechazados en el país de acogida

Factores de atracción: atractivo del país de acogida e integración en el mismo

Generación

Limitado a una generación

La situación de diáspora comienza con la segunda generación y puede ampliarse a las generaciones siguientes

El proceso trasciende las generaciones, comienza en el país de origen y concluye con la integración en el país de acogida

Actitudes, sensibilidades

Vivir en el extranjero se considera una carga, se añora el país de origen y se desea regresar a él

Sentimientos encontrados: esperanza y temor, añoranza y planes utópicos, profunda inseguridad existencial

Satisfacción: “inicio de una nueva vida", ruptura con el pasado

En la Tabla 1 se muestra cómo el significado de los términos “diáspora” y “exilio” se han ido ampliando considerablemente en los últimos tiempos. También es importante señalar que en esta tabla sólo se esbozan a grandes rasgos las diferencias entre los tres conceptos. De hecho, existen etapas intermedias y casos híbridos en los que la delimitación entre ellos queda desdibujada. La trayectoria “normal” de los grupos migrantes sería la siguiente: la primera generación concibe su estancia en el extranjero como una forma de exilio; las siguientes generaciones muestran rasgos típicos de una comunidad en la diáspora, que posteriormente se van diluyendo a medida que sus miembros van integrándose cada vez más en la sociedad de acogida. Sin embargo, esta evolución no es inevitable ni mucho menos. La situación de diáspora de un grupo de inmigrantes puede prolongarse o incluso hacerse permanente, bien porque el propio grupo quiera preservar su identidad original (como los armenios o los judíos) o bien porque el país de acogida haga tan difícil su integración que ésta deje de ser una opción atractiva para los inmigrantes. Este segundo caso es característico de muchos países europeos, a diferencia de lo que ocurre en muchos países “clásicos” de acogida de inmigrantes, como el continente americano y Australia.

Para entender plenamente la complejidad de la situación en que se encuentran las comunidades en la diáspora resulta útil examinar la definición clásica dada por Robin Cohen. Las ocho características más importantes que propone esa definición pueden resumirse de la siguiente manera:[8]

Según la definición de Cohen, la principal característica de las comunidades en la diáspora es que sus miembros no pertenecen a un único país, sino a dos o más países al mismo tiempo. Por un lado, se sienten atraídos por su antiguo país de origen, distante, representado por el origen étnico o religioso común de los inmigrantes y por un recuerdo idealizado del pasado, pero, por otro, tienen que enfrentarse a las condiciones y expectativas que les impone el país de destino. A menudo la primera generación llega a cierto tipo de equilibrio entre las tendencias y exigencias contradictorias de ambos sistemas: se adapta a las exigencias de la sociedad de acogida en el ámbito económico y profesional, pero sigue profundamente arraigado a las tradiciones culturales y religiosas de su país de origen. Para los descendientes de los inmigrantes estas diferenciaciones pasan a ser obsoletas. Estos descendientes tienen que enfrentarse a dos “mundos”: uno que encuentra su expresión idealizada en el discurso de sus padres y abuelos y otro con el que tienen que lidiar a diario en sus relaciones con sus compañeros, con el resto de los estudiantes y con sus maestros.[9]

De numerosos estudios sobre el fenómeno de la diáspora se desprende que esta dicotomía, que no permite a los miembros de la diáspora desarrollar una identidad inequívoca en el sentido tradicional, genera numerosas tensiones y enfrentamientos. Casi todos los problemas que los miembros de la diáspora tienen que afrontar día a día presentan una doble cara. Los problemas siempre tienen que considerarse desde dos perspectivas distintas: adaptación o resistencia, acatamiento de la ley o subversión, pérdida y esperanza, alienación y afirmación del yo, sufrimiento e ideas utópicas, desintegración social frente a solidaridad y secularización frente a renovación religiosa.[10]

El sentimiento de inseguridad existencial se ve agravado aún más cuando los trabajadores inmigrantes se dan cuenta de que la sociedad de acogida no los acepta en pie de igualdad, sino que poco más o menos los considera meros solicitantes o peticionarios. La asimétrica relación existente entre los órganos oficiales del país de acogida, por un lado, y los inmigrantes, por el otro, queda reflejada en los prejuicios y las prácticas discriminatorias a las que estos últimos tienen que enfrentarse. A menudo los inmigrantes son considerados seres inferiores y subdesarrollados. Tienen que luchar por ganarse el respeto y la aceptación de sus nuevos conciudadanos.[11]

Desde un punto de vista sociológico, la mejor forma de definir la situación a la que los inmigrantes tienen que enfrentarse, como individuos y como colectivo, es como un “desafío”. De forma similar a lo que sucede con su hermana mayor y más dramática, la “crisis”, el “desafío” presenta tres características: (1) la evolución “normal” o “natural” de las cosas queda interrumpida (se produce un corte que exige volver a empezar); (2) los individuos tienen que elegir entre formas distintas de hacer frente a su nueva situación (opciones que tendrán distintas consecuencias para el resto de su vida, según perciben los individuos); y (3) para poder elegir entre las distintas opciones los individuos requieren un mínimo nivel de recursos y libertad que les permita tomar sus propias decisiones.[12]

En las situaciones de diáspora se aplican estas tres condiciones. Quienes abandonan su país de origen rompen realmente con el pasado. Aunque en muchos casos estas personas aparenten seguir los patrones tradicionales de su cultura y su religión en el nuevo país, el entorno que los rodea y la situación general en la que viven son distintos. La autoridad paterna, como el derecho a pegar a la mujer y los hijos, varía según se ejerza en un contexto patriarcal tradicional o en una sociedad democrática moderna. Al mismo tiempo, la situación de diáspora ofrece a los individuos diversas posibilidades de gestionar los problemas y las oportunidades inherentes a ésta. El nivel de control social y libertad individual es distinto al del país de origen.[13] En una sociedad tradicional (y muchos inmigrantes proceden de este tipo de sociedades) los jóvenes tienen dificultades para eludir los mecanismos de control social y elegir su propio camino y su propia trayectoria profesional. Además, en la diáspora la comunidad étnica o religiosa vigila celosamente lo que hacen los distintos miembros del colectivo. La familia en particular desalienta a sus miembros más jóvenes de hacer demasiadas concesiones a la sociedad de acogida o, en otras palabras, de dar la espalda a sus tradiciones. Pero este poder es limitado, como lo es también el del grupo étnico o religioso integrado por los inmigrantes en Occidente. Entre las mujeres turcas que viven en Alemania puede observarse cómo un número considerable ha aprovechado las oportunidades que les ha brindado la sociedad democrática liberal de ese país: escogieron una trayectoria profesional que les permitió alejarse de su entorno tradicional.[14]

Debería haber quedado claro ya que, a nivel microsocial, no existe una única respuesta ni una única forma de gestionar los desafíos estructurales y personales que plantean la inmigración, el exilio y la diáspora; más bien, estos desafíos abren la puerta a diversas respuestas. Dependiendo de su predisposición, su socialización y su entorno, algunos individuos podrán concebir estos desafíos como una carga, otros como una oportunidad. Mientras que algunos inmigrantes (y sus hijos) preferirán refugiarse en un pasado presumiblemente seguro, otros buscarán protección entre sus compatriotas, tratarán de adaptarse a la sociedad que los acoge lo mejor que puedan e incluso asumirán un papel de mediación entre la sociedad de origen y la de acogida. En los estudios realizados en la década de 1990 se ha tendido a destacar las nuevas oportunidades brindadas por la situación de diáspora a los individuos enérgicos (individuos que no echan de menos los vínculos cada vez menos sólidos de su comunidad, sino que se sienten lo suficientemente fuertes como para vivir “entre dos mundos”). En estos estudios se han destacado los impulsos creativos que pueden extraerse de la hibridación cultural y de estar situado en los márgenes de la sociedad.[15] Y ciertamente existen inmigrantes y otros miembros de la diáspora que hacen frente a su situación de esta forma creativa. Sin embargo, su caso no puede generalizarse ni mucho menos. Muchos otros responden a situaciones similares de forma más pragmática, menos espectacular, y otros, especialmente aquéllos con menos talento y energía, suelen sentir fundamentalmente privación, inseguridad y humillación por su situación como miembros de la diáspora; no albergan optimismo alguno ni tienen esperanza en su futuro personal; sólo sienten frustración, resignación y en ocasiones resentimiento y rabia.

Un análisis de estos estudios que ni glorifican ni denigran las situaciones de diáspora parece revelar tres formas principales de reacción posible para cada individuo.[16] La primera es la asimilación: el inmigrante hace un esfuerzo por acercarse, en la medida de lo posible, a la sociedad de acogida con el objetivo último de convertirse en parte de ella. La segunda reacción, la más frecuente, es una solución intermedia en que el individuo trata de conciliar las normas y los parámetros culturales del entorno cultural del que procede con los de la sociedad que lo acoge. Evidentemente, se trata de un proceso altamente selectivo y subjetivo que puede dar lugar a síntesis bastante distintas entre los dos sistemas. Por último, la tercera forma de reaccionar (y, en nuestro contexto, la más interesante) podría calificarse como “neotradicionalismo”, “neodogmatismo” o fundamentalismo. Consiste en rechazar la sociedad de acogida, su cultura y su forma de vida e idealizar la cultura y el país de origen. Con bastante frecuencia las personas no descubren el valor de su religión, cultura o país de origen hasta que se ven obligados a vivir en el extranjero o en situación de diáspora. Es este descubrimiento el que puede adoptar la forma de una conversión fundamental que dé sentido a su vida y les oriente para el futuro.

Lo importante de estas tres reacciones es que ninguna de ellas puede considerarse una desviación o algo anormal. Las tres se producen regularmente en situaciones de exilio o diáspora, tanto de carácter étnico como de carácter nacional o religioso. Las tres atraen a un cierto número de individuos, aunque no en la misma proporción ni al mismo tipo de individuos. No obstante, es evidente que, en cierto sentido, constituyen opciones equivalentes para los miembros de la diáspora que tratan de resolver sus problemas. Por tanto, la pregunta que debemos plantearnos es: ¿qué es lo que hace la tercera opción, la radicalización, más atractiva para determinadas personas?

(2) La opción radical

Las palabras “radical” y “radicalización” proceden del latín radix, “raíces”. Un radical no busca soluciones intermedias, sino que trata de resolver los problemas de una vez por todas, atajándolos de raíz. En este proceso, el término “radical” puede aplicarse tanto a los objetivos perseguidos como a los medios empleados.[17] Una persona con objetivos radicales cuestiona el statu quo del orden sociopolítico con miras a reemplazarlo por otro (revolucionario o extremadamente reaccionario). Un radical suele actuar en nombre de una verdad absoluta, ya sea una ideología o una religión, que no admite concesiones ni restricciones. De esta forma, los radicales no suelen estar dispuestos a diferenciar, escuchar argumentos contrarios o tener en cuenta el contexto social en el que difunden su mensaje. Desde su punto de vista reduccionista, el mundo se divide en dos bandos: los que comparten sus convicciones y los que no (sus seguidores y aliados ideológicos, por un lado, y sus enemigos, por el otro). Si alguien del bando radical intenta salirse de esta lógica maniquea o de los límites que establece, levantará sospechas y se arriesgará a ser considerado un traidor.

Además de esta búsqueda incondicional de determinados objetivos, que suele estar motivada por convicciones de carácter religioso o ideológico, existe otra clase de radicalismo que tiene que ver con los medios empleados en situaciones de conflicto. En este segundo caso, el individuo o grupo radical recurre a métodos informales, ilícitos y, en última instancia, violentos para lograr o difundir sus objetivos. Aunque las personas o grupos que persiguen objetivos absolutos suelen utilizar medios radicales para conseguirlos, no siempre puede decirse lo mismo a la inversa: cuando un grupo utiliza medios ilícitos o violentos, no siempre es para destruir el orden establecido. En muchos casos (el movimiento por los derechos civiles en EEUU de la década de 1960, por ejemplo), sectores desfavorecidos de la sociedad recurren a la violencia para llamar la atención de la opinión pública sobre un fin legítimo, normalmente porque no lo consiguieron por medios pacíficos. Este tipo de actividad radical, justificada hasta cierto punto, relativiza la idea del radicalismo como una actitud obstinada y fanática y le da ciertas connotaciones de “coherencia”, de “inquebrantabilidad” y de perseguir un objetivo “con gran vehemencia”.

El radicalismo incluye la posibilidad de acciones violentas, pero no debería considerarse que siempre las lleve aparejadas. El radicalismo es, ante todo, un producto de la mente, un síndrome psicológico, una actitud. La psicología ya demostró en la década de 1930 que una persona podía tener actitudes o puntos de vista radicales sin recurrir por ello a la violencia o justificarla.[18] No existe ninguna relación causal determinista entre el síndrome psicológico y su expresión física. Todo depende de la situación concreta, sobre todo de cómo la perciban las personas implicadas. Si la situación da lugar a ciertos estímulos movilizadores (por ejemplo, si es considerada una amenaza por un grupo de personas, o si los objetos o valores considerados sagrados para el grupo se profanan), entonces la disposición radical puede traducirse en acciones, incluso en acciones violentas; pero si no, esa misma disposición se mantendrá en estado latente y la violencia no dejará de ser tan sólo una opción potencial.

Además, la violencia es tan sólo una de las formas de expresar sentimientos e ideas radicales. En una situación de exilio o diáspora, en particular, muy pocos individuos estarán dispuestos a unirse a una célula armada o a un grupo armado. Sin embargo, la cantidad de personas dispuestas a apoyar la lucha armada es mucho mayor. Su apoyo puede adoptar distintas formas: pago de un “impuesto revolucionario”, suministro de armas a los combatientes, prestación de apoyo físico y moral, realización de propaganda en favor de su causa, ofrecimiento de un lugar de “refugio” o protección para cuando son perseguidos, etc.

Existen diversos motivos por los que determinados subgrupos de la diáspora pueden pasar a convertirse en radicales (muy rara vez suele radicalizarse toda la comunidad en la diáspora), y ese radicalismo puede adoptar distintas formas. Uno de esos motivos puede ser que su país de origen esté atravesando un período de conflicto armado que se traslade al país de acogida. Otra posibilidad es que la radicalización surja como un nuevo movimiento dentro de una colonia de inmigrantes hasta entonces pacífica. Sus objetivos pueden estar situados fuera de la sociedad de acogida (fundamentalmente en el país de origen) o dentro de ella.

En el segundo caso cabe plantearse la interesante pregunta de por qué los miembros de una diáspora desarrollan sentimientos radicales contra su país de acogida. O, desde una perspectiva ligeramente distinta, cómo puede una situación de diáspora de por sí crear resentimiento y hostilidad hacia el país de residencia del inmigrante. La respuesta que se sugiere en este documento sigue las siguientes líneas:[19] la radicalización es una de las posibles respuestas (la más extrema) al dilema psicológico al que se enfrentan la mayoría de los miembros de la diáspora, es decir, el desarrollo de una doble identidad y la falta de reconocimiento y aceptación por parte de la sociedad de acogida. En caso de dominar el aspecto de la doble identidad, el individuo puede experimentar una reorientación psíquica fundamental en el curso de la cual puede llegar a desarrollar una fijación basada en objetivos radicales. Si el individuo se centra fundamentalmente en defenderse de la discriminación o la falta de aceptación, tenderá a poner énfasis en medios radicales con el objetivo último de obtener un reconocimiento pleno.

Ya se ha mencionado que la situación de diáspora también puede generar respuestas muy distintas del radicalismo que acabamos de presentar. Algunos individuos considerarán su nueva situación como una oportunidad y sacarán provecho de su doble filiación cultural.[20] Las tensiones y los conflictos internos provocados por la hibridación cultural podrán impulsar a los individuos a trascender las divisiones étnicas y religiosas. Debería recordarse también que la concepción de uno mismo en términos de pertenencia a una religión o nación no es una tendencia “natural” del ser humano, sino más bien el resultado de unas categorías absolutas y exclusivas en las que las religiones monoteístas y los Estados-nación modernos animan a sus miembros a pensar. Muchos miembros de la diáspora rechazan esta forma de pensar “en blanco y negro” y tratan de conciliar y combinar las distintas culturas, visiones del mundo y tradiciones con las que se van encontrando en su vida diaria. Sin embargo, otros no logran escapar de la dualidad inherente a toda situación de diáspora y viven esa dualidad como una carga y una presión constantes. Preferirían tener una idea clara de quiénes son, de qué pueden esperar y de qué se supone que deben hacer. Para estos individuos el radicalismo es una solución a sus problemas de identidad, aun cuando esta solución resulte exagerada y extrema. Los radicales responden a la situación de apertura estructural a la que están expuestos adhiriéndose a una doctrina y a una verdad absolutas. Mientras que los individuos que se adaptan sin problemas a la situación de diáspora combinarán los distintos aspectos de su identidad y no dejarán nunca de “reinventarse”, los radicales harán justo lo contrario: tratarán de compensar esta situación adhiriéndose a una verdad inamovible, a algo “eterno”.

Esto podría explicar por qué los inmigrantes de segunda y tercera generación se muestran particularmente receptivos a los impulsos radicales. Obviamente, no son los únicos: los estudiantes extranjeros y los inmigrantes jóvenes de primera generación que viven en países occidentales, alejados de sus familias, también están expuestos a experiencias intensas de choque cultural y a reacciones radicales. Sin embargo, las generaciones que ya nacieron en el país de acogida son, por su situación estructural, especialmente proclives a sufrir conflictos de identidad relacionados con su situación de diáspora. Es este fenómeno, denominado “terrorismo endógeno”, el que ha alarmado recientemente a los medios de comunicación y la opinión pública de Occidente. A diferencia de los inmigrantes, estos jóvenes no mantienen ningún vínculo emocional directo con su país de origen, ni tampoco están naturalmente familiarizados con éste. Cuando lo visitan ocasionalmente, se sienten distanciados tanto del país como de su población. Pero, por otro lado, tampoco se sienten integrados en la sociedad del país de acogida, lo que les impide identificarse plenamente con él. En un extraño equilibrio entre dos culturas y sociedades, forman parte de ambas pero no pertenecen a ninguna.

Cuando más importante resulta este aspecto es en la fase de sus vidas en la que, según la conocida teoría del desarrollo de la identidad de Erik Erikson, necesitan definir su identidad y encontrar su lugar en el mundo.[21] Asimismo, muchos jóvenes musulmanes que viven en Occidente se sienten culpables por beneficiarse de las ventajas materiales que les brinda una sociedad cuya forma de vida reprueban mientras sus hermanos y hermanas en la fe siguen sufriendo atraso social y privaciones económicas. Si su entorno social directo no les ofrece una respuesta a estos problemas, si nadie les ofrece una tarea o una profesión interesantes, lo más probable es que busquen una respuesta por sí mismos, y unirse a una célula radical y adoptar su ideología radical puede resultar una opción tentadora en este sentido.

Ésta es una de las formas de conversión al radicalismo (por problemas de identidad y por las decisiones existenciales a las que éstos conducen). Basándonos en nuestra anterior distinción podemos establecer una diferenciación entre esta trayectoria orientada a los objetivos y una trayectoria orientada a los medios. Ésta última responde no a la convicción de que hay que defender una verdad absoluta, sino a un resentimiento y una ira provocados por el trato discriminatorio que los miembros de la diáspora reciben de la sociedad de acogida. La queja habitual en este sentido es que las sociedades occidentales no conceden a los miembros de la diáspora la plena ciudadanía, traicionando así su propio principio de igualdad de trato. La diferencia entre los dos tipos de radicalismo radica fundamentalmente en sus consecuencias: una orientación basada en objetivos radicales cuestiona la sociedad de acogida, su orden social y político como tal, mientras que con la utilización de medios y métodos radicales tan sólo se pretende cambiar determinados aspectos de esa sociedad. De hecho, implícitamente, la reivindicación de que se debería tratar a los inmigrantes de forma justa y permitir su plena integración implica en realidad una confirmación y legitimación del orden social e institucional establecido.

Una vez examinados los distintos tipos de radicalización en la diáspora y los procesos que conducen a ella, concluiremos este apartado examinando algunos de los factores que reducen la fascinación despertada por la alternativa radical:

(3) Formas de radicalismo: una tipología

Hoy en día, cuando hablamos u oímos hablar de dogmatismo y radicalización lo que solemos tener en mente es el extremismo y el fanatismo religioso. Sin embargo, la radicalización religiosa sólo ha empezado a suscitar el interés público hace poco tiempo. En las décadas anteriores, el debate sobre la radicalización se había centrado en el etnocentrismo y el nacionalismo.

En el norte de África y en Oriente Próximo y Oriente Medio, la actual oleada de fundamentalismo religioso ha estado precedida de una oleada de nacionalismo militante surgida fundamentalmente de las comunidades en la diáspora.[24] Por ejemplo, uno de los principales defensores de la guerra argelina de liberación de finales de la década de 1950 fue la comunidad bereber de Francia. Asimismo, la organización palestina Al Fatah fue fundada, y estuvo financiada durante muchos años, por emigrantes palestinos residentes en los Estados del Golfo. En el Líbano, el ascenso político y económico de los chiíes, que precedió la fundación de Hezbolá, se vio posibilitado por el capital y las inversiones de los chiíes que habían emigrado al oeste de África. Y podrían citarse muchos otros ejemplos.

Benedict Anderson ha analizado con gran inteligencia la estrecha relación existente entre los problemas de identidad de los individuos divididos entre culturas distintas y la aparición del nacionalismo.[25] En un artículo con el significativo título de “Exodus”, Anderson sostenía que gracias al enorme avance de los transportes y las comunicaciones, las personas habían aumentado enormemente su movilidad pero que, sin embargo, el resultado de todos esos nuevos contactos entre distintas culturas y sociedades no había sido una actitud cosmopolita en general, sino una búsqueda de excepcionalidad, de lo verdaderamente propio. Anderson llegaba a la conclusión de que “el exilio es el germen del nacionalismo” y concluye que “se puede tender a considerar el ascenso de los movimientos nacionalistas y su variable culminación en Estados-nación como un proyecto de regreso al hogar desde el exilio”. En menos palabras incluso, “esta hibridación será precisamente lo que dé lugar a purezas (y por tanto también limpiezas) nacionalistas”. Anderson explica que los movimientos nacionalistas que transformaron el mapa de Europa en 1919, tras la Primera Guerra Mundial, estuvieron encabezados en su mayoría por líderes que hablaban dos idiomas: “alemanes” que no eran realmente alemanes, “italianos” de los márgenes de Italia y “españoles” que no eran realmente ibéricos. Según él, este patrón se repite en las naciones jóvenes de África y Asia.

A continuación pasaremos a presentar una tipología de las distintas formas de diáspora. Obviamente, las tipologías plantean la cuestión de qué criterios se emplearon para crearlas. La diferenciación entre radicalización nacionalista y religiosa podría considerarse uno de los principales criterios. Pero aparte del hecho de que estas categorías se solapan en parte, existe un número considerable de casos (como los palestinos, por ejemplo) en los que la orientación ideológica del discurso de la diáspora ha ido variando con el tiempo. Por ello, la tipología aquí propuesta se basa en tres criterios distintos: (1) la distinción entre la militancia de la diáspora controlada por fuerzas externas (de escaso interés en nuestro contexto) y la militancia autónoma; (2) en el caso de la militancia autónoma, si los objetivos de dicha militancia están fijados en el extranjero (fundamentalmente en el país de origen) o en el país de acogida; y (3) la cuestión de si el propio país de acogida es objeto de agresión y de si dicha agresión está dirigida contra el trato inferior recibido en la sociedad de acogida (rebelión) o contra dicha sociedad en su conjunto (ataque frontal).

Gráfico 1. Formas de radicalización en la diáspora
                           

 

 

Entre los ejemplos típicos de diásporas expuestas a influencias externas figuran las colonias de inmigrantes de Occidente controladas por el PKK kurdo y los Tigres para la Liberación de la Patria Tamil (LTTE) de Sri Lanka, respectivamente. Ambas organizaciones terroristas han conseguido crear una amplia red de extorsión y manipulación que obliga a los miembros de la comunidad en la diáspora a contribuir a su lucha por la liberación nacional en el país de origen. Esa “contribución” puede consistir en ayuda económica, adquisiciones de armas para los combatientes u ofrecimiento de un refugio en caso de persecución.[26]

El caso de la “radicalización autónoma” cuyos objetivos del conflicto se sitúan fuera del país de acogida es probablemente el más frecuente (en el Gráfico 1 se citan sólo algunos de los muchos ejemplos posibles). En términos generales, las rebeliones étnicas o religiosas rara vez persisten sin el apoyo de alguna diáspora externa.[27] Asimismo, la mayoría de los movimientos islamistas de reforma y resistencia suelen originarse en una plataforma nacionalista y sólo pasan al plano transnacional cuando sus líderes llegan a la conclusión de que no hay posibilidad de materializar sus ideas de reforma a nivel nacional exclusivamente. Los países europeos, especialmente Francia y el Reino Unido, se han mostrado muy generosos en materia de concesión de asilo a individuos perseguidos por motivos políticos o religiosos en sus países de origen. Su liberal política de asilo no cambió hasta el 11 de septiembre de 2001, cuando quedó claro que los líderes de la diáspora musulmana habían abusado de sus derechos y privilegios propagando sentimientos de odio también hacia el gobierno de la sociedad de acogida, no sólo contra el de sus países de origen.[28]

En este contexto habría que señalar que hablar de “autónomo” no significa que la radicalización se produzca exclusivamente en la propia comunidad en la diáspora o el exilio. Pueden existir también influencias y ayuda externas. Aun así, la principal motivación proviene de los inmigrantes y su descendencia. Aunque los miembros de la diáspora puedan apoyar el movimiento de resistencia en su país de origen de forma incondicional, en ocasiones terminan adoptando una postura crítica con respecto a éste. Las mayores probabilidades de que surja una estrecha cooperación entre los radicales del país de origen y los radicales del país de acogida se producen cuando ambos grupos surgen al mismo tiempo y por los mismos motivos. Por el contrario, puede resultar bastante difícil que un discurso radical se extienda entre una comunidad en la diáspora cuyas relaciones con el gobierno del país anfitrión hayan sido buenas y armoniosas anteriormente, aun cuando los radicales estén combatiendo claramente a ese gobierno.[29]

Por último, en el Gráfico 1 se muestra cómo el radicalismo dirigido contra el propio país de acogida puede presentar dos objetivos y orientaciones distintos. Si los inmigrantes reconocen el orden político y social básico del país de acogida, sus protestas y otras formas de actividad radical estarán destinadas normalmente a obtener la plena ciudadanía. La otra posibilidad es que los radicales ataquen frontalmente al país de acogida, su orden y sus instituciones y traten de destruirlos. Estas dos formas corresponden a los dos tipos de reacción contra la situación de diáspora descritas en el apartado anterior. Los disturbios periódicos en los suburbios de las grandes ciudades francesas son un ejemplo del primer tipo y los atentados terroristas de junio de 2005, del segundo.

Los analistas que estudian Francia y sus problemas de inmigración están de acuerdo en que los disturbios que se producen con cierta regularidad en las banlieues de París y otras ciudades francesas no tienen ningún trasfondo religioso. Sus motivos son estrictamente seculares. Los magrebíes de segunda, tercera y cuarta generación que constituyen el núcleo duro de los rebeldes protestan de forma violenta para hacer oír su voz a nivel nacional. Lo que desean no es la destrucción del sistema francés, sino su integración social, cultural y política en éste.[30] Estos jóvenes hablan francés entre ellos y se sienten y consideran ciudadanos franceses. Contra lo que se rebelan es contra su marginación económica y social, de la que culpan al Estado francés. Piden que se apliquen más medidas que les brinden mayores oportunidades en el sistema educativo y les ayuden a entrar en el mercado laboral, pero nunca soñarían con expresar la esperanza (como hizo el jeque Omar Bakri con respecto a la Reina y el gobierno británicos) de que un día el presidente de la República Francesa se convierta al islam o de que la bandera negra del califato ondee sobre el Palais de l’Élysée.[31]

La situación de Gran Bretaña es considerablemente distinta a la de Francia. Los radicales de la diáspora musulmana en Gran Bretaña consideran su comunidad religiosa no sólo un lugar de protección y apoyo mutuo, sino también la base sobre la que organizar un ataque militante contra la sociedad y el Estado británicos.[32] No se refieren a ellos mismos como “musulmanes británicos”, sino como “musulmanes en Gran Bretaña”. En el día a día hablan mayoritariamente el urdu que hablaban en Pakistán; sólo utilizan el inglés como medio de propagación de sus mensajes militantes, con los que pretenden llegar al mayor número de personas posible. Sus carismáticos líderes, algunos de los cuales proceden de Oriente Próximo, gozan de asilo pero no muestran el menor escrúpulo a la hora de hacer un llamamiento a la eliminación del decadente e inmoral sistema occidental, incluido el de Gran Bretaña, que pretenden reemplazar con un califato mundial.[33]

Existen varios factores que podrían ayudar a explicar las diferentes formas y trayectorias adoptadas por los procesos de radicalización en Francia y el Reino Unido. Lo que resulta más importante es que quienes protestan en Francia lo hacen desde una perspectiva secular, mientras que los que lo hacen en Gran Bretaña persiguen un proyecto claramente musulmán, aspecto este que llama nuestra atención sobre el papel de la religión en las diásporas.

(4) La religión y la radicalización religiosa en la diáspora

Una religión distinta a la de la sociedad de acogida no es necesariamente una característica de las comunidades en la diáspora. Sin embargo, cuando la situación de diáspora de un grupo coincide con una determinada religión distinta, esa religión adquiere una importancia crucial en la relación de los inmigrantes con la sociedad que los recibe. Los enclaves islámicos en Europa Occidental no son ni mucho menos los únicos ejemplos de este fenómeno. Cuando los alemanes emigraron a América Latina en el siglo XIX, los que eran protestantes pasaron a considerar su confesión el rasgo determinante que los diferenciaba de los criollos.[34] Por el contrario, los católicos irlandeses tendieron a crear colonias propias en la sociedad estadounidense predominantemente protestante. Donde mejor queda reflejada la importancia de la religión es en el caso de los judíos, quienes, hasta hoy, conservan su culto religioso y sus costumbres aun en países en los que están relativamente bien integrados (como EEUU), manteniendo así una fina pero nítida línea divisoria entre ellos y la sociedad que los ha acogido.

La especial atención prestada a las cuestiones religiosas se podría atribuir probablemente al hecho de que, en tiempos y situaciones difíciles (como la experiencia de la diáspora), la religión y sus representantes suelen asumir funciones que van más allá de la pura regulación de las actitudes de las personas con respecto a la muerte y el más allá. En la diáspora, los clérigos ayudan a los pobres y los desesperados con dificultades a hacer frente a su nueva situación y, por otro lado, también recuerdan a quienes logran triunfar en la nueva sociedad que no deben olvidar a aquéllos menos afortunados.[35] En otras palabras, desempeñan una función social, además de religiosa, y garantizan un mínimo nivel de cohesión y solidaridad en una comunidad dividida por tensiones internas y fuerzas centrífugas. En estas comunidades, la religión ejerce una especie de sutil control social: de cara al mundo exterior, se convierte en su principal seña de identidad.

Estas funciones adicionales desempeñadas por la religión en la diáspora influyen en la forma en que la religión es percibida y practicada por los miembros de ésta. Esto ha quedado ampliamente demostrado en estudios sobre el papel del islam en la comunidad turca de Alemania. La mayoría de estos estudios coinciden en que los turcos que viven en el extranjero son mucho más conscientes de su religión, sus mandatos, sus prohibiciones y sus prescripciones rituales que cuando vivían en su país de origen.[36] En una sociedad altamente secularizada o en la que predomina otra fe, las normas y los rituales religiosos despiertan curiosidad y en ocasiones generan críticas. Los niños musulmanes tienen que explicar a sus compañeros de escuela por qué practican ciertos cultos y respetan ciertos mandatos, y a la vez plantean esas mismas preguntas a sus padres al llegar a casa. Como consecuencia de esas preguntas constantes sobre su fe, los musulmanes del extranjero reflexionan más intensamente de lo que lo harían en sus países sobre el significado del Corán y de las normas que establece, y al mismo tiempo, discuten estas cuestiones con otros inmigrantes para poder defender y justificar su adhesión a dicha religión ante la postura crítica de la sociedad de acogida.

Un mayor nivel de conciencia religiosa no tiene por qué llevar necesariamente a una radicalización religiosa y mucho menos incitar a la violencia. Lo que hemos dicho de la inmigración en general se aplica también a su aspecto religioso: se trata fundamentalmente de un desafío, tanto para los individuos como para sus familias, y como tal abre la puerta a distintas respuestas. La radicalización (la adopción de una actitud religiosa ortodoxa y fundamentalista) no es más que una de las posibles opciones. Por norma general sólo un porcentaje minoritario de los miembros de la diáspora adopta una postura radical; la mayoría de los miembros optan por soluciones “menos radicales” que les permitan conciliar, al menos en cierta medida, los principios de su fe con las exigencias del entorno social, económico y político al que están expuestos de forma constante.[37]

Aunque la opción radical es elegida tan sólo por una pequeña minoría, una postura religiosa dogmática e intransigente suele tener un impacto considerable tanto en la diáspora como en la evolución de dicha religión en general. Desde un punto de vista histórico, la emigración y la diáspora han solido ser el punto de partida de movimientos de reforma y renovación religiosa. De nuevo en este caso el ejemplo clásico son los judíos que, cuando abandonaron Egipto bajo el carismático liderazgo de Moisés, hicieron un pacto con Yavé para que los guiara y protegiera. Según el egiptólogo Jan Assmann, ése fue el momento histórico en el que se “inventó” el monoteísmo: “Desde dentro, en el sentido de una evolución gradual, la humanidad nunca habría llegado al monoteísmo. El monoteísmo es objeto de un éxodo, delimitación, conversión, revolución, giro e innovación radical, que están vinculados al igualmente radical abandono, rechazo y negación de lo antiguo”.[38] La doble utilización por parte de Assmann de la palabra “radical” en un pasaje tan corto para subrayar el cambio fundamental que el pacto con Yavé supuso para el pueblo judío no es accidental. También el exilio babilónico desencadenó un enorme esfuerzo de interpretación de este desastre colectivo desde un punto de vista religioso por parte de la comunidad judía. Contribuyó al surgimiento de una teología profética de oposición que situó los orígenes de la catástrofe en el comportamiento pecaminoso del pueblo judío.[39]

Por lo que respecta al islam, dos ejemplos bastan para demostrar el efecto estimulador de las experiencias del exilio o la diáspora en la religiosidad. Uno de estos ejemplos es el de Sayyid Qutb, uno de los fundadores y líderes del salafismo dogmático en su forma moderna. Qutb ya era un musulmán convencido y un individuo adulto cuando abandonó su país de origen, Egipto, para pasar varios años estudiando en EEUU. Su biografía cuenta cómo, para cuando regresó de su estancia en el extranjero, su visión escéptica de Occidente se había convertido en una crítica abierta de su forma de vida decadente e inmoral. Al mismo tiempo, Qutb había adoptado una versión extrema y fundamentalista del islamismo.[40] El otro ejemplo es el de los imanes que residían en Londres en la década de 1990 tras haber sido expulsados de sus países de origen en Oriente Próximo. El hecho de que se les concediera asilo no aumentó su tolerancia con respecto al estilo de vida del país de acogida, el Reino Unido; más bien agravó su dogmatismo y su actitud crítica de cara a Occidente.[41]

Esto nos lleva al escenario islamista radical de hoy en día. La mayoría de los expertos establecen una distinción entre dos ramas distintas del islamismo militante: por un lado están los grupos con base territorial y con objetivos políticos concretos, como por ejemplo en Líbano, Palestina, Chechenia o Argelia; y por otro lado están las células y las redes radicales implicadas en la yihad mundial.[42] Pueden existir casos intermedios como el de Marruecos, cuyos sectores radicales quieren transformar su propio país en una fortaleza del islamismo ortodoxo y al mismo tiempo planean reconquistar España, el antiguo “Al Andalus”, y recuperarlo para su fe. Pero en general las dos ramas de radicales no sólo persiguen objetivos distintos, sino que además también reclutan a sus seguidores de entre sectores distintos de población. Mientras que la primera rama atrae a militantes que viven en la zona o en la región por la que luchan los radicales, las células que pretenden combatir a Occidente en general y estar en vías de establecer un califato mundial (la visión de al-Qaeda inspirada en Bin Laden y al Zawahiri) se nutren fundamentalmente de jóvenes musulmanes que viven en Occidente.

Según la descripción que Olivier Roy hace de los miembros de los grupos y las células que han surgido en Occidente, la mayoría de esos militantes no han recibido una educación religiosa ni están familiarizados con el Corán o con el islam en general. Han dejado de mantener fuertes vínculos con su comunidad de origen y en su mayoría han roto con la comunidad étnico-religiosa en la diáspora y con su familia dentro de ésta. Estos militantes están ampliamente occidentalizados y optan por adoptar una versión fundamentalista del islam por decisión puramente individual, de forma parecida a quienes deciden abandonar su fe cristiana y convertirse al islamismo.

Para entender el proceso que lleva a estos jóvenes a adoptar tal decisión quizás resulte de ayuda compararles con las personas que, en una situación parecida de exilio o diáspora, se convierten en fanáticos nacionalistas. Estos últimos optan por su país de origen en una situación en la que tienen que enfrentarse a dos identidades y culturas nacionales. Ensalzan dicho país, se identifican con él y se distancian de la sociedad que los acoge en un plano espiritual. Sin embargo, los jóvenes que se convierten en fanáticos religiosos se posicionan más allá de cualquier sociedad o cultura en particular. En su caso, el hecho de estar divididos entre dos países y culturas distintos se convierte en el punto de partida para avanzar hacia un nivel superior, más general, de adhesión e identificación. En la superficie estos dos procesos se parecen: en ambos, una situación de ambivalencia e inseguridad existencial es reemplazada por un riguroso control y una clara orientación. Sin embargo, este paralelismo podría inducir a error. Distanciarse de toda cultura, sociedad o territorio concreto por motivos religiosos es cuantitativamente distinto a elegir entre dos (o más) países, culturas y tradiciones.

La característica más llamativa del radicalismo religioso, que al mismo tiempo diferencia entre los yihadistas mundiales y sus “hermanos” de los grupos militantes de Gaza o el Sur del Líbano, más arraigados, es lo abstracto de sus principios, objetivos y reivindicaciones.[43] Quienes apoyan el islamismo mundial predican una fe disociada de toda especificidad cultural o regional, una fe de principios y normas abstractos que pueda aplicarse a cualquier sociedad. Tanto sus enemigos (EEUU, Occidente en general, o todos los infieles) como los planes que persiguen y sus supuestos seguidores y partidarios se sitúan en una nebulosa. Además, para dirigirse a ellos se emplea un lenguaje muy general que hace difícil identificar algo tangible y concreto.

Probablemente sea por esta orientación tan impersonal y abstracta (a menudo considerada una característica general del monoteísmo)[44] por lo que estos radicales son capaces de asesinar a civiles inocentes en sus atentados terroristas, e incluso se sienten obligados a hacerlo, aun cuando dichos civiles pertenezcan a la sociedad en la que los propios radicales han crecido y se han socializado. Encerrados en sus pequeñas células, comunicándose exclusivamente entre ellos, los radicales van perdiendo poco a poco todo contacto con la realidad y terminan percibiendo su mundo exclusivamente a través de las lentes en blanco y negro de su doctrina.

Esto no es un fenómeno nuevo. Hace 50 años un sociólogo norteamericano de origen ruso, Vladimir Nahirny, acuñó el término “grupo ideológico” para las células militantes con una visión del mundo abstracta y totalizadora (es decir, como las de la actual yihad mundial). Nahirny basó su concepto en el ejemplo empírico de los anarquistas rusos del siglo XIX, y en especial los de la organización Narodnaja Volja, pero los rasgos que establece pueden aplicarse fácilmente a los yihadistas mundiales:[45]

En el caso analizado por Nahirny, estos impersonales vectores de afectividad y creencias fueron los campesinos. Nahirny cita a un miembro del movimiento anarquista que habría dicho que “lo que atrajo toda nuestra atención, lo que nos gustó, lo que hizo que sacrificáramos todo para mejorar su vida, no fue el campesino concreto y real; al que deseábamos el bien y amábamos era al campesino abstracto”. Soy de la opinión de que lo mismo podría decirse de los jóvenes musulmanes radicalizados en las actuales comunidades de la diáspora, que ven sufrir a sus hermanos en la fe en alguna parte del mundo y deciden unirse a la yihad mundial para vengarlos.

Al final de su artículo, Nahirny plantea la cuestión de qué tipo de persona se ve atraída por los grupos ideológicos y de qué entornos sociales se nutren sus filas. Su respuesta es que los ideales utópicos de los grupos ideológicos encuentran un público especialmente receptivo entre los jóvenes situados al margen de las relaciones sociales normales y que se sienten alienados y desarraigados, personas que no pertenecen a ningún lugar. “La categoría de individuos más proclive a unirse a formaciones ideológicas sería la de aquéllos sin responsabilidades personales que por un motivo u otro han abandonado todo tipo de apego personal y vínculos primordiales y que no están atados, como lo están los adultos, a obligaciones específicas con respecto a asociaciones y grupos corporativos”.[46]

Aislamiento social, falta de responsabilidad social y ausencia de obligaciones: tres características que nos llevan de vuelta a la diferenciación entre los yihadistas de orientación nacional y los de orientación mundial. Los islamistas militantes que defienden un determinado territorio o lo reivindican para su grupo étnico-religioso no están aislados socialmente ni mucho menos. En su mayoría forman parte de una comunidad radical que les apoya y que respalda sus ataques armados, pero al mismo tiempo les impide actuar arbitrariamente. Los ataques excesivamente brutales y los actos que provocan duras medidas de represión sin un éxito visible o simbólico que lo compense pueden costarles a los terroristas el respaldo de la población de cuyo apoyo dependen. Por ello, los líderes de los terroristas se ven obligados a tener en cuenta las consecuencias de sus actos de violencia en los grupos sociales que tratan de defender y a quienes afirman representar. Estos grupos constituyen la base social de su lucha pero también le imponen ciertas limitaciones.[47]

Sin embargo, los yihadistas que no están vinculados a ningún territorio o población sino que siguen sus ideas y principios religiosos abstractos no tienen limitaciones de este tipo. No sienten que tengan que rendir cuentas a nadie; la única responsabilidad que aceptan es de cara a su propio proyecto fundamentalista, lo que les impulsa a no hacer concesiones de ningún tipo. Discuten sus planes exclusivamente con camaradas que comparten su actitud intransigente y su versión dicotómica del mundo. Éste es uno de los motivos por los que la red de yihadistas mundiales resulta particularmente peligrosa.

Peter Waldmann
Catedrático emérito de Sociología política de la Universidad de Augsburgo

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[1] Merton (1967).

[2] Safran (1991); Clifford (1994); Cohen (1999); Krings (2003); Mayer (2005).

[3] Mayer (2005), pp. 31 y ss.

[4] Cohen (1997), capítulos 3 y 4.

[5] Krings (2003), p. 137.

[6] Safran (1991), p. 83. En este artículo se analizan en profundidad los criterios para la delimitación del concepto y se citan numerosos ejemplos.

[7] Schiffauer (2004), p. 348.

[8] Cohen (1997), p. 26; véase también Krings (2003), p. 147.

[9] Schiffauer (2004), pp. 353 y ss.; Schiffauer (1999); Cesari (1994), p. 112.

[10] Clifford (1994), p. 312.

[11] Hettlage (1993), p. 90; Schiffauer (1999), p. 17.

[12] Actualmente la teoría de desafío-respuesta se aplica muy rara vez a las ciencias sociales. Desarrollada en su día por el historiador Arnold Toynbee, sólo se empleó en el enfoque de “teoría de la crisis” de las ciencias políticas (Toynbee, 1949; Binder, 1971; y Rokkan, 1971).

[13] En este contexto, la emigración a las grandes ciudades desempeña un papel fundamental. En el país de origen suele ser el primer paso antes de empezar a planear la emigración a otro país (Scheffler, 1985, p. 193).

[14] Un buen ejemplo es Necla Kelek, autora de un conocido libro en el que denuncia la práctica, aún habitual entre los turcos de Alemania, de casar a sus hijas con primos de Turquía a los que no han visto nunca (Kelek, 2006).

[15] Gilroy (1999); Hall (1999). Para obtener una crítica de esta visión optimista, véase Schiffauer (2004), pp. 348 y ss.

[16] Cesari (2004), pp. 69 y ss.; Tietze (2001), pp. 9 y ss.; Roy (2003), p. 2; Schiffauer (2004), pp. 356 y ss.

[17] Bendel (2004).

[18] LaPiere (1934/35).

[19] Waldmann (2009), p. 38.

[20] Worbs y Heckmann (2004), p. 194, hablan de una “identidad de retazos” (patchwork identity) en este contexto.

[21] Erikson (1991), pp. 228 y ss.; Noack (2005), pp. 179 y ss.

[22] Para acceder a información sobre la diferencia entre segregación voluntaria y exclusión forzosa de un grupo, véase Krings (2003), p. 149.

[23] Safran (1991), p. 88; Clifford (1994), p. 307.

[24] Scheffler (1985), pp. 192 y ss. Anthony Smith fue uno de los primeros en destacar que el nacionalismo en los países menos desarrollados se debía a las estancias de sus elites en países de Europa Occidental (Smith, 1971).

[25] Anderson (1994).

[26] Angoustures y Pascal (1999), pp. 406 y ss. y 410 y ss.; Radtke (2005); para obtener información sobre la influencia del GIA en los inmigrantes argelinos de Francia, véase Lia y Kjok (2001).

[27] Para obtener información sobre el grupo de Kaplan, véase Schiffauer (2000); y para obtener información sobre el apoyo recibido por el IRA en EEUU, véase Clark (1977).

[28] Thomas (2005).

[29] Angoustures y Pascal (1999), pp. 427 y ss.

[30] Roy (2004), pp. 50 y 143; Khosrokhavar (1996); Cesari habla de un “combat pour la citoyenneté” (1994, p. 117).

[31] Thomas (2005), p. 104.

[32] Thomas (2005), pp. 65 y ss. y 100 y ss.; para información sobre la situación de los musulmanes en el Reino Unido y sobre la política migratoria de este país en general véanse Lewis (1994), Rex (2003) y Peach (2005).

[33] Huband (2006).

[34] Blancpain (1974), pp. 602 y ss.

[35] El deber de ayudarse mutuamente forma parte de la ética de fraternidad común a las tres religiones abrahámicas (Kippenberg, 2008, pp. 32 y ss.).

[36] Frese (2002); Mihciyazgan (2004).

[37] Las distintas reacciones han sido demostradas empíricamente en lo que respecta a los musulmanes que residen en Francia (Cesari, 2004, pp. 69 y ss.; y Tietze, 2001, pp. 85 y ss.). Para la situación en Alemania véase Worbs y Heckmann (2004), pp. 183 y ss.

[38] Albertz (1992), pp. 73 y ss.; Assmann (2003), p. 162.

[39] Albertz (1992), pp. 383 y ss.

[40] Wright (2007), pp. 12 y ss.

[41] Thomas (2005), pp. 65 y ss.

[42] Roy (2003), pp. 1 y 2; Roy (2004), capítulos 1, 6 y 7; Waldmann, Sirseloudi y Malthaner (2006).

[43] Waldmann (2009), p. 63.

[44] Assmann (2005).

[45] Nahirny (1961/62).

[46] Nahirny (1961/62), p. 405.

[47] Waldmann (2005).