īPoderesī, Llātzer Moix

Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno con Felipe González, se ganó fama de lengua viperina. Sus pullas eran corrosivas como las de Marcial o Rivarol. De Margaret Thatcher dijo que, en lugar de desodorante, usaba tres en uno. Y de Soledad Becerril, que era como Carlos II vestido de Mariquita Pérez. Pero acaso su frase más célebre sea "Montesquieu ha muerto". La dijo en los ochenta, cuando fue reformada la ley orgánica del Poder Judicial y se facultó al Parlamento como elector de la crema de la judicatura.

Como bien sabe el lector, el barón de Montesquieu consideraba que el poder ilimitado conduce inexorablemente a su destrucción (y no sólo a la suya). Por eso escribió Del espíritu de las leyes,abogando por una reforma social en la que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial fueran independientes y se contrapesaran. En teoría, sus ideas nos gustan mucho. Pero en la práctica, en España, las atropellamos a diario. Lo que en tiempos de Guerra era una semilla negra hoy es una robusta enredadera que nos abraza y asfixia. La intrusión del poder político en el judicial es constante, ya hablemos del Tribunal Constitucional, del Estatut o de la causa contra Garzón. No podía ser de otro modo, dado que desde el poder político se ha alentado la elección de magistrados para los altos tribunales primando su conservadurismo o su progresismo sobre su ecuanimidad.

El nudo de la politización de la justicia debería deshacerse ya. Pero nada indica que eso vaya a suceder, pese a las iniciativas profesionales en tal línea. Al contrario: ese nudo se estrecha más y más, con serio riesgo para nuestra democracia. En esta tesitura, que un marino no dudaría en definir como rumbo de colisión,a veces sueño que se podría reaccionar, siquiera parcialmente, mediante una mayor judicialización de la política. No se trataría de llevar a sus últimas consecuencias el Todos a la cárcel que esbozó Berlanga en su farsa cinematográfica de 1993, rebosante de chanchullos políticos y económicos. Pero sí al menos de intentar regenerar la acción política; por ejemplo, sancionando con rigor los casos de corrupción. ¿Sucede algo de esto? Qué va. Asistimos a una serie de revelaciones perfectamente escandalosas, que las formaciones políticas afectadas niegan o minimizan, puesto que las encuestas les dicen que no asustan a su elector. El mensaje que nos llega es este: la confusión de poderes interesa, el delito público paga y la impunidad es posible.

En resumen, tenemos un poder judicial politizado, un poder político que sabe burlar al judicial, un poder ejecutivo como ausente, un poder legislativo que, digámoslo suavemente, tuvo días mejores... Y, corriendo tras ellos, tenemos a partidos políticos dispuestos a hacer bueno a Alfonso Guerra. ¡Pobre Montesquieu! ¡Pobres de nosotros! ¿Será verdad, como dijo el autor francés, que a los hombres no hay que llorarlos cuando mueren, sino cuando nacen?

9-V-10, Llàtzer Moix, lavanguardia