´Maldito alzheimer´, Susana Quadrado

Al final todo se resuelve en palabras. La fuerza de la palabra. Es curioso comprobar cómo alguien es capaz de contarle su vida a un extraño en los lugares más inesperados, y encontrar consuelo. Todo sucede en una anodina sala de espera de un hospital. La mujer levanta la mirada buscando la del extraño que se sienta frente a ella. No hay nadie más. Unos metros más allá, en la habitación 207, su marido se recupera de una intervención menor. Sin demasiados prolegómenos, un rapto de sinceridad:

- Mi marido va bien, vaya, que esto no es nada. Pero es que yo... yo estoy agotada, no me queda ni ánimo. Mi madre tiene alzheimer y ¡no puedo más!

La mujer busca la complicidad del extraño, como lo haría en la consulta del psicoanalista o en la intimidad de un confesionario. Su historia tiene trazas de monólogo melodramático. Sin lágrimas, porque su dolor es seco. Aunque se diga que sólo las lágrimas o la risa pretenden tener más poder que la palabra, no es así. El extraño, sin salir de su asombro, no puede más que escuchar y asentir.

La mujer tiene sesenta años recién estrenados, bien llevados, y dos hijos varones fuera del nido. Hija única, considera que esta condición la obliga a cuidar de su madre. Y explica con evidente remordimiento que se ha planteado ingresarla en una residencia, pero que lo sigue descartando.

- El final siempre parece estar cerca. ¿Debo sentir culpa por pensarlo?

El extraño enmudece. Espera ella unos segundos antes de empezar a describir un corto viaje a su vida, donde todo está en desorden. Su madre tiene 86 años, viuda desde hace quince, con alzheimer desde hace seis. Primero creyó que la anciana se olvidaba de apagar las luces de la casa o quemaba la comida por una mera distracción. Luego vinieron los grandes olvidos, las salidas de casa en camisón, las repeticiones sin sentido, los gritos en mitad de la noche... "Hemos pasado por todas las etapas". Hoy no reconoce ni a su yerno. La relación con la hija es un incendio. Esta demencia que borra los recuerdos y que deja sin perspectiva, sin cimientos, es algo serio y la mujer de la sala de espera se reconoce prisionera. Como dentro de un agujero negro. Aparece rendida y recuerda con añoranza los tiempos en que regentaba su tienda y al mismo tiempo criaba a sus hijos.

- Nunca dejé de trabajar. Y ahora he tenido que prejubilarme. El tiempo ya no es mío, pero el mundo sigue girando.

Vale oro esa sinceridad porque el suyo es el mismo tour de force de tantas otras mujeres, compañeras o hijas de alguien perdido en la maraña del alzheimer. Estos enfermos se cuentan en España por miles, hasta un millón.

La enfermera avisa de que ya ha hecho las curas. Ya se puede entrar en la 207. La mujer se despide. Sonríe aliviada. El extraño se sabe dueño de una confidencia cuando cae en la cuenta de que ni siquiera le ha preguntado su nombre.

17-VI-10, Susana Quadrado, lavanguardia