´Mitchell y la ciudad digital´, Manuel Castells

Ha muerto en Boston, a los 65 años, William Mitchell, referencia mundial en el pensamiento y el diseño urbanístico de la era digital. Fue decano de Arquitectura y Urbanismo del MIT, donde también dirigió el legendario Media Lab. Su obra es un despliegue multiforme de creatividad. Pensó, investigó, escribió libros esenciales y teorizó las nuevas formas urbanas que están emergiendo en un híbrido entre lo físico y lo virtual, constituyendo la ciudad digital del siglo XXI, tal como anunció en su libro E-topía (traducido al castellano, como mucha de su obra). Su influencia en arquitectura es inmensa porque fue el diseñador de programas informáticos que están detrás de la obra de Frank Gehry y otros muchos. Fue el gran inspirador del uso de los ordenadores en la arquitectura, pero lo hizo desde la convicción de que las formas son esenciales y de que la informática debía estar al servicio de la creación del arquitecto en lugar de fabricar diseños como churros. Esa pasión por la arquitectura pudo expresarse plenamente cuando en la última década fue asesor del presidente del MIT para la renovación del histórico campus neoclásico a orillas del río Charles, que separa Cambridge de Boston. Ofreció la posibilidad de crear a algunos de los mejores arquitectos del mundo: Frank Gehry, Kevin Roche, Steven Holl, Charles Correa construyeron edificios emblemáticos que hicieron del campus del MIT una extraordinaria síntesis entre ciencia, tecnología y estética, en contraste con el adocenado entorno de Harvard. Aunque el edificio favorito de Mitchell era el recién inaugurado nuevo complejo del Media Lab diseñado por Fumihiko Maki. En ese edificio se ha celebrado su funeral.

Bill, como le llamábamos sus amigos, nació en una zona pobre de la Australia rural, estudió con becas y llegó a graduarse en Yale y en Cambridge. Dirigió el departamento de Arquitectura de UCLA y luego el de Harvard hasta llegar al MIT. Nunca olvidó sus orígenes humildes y se ocupó de que los estudiantes, en todos los niveles del MIT, fueran asociados a proyectos que contaban entre los más avanzados del mundo. Fue a partir de estudiantes como construyó el gran proyecto de su vida, el grupo de investigación aplicada de Ciudades Inteligentes, que ideó tecnologías adaptadas a las necesidades de los habitantes de las ciudades. Sus últimos diseños se centraron en el desarrollo de transporte sostenible individual, en particular el City Car, un miniautomóvil biplaza que lleva toda la maquinaria del coche en las ruedas, enteramente eléctrico y recargable fácilmente. Es plegable y se apila como los carritos de los supermercados, recargándose con la electricidad acumulada por los coches que esperan en la pila. Una vez comercializado, funcionará con un sistema similar a lo que conocemos como el bicing en Barcelona y otras ciudades. Es decir, con líneas de coches para uso público aparcados en distintas zonas de la ciudad y activados con una tarjeta personalizada pagada por abono mensual. Con la diferencia de que todas las preferencias del conductor están en la tarjeta, de modo que al activar el coche se engalana con el color preferido, reclina el asiento a la medida y conecta la música favorita.

El coche es operativo y la mayor alegría de Bill antes de morir fue que el MIT firmó un contrato con una empresa para iniciar la producción. ¿Y sabe qué? Es una empresa vasca. También diseñó el RoboScooter, el mismo concepto del City Car aplicado a motocicletas, que ya se está produciendo en Taiwán. Y el GreenWheel, una bicicleta eléctrica cargada por energía fotovoltaica regenerada y transmitida de bicicleta a bicicleta. Bill siempre me dijo que él no era un teórico como yo, sino un diseñador. Le gustaba ver en la práctica que sus conceptos servían a la gente. Él y sus estudiantes trabajaron en Catalunya y en España. Con el apoyo de la innovadora titular de la Generalitat, Marta Continente, su equipo desplegó una red móvil de identificación de lugares públicos haciendo hablar interactivamente a los edificios históricos con sus visitantes en distintos puntos de Catalunya. Y dirigió un equipo urbanístico del MIT que creó la Milla Digital en Zaragoza y diseñó el pabellón del Agua de la Expo del 2008 mediante sensores que retiraban las aguas al paso de los viandantes como si fueran Moisés. Todas estas innovaciones no eran gadgets, sino que significaban el poner la capacidad tecnológica al servicio de una ciudad diseñada para los ciudadanos, tanto para lo práctico como para lo lúdico, siempre cuidando la estética, porque, como él decía, el placer de estar trabajando y sintiendo en el espacio público nunca podrá sentirse en internet. De ahí su teoría de la ciudad híbrida, con conexiones ubicuas inalámbricas, donde los puestos de trabajo se distribuyen en el espacio, adaptándose al entorno propio de cada lugar sin perder la conexión con las personas, las informaciones y las tareas por hacer. Su ciudad es un espacio para estar y hacer, superponiendo una invisible capa de comunicación que arropa y acompaña menos cuando necesitamos el regusto de la soledad. Su ciudad mental está llena de rincones acogedores como los que pueblan el edificio Stata que alberga los estudios de informática del MIT: formas revolucionarias por fuera, múltiples recovecos en espacios de madera clara por dentro, con ágoras al aire libre suspirando por un clima mediterráneo para desarrollar su promesa.La obra de Mitchell es un hito fundamental en la historia del pensamiento y la práctica urbanística, pues en su ciudad digital la tecnología se enlaza con la belleza y arrullan nuestra vivencia, si es que nos dejamos arrullar. Por eso estas líneas no son una necrológica, sino otra ventana abierta al mundo desde mi página de observación global. Una ventana que permite entrever esa ciudad digital posible hecha de amor a la vida y cincelada en ingeniería sensual. Bill Mitchell vivirá por siempre en los espacios habitados por generaciones futuras. Ahora, déjenme llorar.

19-VI-10, Manuel Castells, lavanguardia