´Veo cruzar las vías a menudo´, Francesc-Marc Álvaro

Utilizo casi a diario el servicio de cercanías de Renfe. Lo hago desde hace muchos años, como miles de personas que viven en la gran conurbación barcelonesa. Muy a menudo, en una u otra estación de mi recorrido habitual y a diversas horas del día, veo cruzar las vías a alguna persona, a pesar de los avisos constantes que salen de los altavoces y de las indicaciones que señalan los pasos subterráneos que utiliza la mayoría. Dado que para cruzar las vías se requiere una cierta agilidad, acostumbra a ser gente joven la que lo hace, aunque también he observado a algún veterano imitando esta temeraria práctica. A veces, el espectáculo, además de provocar la lógica inquietud, resulta especialmente penoso y agobiante pues no es fácil para todo el mundo salir y entrar con rapidez en el foso por donde discurren las vías.

La palabra imprudencia sobrevuela los desgraciados hechos ocurridos en Castelldefels en la verbena de Sant Joan. Pero siempre que soy testigo del acto de cruzar las vías a la buena de Dios, más que pensar en la imprudencia de los que se arriesgan a pasar por donde no deben, pienso en otra cosa. Pienso en la impaciencia y en el valor que tiene el tiempo para cada hijo de vecino. Las ganas de salir pronto de la estación no son exclusivas de una noche festiva, aparecen también los días laborables, cuando la gente se apresura para llegar a sus lugares de trabajo y estudio o, más tarde, cuando tiene prisa por llegar a sus hogares.

Es fácil que, a ciertas horas, se creen colas para transitar por los pasos subterráneos, algo que sólo reclama un poco de paciencia y civismo por parte de todos. Las colas no nos gustan, claro está. Pero son inevitables y necesarias algunas veces. Para utilizar los pasos subterráneos de las estaciones ferroviarias en las horas punta hay que hacer cola, lo cual ralentiza nuestro paso. Se trata sólo de eso, de unos pocos minutos de lentitud. Una pequeñísima incomodidad que asumimos sin pensar en ello, por rutina, por sentido común y por seguridad personal y colectiva. La mayoría la asume, pero a algunos les puede la prisa, sea un día ordinario o sea una noche de verbena.

Impaciencia más que imprudencia. O impaciencia que conduce a la imprudencia. Pongan ustedes la etiqueta que les plazca. Leo en la edición digital de La Vanguardia que algunos lectores proponen la instalación de vallas para evitar que la gente siga cruzando. El debate está servido. Es bueno recordar que las posibilidades de riesgo en nuestra vida cotidiana son infinitas, por muchos avisos que se hagan y por muchas vallas que se coloquen. La libertad, a veces, conduce a decisiones fatales. ¿Era indispensable y obligado cruzar las vías para poder salir de la estación? Esta es la pregunta central del suceso. Con todo el respeto por las víctimas, los datos que tenemos indican claramente que no.

25-VI-10, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia