´Derrotados´, M. Dolores García

En junio del 451, en algún lugar del nordeste francés, junto al río Marne, tuvo lugar una de las contiendas más sangrientas que relatan las crónicas antiguas. La batalla de los Cataláunicos enfrentó a una coalición romana liderada por Flavio Aecio y a los hunos comandados por el temible Atila. En toda lid es preciso que la historia designe a un vencedor, y en este caso podrían otorgarse los laureles del triunfo al romano, aunque sólo fuera por haber frenado los ímpetus del bárbaro. Sin embargo, Flavio Aecio apenas era una sombra del poderío de los generales imperiales de antaño y tampoco Atila puede decirse que saliera bien parado del choque. Así que un campo trillado de miles de cadáveres fue el principal resultado de aquella batalla. Los campesinos siguieron desenterrando huesos y armas de los campos Cataláunicos durante décadas.

Comparar a los dos contendientes de aquel combate con las fuerzas que ahora se debaten a favor y en contra del Estatut sería descabellado por simplista, pero sí nos sirve para recordar que hay batallas en las que nadie sale victorioso. Hay enfrentamientos que sólo pueden pasar a la historia como el broche infame de un periodo de decadencia. El imperio se resistía a su ocaso por aquel 451, mientras el declive de nuestra política de hoy se certificó ayer en la sentencia del Estatut.

Tres años de negociaciones en Catalunya que rozaron la mezquindad en algún momento parieron un texto plagado de apostillas con las que, se suponía, íbamos a esquivar toda pretensión centralizadora, un contrato en el que, de tantas cláusulas de salvaguarda, al final uno no logra discernir qué deseaba realmente preservar. El articulado estatutario es algo así como una caja de tiritas, apósitos para colocarse antes de sufrir el arañazo. Un Estatut, sin embargo, votado por los catalanes en referéndum y, por tanto, hecho suyo mediante un método democrático.

Después se han sucedido cuatro años de deliberaciones por parte de unos magistrados que han logrado tirar por la borda el buen nombre de una de las instituciones fundamentales del Estado. Un grupo de arrogantes personajes que se han creído movidos por una misión histórica: poner en su sitio a los catalanes. Como si cuatro remiendos al Estatut tuvieran la virtud de anular sentimientos. Unos magistrados que han estado a punto de contradecir a sus predecesores en su empeño por poner puertas al campo.

En estos cuatro años, el presidente de la Generalitat ha querido interpretar el papel de paladín del Estatut porque no hay nada mejor para forjarse una armadura que defender a una dama amenazada de ultraje, aunque sea enfrentándose a molinos de viento. Ayer no podía dar marcha atrás y rubricó esa estrategia colocándose el primero en la manifestación, tras la senyera, como el líder de un país indignado. Montilla planta cara así al Gobierno de Zapatero cuando este ya no sirve para ganar en Catalunya y, sobre todo, deja sin margen de maniobra a CiU. Si el president convoca una manifestación contra un ataque a Catalunya, ¿qué le resta al nacionalismo?

Cualquier respuesta que vaya más allá sería fácilmente tildada por Montilla de extremista y radicalizada. Y si CiU no se excita en mayor medida, puede ver menguadas sus expectativas en favor de ERC.

Sin embargo, ni Montilla ni sus socios han logrado convencer a nadie en estos cuatro años de que la aplicación de ese texto por el que tanto se ha batido y que, recordemos, ha estado este tiempo en vigor, ha mejorado en algo sustancial nuestras vidas. Ante esa evidencia, el contenido del Estatut ha dejado de ser aquel instrumento para el bienestar de Catalunya que vendía Saura en el primer mandato del tripartito para acabar siendo una cuestión de dignidad patria, de orgullo herido. La reacción indignada es inevitable.

Tras la sentencia, una parte de los catalanes creerá que le han arrebatado una parte fundamental de su identidad, la otra, simplemente, que le han estado tomando el pelo durante siete años. Los partidos de Catalunya también emitirán estos días su sentencia sobre la sentencia. De hecho, lo hicieron ayer con fruición tras un somero vistazo. Sus reacciones, no lo duden, no estarán motivadas tanto por el contenido del fallo, sino por tácticas electorales, que es de lo que se trata ahora, sin contar que abonarán una frustración colectiva que le tocará gestionar a quien gobierne. El campo va a quedar hecho unos zorros, yermo para la siembra durante algún tiempo. Hay batallas que nadie gana.

29-VI-10, M. Dolores García, lavanguardia