´¿Hablamos de acatar?´, Xavier Antich.

Hay palabras cuyo uso es realmente curioso. A fuerza de usarlas, sin que nadie sepa muy bien cómo, a veces su sentido acaba desfigurándose. Menos mal que ahí está el diccionario: para recordarnos lo que significan. Y, en estos casos, hay que ir con ojo, pues, al querer decir lo que pensamos que decimos, a veces acabamos por decir lo contrario de lo que creíamos pensar. O no, y entonces las palabras nos traicionan, confesando no lo que queríamos decir sino más bien lo que preferíamos callarnos. No se sabe qué es peor. El verbo acatar es una de estas curiosas palabras.

El diccionario de la Real Academia es preciso y explícito. Salvo tres usos calificados de anticuados ("mirar con atención"; "considerar bien algo" y "dicho de una cosa: tener relación o correspondencia con otra"), sólo reconoce dos únicos sentidos actualmente válidos: el primero, "tributar homenaje de sumisión y respeto"; y el segundo, "aceptar con sumisión una autoridad o unas normas legales, una orden, etc.". En ambos casos, como fácilmente puede observarse, la clave es la sumisión, es decir, también según la RAE, el sometimiento y la subordinación. Expresiones, todas ellas, que apelan a una relación desigual y jerárquica, no entre iguales, sino entre alguien que somete y alguien que debe ser sometido y sumiso. No parece demasiado subversivo pretender que el verbo acatar no es excesivamente adecuado para definir las relaciones políticas en un Estado de derecho y en un sistema democrático. Por ello, el pensamiento político prefiere un binomio más justo y preciso, que además es inseparable: asentimiento y derecho a disentir.

Planteadas las cosas en estos términos, no extraña que una de las nociones clave de la filosofía política de nuestro tiempo sea la desobediencia civil, que debe diferenciarse claramente del desacato. Este sólo puede darse ante la ley que obliga al sometimiento y la sumisión. La desobediencia civil, por el contrario, sólo puede darse dentro del marco constitucional del Estado democrático. Basta recordar a filósofos políticos tan poco sospechosos de radicalidad como Hannah Arendt, John Rawls, Jürgen Habermas o Ronald Dworkin. Cada uno a su modo, legitimó la desobediencia civil: como "un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley" (Rawls, Teoría de la justicia); o como "piedra de toque del Estado democrático de derecho" (Habermas, Escritos políticos). Pues "desobedecer la norma que vulnera nuestro derecho es hacer patente que somos sus titulares" (Dworkin, Los derechos en serio). Y es que "la desobediencia civil surge cuando un significativo número de ciudadanos ha llegado a convencerse de que ya no funcionan los canales normales de cambio y de que sus quejas no serán oídas o no darán lugar a acciones ulteriores" (Arendt, Crisis de la República). Es lo que hay.

30-VI-10, Xavier Antich, lavanguardia