´Valdenses, el alma calvinista de Italia´, María-Paz López

Los valdenses, seguidores de un movimiento cristiano surgido en el siglo XI y vinculado luego a la reforma calvinista, defienden su identidad religiosa en una Italia de mayoría católica y con el Papa omnipresente.
 
María-Paz López, 1-VIII-10, magazine
 
La nariz casi toca las rodillas al inclinarse para entrar en la Ghieisa d’la Tana, una agreste gruta alpina en la que, según la leyenda, se refugiaban los cristianos valdenses de siglos pasados durante las sangrientas incursiones de los católicos en sus aldeas. Los valdenses, seguidores de un movimiento cristiano surgido en el siglo XI, fueron acosados con saña, reos de haber suscrito la Reforma protestante, y de habitar además tierras italianas, donde la sombra del poder papal aleteaba sobre todo el territorio.

A la cueva se accede agachados y, una vez en sus entrañas, la variopinta excursión que recorre estos valles próximos a Turín, en el norte de Italia, asiste a un inesperado momento de oración de un grupo de luteranos alemanes, que encienden velas mientras desgranan plegarias en memoria de los perseguidos. Ahora, superados aquellos tiempos terribles, la comunidad valdense y su correligionaria metodista suman 30.000 fieles repartidos por varias ciudades de Italia, aunque la mayoría de los valdenses sigue viviendo en estos valles alpinos, aferrados a su protestantismo y a un entorno natural salpicado de reliquias de ese patrimonio de desdichas.
 


En realidad, el único protestantismo autóctono de Italia surgió en Francia en el siglo XI, cuando un mercader de Lyon llamado Valdo decidió deshacerse de sus pertenencias y emprender una vida de predicación y de retorno al cristianismo de los orígenes. “Es un personaje similar a Francisco de Asís, a pesar de que le precede en el tiempo –explica Mario Berutti, de 69 años, pastor valdense del pueblecito de Luserna–. La diferencia es que Francisco obtuvo el permiso del Papa para predicar, mientras que Valdo y sus discípulos fueron excomulgados.” No dejaron nada escrito; se sabe de ellos por los documentos de la Inquisición.

Hay en los valdenses pasión por la historia, y se comprende. Cada roca, cada iglesuela, cada prado, cada colina de estos parajes evoca en ellos un pasado durísimo. “Venimos una vez al año a Torre Pellice, y siempre hacemos alguno de los itinerarios históricos por los valles, para comprender mejor de dónde venimos y cómo se ha cimentado nuestra fe”, cuentan Alida Balma, de 76 años, y su marido, Giancarlo Monticelli, de 80 años, suizos de habla italiana, que viven en un pueblecito cerca de Lugano. En Torre Pellice, la localidad italiana de apenas cinco mil habitantes que alberga los principales edificios y organismos valdenses, se celebra cada agosto el sínodo anual.
 
Todavía hoy esta Iglesia cristiana se gobierna a través de un antiquísimo consejo, la Tabla Valdense, que encabeza el Moderador, el líder máximo de la comunidad. En el 2005, el sínodo eligió por primera vez para ese puesto a una mujer, la pastora y teóloga Maria Bonafede, de 55 años, y la reeligió en agosto del pasado año. La Iglesia valdense carece de obispos y jerarquías, funciona de modo asambleario, y su sínodo está formado a partes iguales por pastores y fieles laicos. “Nada en nuestras normas impedía que una mujer fuera Moderadora, pero hasta ahora no había ocurrido –aclara Bonafede en Torre Pellice–. Desde luego, eso da más fuerza a las mujeres de la Iglesia reformada.”

Aunque esta confesión cristiana abrió en 1961 el ministerio pastoral a las mujeres, a principios de los años setenta había sólo tres pastoras valdenses. Ahora, del centenar de pastores que comparten en Italia la Iglesia valdense y la Iglesia metodista, el 25% son mujeres. Para los fieles valdenses, ser un islote evangélico en un océano católico como el italiano marca mucho. “Mi hijo tiene ahora 21 años, y desde pequeño era el único exento de la clase de religión católica en la escuela; se sentía diferente, al crecer ha ido comprendiendo qué significa no ser católico en Italia”, arguye Maria Bonafede.
 
Sea como fuere, en los últimos tiempos se detecta en la sociedad italiana una creciente simpatía hacia los valdenses, que son percibidos como gentes cristianas con un estilo de vida, un rigor y una sobriedad cada vez más raros de encontrar, y al tiempo como ciudadanos radicalmente modernos y laicos. Eso se ve, por ejemplo, en el llamado ocho por mil, porcentaje del impuesto de la renta que los contribuyentes pueden destinar a distintas confesiones religiosas, fundaciones y ONG. “Hay 311.000 italianos que han dado su ocho por mil a los valdenses, que somos sólo 30.000 –dice el pastor Giuseppe Platone, de 62 años, director del semanario protestante Riforma–. Ni un euro va a parar a la fe; todo se destina a beneficencia y educación, y el 30% a proyectos en países en desarrollo.”
 
Así, una de las campañas publicitarias más recordadas sobre el destino de los dineros del ocho por mil valdense reza así: “Muchas escuelas, ninguna iglesia”. Esta gente tan cristiana y tan creyente resulta luego ser laica hasta la médula. Pudo apreciarse en el último sínodo, cuando los delegados aprobaron un documento sobre bioética e investigación con células madre que contenía aseveraciones muy alejadas de las que esgrime la Iglesia católica de Benedicto XVI. Fue aquel un sínodo chocante para el espectador habituado a la liturgia católica; se trataban temas muy serios, pero los delegados circulaban en mangas de camisa, y las delegadas, enfundadas en vestidos floreados, calzaban sandalias.

Era un sínodo campestre, con sol y montañas ahí fuera, mientras en el templo de Torre Pellice sonaba música de órgano, y el coro cantaba la consagración de dos pastores apenas treintañeros, toda una alegría para la comunidad valdense, pues como en todas las antiguas tierras de cristiandad, también aquí faltan vocaciones. “Nosotros no concebimos nuestro protestantismo como un desafío directo a la sociedad secularizada, ni al catolicismo –razona el teólogo Daniele Garrone–. En todo caso, nos preguntamos cómo nos las arreglamos protestantes y católicos hoy en día para ser cristianos. Y no queremos ser una minoría confesional polémica, agresiva y encerrada en sí misma.”
 
La secularización que vacía iglesias y da eternos motivos de queja a la jerarquía católica afecta a su vez a los valdenses, sobre todo porque apunta contra uno de los pilares de su identidad: la lectura cotidiana de la Biblia, un hábito difícil de transmitir a la juventud. “Mi abuela leía cada noche un pedacito de la Biblia antes de acostarse, eso la tranquilizaba, y era un momento de recogimiento y de acción de gracias por la jornada. Entonces en las bodas se regalaba a los novios una Biblia, que permanecía en la familia para siempre”, evoca Alma Genre, una enfermera de 39 años mientras visita el museíto de las mujeres valdenses de la aldea de Serre, con fotos e historias de maestras, niñeras, campesinas, obreras y misioneras.
 
Esa identidad y ese apego a la Biblia se forjaron en los valles alpinos en torno a Torre Pellice durante los siglos de la persecución civil y religiosa. En el villorrio de Chanforan, a poca distancia a pie desde la gruta de Ghieisa d’la Tana, un monolito recuerda la asamblea popular por la que los valdenses del siglo XVI, cercados por ese universo católico adverso, suscribieron la Reforma en su versión calvinista. Luego, cuando en 1848 el rey Carlos Alberto de Saboya les concedió derechos civiles, salieron de sus valles a predicar por toda la península. Por eso existen iglesias valdenses en Turín, Florencia, Milán, Nápoles, Palermo, Trieste, Génova y Roma; y la emigración exportó ese credo a Argentina y Uruguay, donde hay unos 15.000 fieles.

“La paradoja es que aquel gueto religioso y jurídico de los valles tenía vínculos europeos vastísimos, era muy cosmopolita”, afirma Daniele Garrone, de 55 años, decano de la Facultad de Teología Valdense de Roma, única facultad protestante de Italia, ubicada a sólo un kilómetro del Vaticano. Ese cosmopolitismo se explica por los idiomas, las escuelas, y las ganas de los países protestantes de fastidiar al poder papal. Benefactores extranjeros como el coronel británico Charles Beckwith influyeron en la salvación de la comunidad por la vía educativa.
 
“Había 170 escuelas en los valles valdenses, porque saber leer era muy importante para poder leer la Biblia”, argumenta el guía Adriano Chauvie, de 72 años, mientras enseña a los visitantes la escuelita del pueblo de Pramollo, reconvertida en museo. A finales del siglo XIX, la tasa de alfabetización de los sencillos labradores valdenses figuraba entre las más altas de Europa, junto a la de Prusia. “Cuando los campesinos italianos eran tan analfabetos que tenían que firmar su certificado de matrimonio con una cruz, los valdenses sabían escribir su nombre”, asegura Giuseppe Platone, el director del semanario Riforma.

En realidad, cualquier humilde campesino valdense del siglo XVIII era trilingüe: hablaba en italiano con los funcionarios públicos, en francés leía la Biblia y escuchaba los sermones –herencia del ancestro Valdo–, y en familia hablaba en occitano, lengua de la Francia medieval sureña en la que predicó el fundador. Durante la excursión por el valle de Angrogna, la comitiva se topa con Alberto Coïsson, un campesino de 85 años que aún habla francés en casa e italiano en el mundo exterior, como entonces.

Hasta hace muy poco, ese bilingüismo era normalísimo en estos valles, donde reinaba un fuerte protestantismo sociológico. Pero el francés, para dolor de muchos, se va perdiendo también en las casas. Los jóvenes estudian inglés, y están por otras cosas. Los más ancianos del lugar temen también que la epopeya histórica acabe opacando el sentimiento religioso. En los días de estío de Torre Pellice, los críos se encaramaban con tranquilo aplomo a la estatua de Henri Arnaud, el pastor que en 1689 lideró uno de los episodios que más enorgullecen a la comunidad: la llamada Gloriosa Repatriación, por la que un millar de valdenses expulsados de sus valles a sangre y fuego regresaron a pie desde Ginebra atravesando los Alpes. Las nuevas generaciones vibran más con esa épica que con el catecismo.