entrevista a Terry Gould, periodista antimafias

Terry Gould, periodista antimafias. Tengo 61 años. Nací en Brooklyn (Nueva York), vivo en Vancouver (Canadá). Soy periodista. Estoy casado, con una hija treintañera. ¿Política? ¡Imperio de la ley! La impunidad fomenta mafias y el asesinato de periodistas. ¿Creencias? ¡Todo en el universo está interconectado!

¿Cuál es el cómputo de periodistas asesinados?

Desde 1992 han muerto en el mundo 830 periodistas, la mayoría asesinados por su insistencia en publicar verdades. He documentado algunos casos...

¿Cuál le ha impactado más?

El de Manik Chandra Saha, de Bangladesh, en el 2004: ateo, hoy es considerado un santo. Todo bondad, le volaron la cabeza arrojándole una bomba casera.

¿Para quién fue un peligro su trabajo?

 
Para la mafia local de la pesca de la gamba, que expolia a campesinos y destruye la riqueza ecológica de extensos territorios costeros. Lo denunciaba en sus artículos con datos y nombres…

¿Han pagado su crimen los asesinos?

La impunidad es común a los lugares en los que se asesina a periodistas: intereses económicos y políticos se alían. Y si muere un periodista y nadie paga..., ¡pronto morirá otro!

¿En qué país caen más periodistas?

En Filipinas. Siguen Iraq, Colombia, Rusia y Bangladesh.

Quizá el de la rusa Politkovskaya sea el caso más aireado internacionalmente...

La mataron por denunciar los abusos cometidos contra la población chechena en nombre de Rusia. Y eso que ella era una chica de buena familia dedicada al periodismo rosa.

¿Y qué la cambió?

Un día va a hacer un reportaje ligero sobre el aspecto pintoresco de niños chechenos en su primer día de clase en Moscú. Y se entera de que están vetados en las escuelas rusas: va a un centro de acogida, ve familias chechenas machacadas... Y siente asco.

¿Asco?

Asco de su gobierno, asco de Rusia, asco de sus conciudadanos, asco de sí misma. Y ya no paró de meterse en la boca del lobo: la amenazaron de muerte, pero ella siguió...

¿Se parecen al de Politkovskaya otros casos de periodistas asesinados?

Tras sus trabajos hay una ética del sacrificio. Son personas que no soportan ver a su comunidad degradarse, pero no quieren irse: defienden su hogar. ¡Y todos supieron que iban a matarles! Pero vivir callados era más insoportable que morir.

En cada caso el detonante será distinto.

 
Es llamativo el del colombiano Guillermo Bravo: amigo de policías, en una juerga tomó la pistola de uno y, borracho, mató a un sindicalista. Sus amigos podían sacarle limpio, pero prefirió inculparse. Al salir de la cárcel, el hijo del sindicalista le encañonó...

¿Se defendió?

Bravo le dijo: "¡Mátame! Pero si me dejas vivo dedicaré mi vida entera a personas como tu padre". Y así fue: denunció los abusos oligárquicos contra los pobres y la corrupción..., hasta que le pegaron un tiro.

¿Y qué le llevó a usted al periodismo?

 
Quizá el hecho de que mi abuelo fuera un gángster de Nueva York...

¿Ah, sí?

Judío ruso de Odesa, llegó a Brooklyn en 1910: le llamaban The Castilian, por su origen sefardí. Alcohol clandestino, apuestas de partidos de béisbol amañados... Puso una pistola en manos de mi padre a los 20 años...

¿Para qué?

Para que cometiera su primer asesinato y entrase en la banda. Mi padre rehusó: ¡salió honrado! Pero recuerdo que, siendo yo niño, siempre que necesitábamos algo en casa, mi padre llamaba a algún conseguidor...

¿Imperaba la mafia en su barrio?

Yo compraba mis helados en un garito de juego clandestino de mafiosos italianos. Para que los matones de la entrada no me zarandeasen, entablé amistad con los jefes...

¿A cambio de qué?

De hacerles reír. El mafioso es una persona insegura -maltratado de niño-: goza cuando la risa es a costa de otro, y cuando le halagas justo ahí donde su autoestima flaquea.

¿Le ha servido eso para su trabajo?

Para cortarle el paso a Wong en Vancouver.

¿Wong?

En 1970, yo era taxista en Nueva York, y ahí conocí a mi esposa, la primera mujer taxista de Nueva York. Hartos de ser encañonados cada noche, emigramos a Vancouver. Fui profesor de instituto, y mis alumnos eran de bandas: escuchándoles supe que un mafioso, el chino Wong, iba a hacerse con la ciudad, conchabado con el próximo alcalde...

¿Y qué hizo usted?

Le dejé mensajes de teléfono haciéndole ver que sabía mucho de conocidos suyos y tenía contactos. Y un día me presenté en su casa. Intrigado, me dejó pasar. Fue su perdición.

¿Por qué?

Le divertí, le halagué, hablamos de sus actividades ilegales... y yo llevaba micrófono oculto. Y así me convertí en periodista: con esas grabaciones y teleobjetivo monté un reportaje televisivo. Wong huyó -no sin antes intentar matarme- y sigue libre en el Sudeste Asiático. Pero Vancouver se libró de él.

¿Tuvo protección policial?

La Policía Montada del Canadá. Esto es una piedra de toque de un lugar todavía no corrupto: no esperas que sea la policía la que vaya a matarte...

¿Ha oído usted hablar del caso Millet?

Hay lugares en que el comercio de favores convierte la corrupción en estructural. ¿Solución? ¡Imperio de la ley sin distingos!

¿Y de los crímenes de ETA contra periodistas?

Sí. Por eso jamás debemos bajar la guardia en Occidente: todo periodista valiente acaba corriendo siempre algún peligro.

Tiene aspecto de tipo duro, pero Terry Gould es un trozo de pan con un acentuado sentido de la rectitud y la honradez, un hombre que fue vacunado contra la corrupción por lo aprendido en su niñez entre mafiosos neoyorquinos. Esa vida desarrolló en Gould un sentido de la integridad pública que acabó por llevarle al periodismo cuando tenía 36 años, para combatir una mafia local de Vancouver. Fascinado por las figuras de periodistas que han preferido ser asesinados a abandonar sus denuncias, ha indagado en las motivaciones de seis de ellos en Matar a un periodista (Los Libros del Lince), trabajo de investigación que deslumbra por su penetración y emociona por su calidad literaria.

13-IX-10, Víctor-M. Amela, lavanguardia